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Isis sin velo: Manji (Yasuzô Masumura, 1964) y las transgresiones niponas

Manji (1964) directed by Yasuzō Masumura • Reviews, film + cast • Letterboxd

Desde un presente hipotético, Sonoko Kakiuchi (Kyôko Kishida) le cuenta a un misterioso y ya anciano novelista (Ken Mitsuda) la turbulenta historia de su relación sentimental con Mitsuko Tokumitsu (Ayako Wakao), una mujer que conoció en unas clases de pintura. Entendida al principio como un mero juego platónico de amor prohibido y reubicada más tarde como una tragedia de trascendencia romántica más allá de la vida, la relación entre ambas mujeres —hombres mediante— dará varios volantazos bruscos hacia el sufrimiento, la traición y el despecho. Manji (Yasuzô Masumura, 1964), título que se traduce al español por «esvástica» (卐), se plantea como uno de los primeros productos culturales cinematográficos en tratar de forma narrativa y sorprendentemente abierta una relación lésbica sin apenas pudores, algo que resulta especialmente revelador si la ubicamos en los confines culturales de la Japón de posguerra, tan recatada y pudorosa. En sus apenas 90 minutos de metraje, Masumura —a través de un guion del legendario Kaneto Shindō, quien a su vez adapta una novela de Jun’ichirō Tanizaki— encuentra espacio suficiente para desarrollar ideas estéticas alrededor del rapto del cuerpo, la poética del reconocimiento, la tangibilidad del deseo y el planteamiento del amor lésbico como una vía de escape de los asfixiantes muros que hombres y mujeres —especialmente, estas últimas— construyen a su alrededor cuando honran la tradición con el matrimonio.

Sin embargo, y a pesar de su más que evidente precocidad en lo que a representación lésbica se refiere, la película se ve constreñida, primero, por un inventario un tanto esquemático de temas trascendentes para con la comunidad queer de la época y, segundo, por los intereses explotacionistas de un director que rápidamente busca desentenderse de cualquier tipo de mensaje significativo en pro del shock sexual. No hay nada necesariamente malo en ello, y de hecho, Masumura encontraría un objeto de estudio mucho más sincrónico y adecuado para sus intereses con su adaptación de una novela de Edogawa Ranpo en Môjû The Blind Beast (1969). Prueba de ello es que, a mi juicio, esta última película le salió bastante mejor que la que aquí analizamos. En Manji, Masumura plantea indicios de importancia discursiva, especialmente a la hora de hablar del matrimonio como institución opresora en el seno de la sociedad nipona, pero lo que apuntaba a formar una crítica solvente, interesante y anticipatoria, se desmigaja rápidamente en un vals de desnudos, intrigas sexuales y celos que se construye más en clave morbosa que reivindicativa. Podría argumentarse que, con esta forma de enfangar los contornos discursivos de la película a través de estas instancias enredosas, Masumura está realmente normalizando la homosexualidad al dejarla inserta en un marco narrativo que es mayor que ella misma al no esencializar en el proceso la sexualidad de sus protagonistas y dejando que fluyan en un contexto mucho menos interesado en la búsqueda desesperada de aceptación. Sin embargo, y si fuera este el caso, también tendría que puntualizarse que la discursiva interna de Manji es todavía demasiado intuitiva como para que pudiera levantarse la película como una gran obra queer dentro del esquema total de las cosas. En su lugar, lo que hemos obtenido es un melodrama de explotación (homo)sexual cuyo desparpajo a la hora de tratar la cuestión en sí no tiene que confundirse con un proyecto de reivindicación, sino con el deseo de querer sorprender a un público que muy probablemente en la época no había visto nada igual.

Buenos anfitriones: Shinjuku Boys (Kim Longinotto & Jano Williams, 1995) y la historia oral de lo queer

Shinjuku Boys (2001) | IDFA Archive

El Club Marilyn, situado en Tokio, no es como otros clubs. No es solo que sus clientes sean en su mayoría miembros del colectivo LGBTIQ+, sino que sus anfitriones son Gaish, Tatsu y Kazuki, tres sujetos transmasculinos que sirven a Kim Longinotto y Jano Williams como centros absolutos del documental Shinjuku Boys (1995). La obra, que resultaba tan transgresora en su día como necesaria resulta hoy, orbita alrededor de sus tres protagonistas para que puedan contar, si bien de forma fragmentada, su historia y así delinear el paisaje humano y emocional del sujeto trans en las inmediaciones del territorio nipón. Longinotto y Williams, quizá por el mero hecho de querer también rendirle tributo a los espacios concurridos por la calidad de personas que aparecen el documental o quizá por miedo a estriar la burbuja-santuario que parece existir alrededor del Club Marilyn en tanto que enclave amigable y seguro para los miembros del colectivo, ponen el foco en, primero, aquello que sucede en el local del Club Marilyn y, segundo, en las casas de cada uno de los protagonistas. Será en estos espacios particulares donde Gaish, Tatsu y Kazuki, en algunas ocasiones acompañados por sus respectivas parejas, honrarán la historia oral de la trayectoria LGBTI+ y nos otorgarán unos testimonios cargados de sencillez —que no simpleza—, emotividad y empatía.

Simultánea a la presentación de los tres protagonistas, también se delinean ciertas ideas éticas alrededor de la responsabilidad de la ciudadanía para con los sujetos trans. En una de las entrevistas, Tatsu nos presenta a su novia Abe. Mientras él nos informa sobre su autopercepción corporal, testimonio que aparece repleto de muestras evidentes de disforia de género al considerar que vive en un cuerpo que no le corresponde, ella nos indica que la condición trans de Tatsu no es algo de lo que asquearse para nada. Más bien al contrario: a través de un discurso ontológicamente asertivo, demuestra que a quien quiere es a aquel que está detrás de los muros de carne que tanta angustia le producen. Ella quiere a Tatsu, y no hay nada que pueda hacerse para cambiar esa situación. Con sus palabras, Abe invita a una revaloración, ya no solo de la ontología trans desde una perspectiva cisgénero, sino del cómo nos relacionamos los unos con los otros sin necesariamente tener en cuenta este tipo de manifestaciones genéricas. El paisaje que nos muestra Abe con este discurso, en particular, y el documental, en general, es el de una exigencia: la normalización de la ontología trans.

La vida y sus fantasmas: Looking for an Angel (Akihiro Suzuki, 1999) y el retrato de un hombre gentil

Looking for an Angel (1999) | MUBI

Aquí, todos los chicos son como ángeles.

Takachi

Esta pequeña y olvidada obra maestra de Akihiro Suzuki comienza con un hito de violencia al mostrarnos el cuerpo semidesnudo y sin vida de quien después conoceremos como Takachi (Kôichi Imaizumi) en el descanso de unas escaleras. Así las cosas, el primer peldaño de lo que será el edificio narrativo en cronología inversa de Suzuki queda colocado y encajado en un entramado que nos llevará por los caminos fantasmagóricos del homenaje y la memoria a través de los enternecedores recuerdos de sus dos mejores amigos, Shinpei (Akira Suehiro) y Reiko (Hotaru Hazuki). A nivel estructural, lo primero que sorprende e interesa es que Suzuki, no queriéndose mezclar con la tendencia orgánicamente morbosa de las historias explotacionistas, plantea la muerte de Takachi como primera escena y dedica el resto de su corta película a construir el panegírico en honor al fallecido. Con ello, Suzuki no es que le esté restando peso a la muerte de Takachi —al fin y al cabo, la mayoría de la película se ve siendo consciente de esta ominosa sombra—, sino que simplemente prefiere honrar la vida y filosofía de un hombre que, aun teniendo motivos suficientes para hundirse en mares de sufrimiento, prefiere afrontar las cosas con gentileza y optimismo. De esta manera, y a pesar de esa primera y triste escena, el paisaje emocional que dibuja Suzuki en Looking for an Angel (1999) está repleto de vitalidad e ilusión, si bien sazonado con considerables dosis de melancolía, principalmente traídas por ese satín azul que permea la imagen gracias a esa particular textura que le otorga el uso de cámaras digitales domésticas.

A lo largo de los apenas 60 minutos de metraje que configuran la película, se tratan cuestiones tan variopintas como la búsqueda de la identidad y el sentido en la vida o la naturaleza del amor en aquellas personas que se dedican al trabajo sexual, sea este prostitución o pornografía, este último ámbito mostrado a través de escenas un tanto explícitas —es Looking for an Angel, también, una película que es deliberadamente transgresora en su planteamiento de la sexualidad— que sirven como yuxtaposición constante al resto de escenas de naturaleza no sexual. Será en estos marcos existenciales y, repetimos, simultáneamente vitalistas, donde Suzuki estructure su comentario acerca del estado de la cuestión de la masculinidad en el mundo particular de los años 90 —especialmente, claro está, en las inmediaciones de Japón— y de la homosexualidad como diana que uno lleva pintada en la espalda y que lo hace vulnerable a ojos de aquellos que no conciben un mundo de libertades sexuales. La naturaleza limitante de la grabación en digital en épocas tan tempranas como a finales de la década de 1990 —recordemos que un producto tan rompedor para con la estética occidental como Collateral (Michael Mann, 2004) al utilizar cámaras digitales fue estrenado a principios del siglo XXI— es utilizada por Suzuki a su favor para plantear escenarios físicos que rápidamente se adecuan a los peligrosos y ocultos mundos del cruising nocturno y a los locales de ambiente underground, estos últimos sirviendo como espacios esenciales para la conformación de comunidades queer, idea también enfatizada por la cercanía e intimidad de esa cámara en mano. Sujetos a ese ambiente oscuro, los pasionales y escurridizos noctívagos en busca de placer sexual aparecen en ocasiones solo en calidad de siluetas, construyendo ambientes de peligrosidad que dan cabida tanto a los que buscan de forma deliberada estos encuentros de naturaleza sexual como a aquellos que no los toleran y responden contra ellos con violencia. A pesar de la alarmante amenaza que parece habitar en cada esquina, personas como Takachi abogan por mantenerse firmes contra la desazón y buscan siempre cumplir con la utopía de ver un mundo mejor para los integrantes del colectivo LGBTIQ+. Al fin y al cabo, ya nos dice Takachi en los últimos compases de la película —que son, por lógica, los postreros instantes de su propia vida— que él lo que siempre había querido es que la gente fuera amable y gentil. A mi parecer, y si por alguna razón per las tres películas no es posible, esta Looking for an Angel es la que tiene que primar en el visionado debido a su melancólica, pero despierta tendencia poética y a su mensaje universal que nunca dejará de importar.

 
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5 razones para engancharse a: «The Bear» (FX, 2022-) http://www.rirca.es/5-razones-para-engancharse-a-the-bear-fx-2022/ http://www.rirca.es/5-razones-para-engancharse-a-the-bear-fx-2022/#respond Sat, 06 Apr 2024 23:00:35 +0000 https://www.rirca.es/?p=32689 Un rumor recorre los establecimientos de entregas de premios de todo Estados Unidos: The Bear (FX, 2022-), la apuesta televisiva que apareció en el verano de 2022 para quedarse en la memoria de todos sus espectadores. Con tan solo dos temporadas de recorrido, The Bear ya tiene en su haber más premios —entre ellos, Globos de Oro y Emmys— de los que pueden contar los dedos de las manos (y los pies) de su creador, Christopher Storer. Y es que cuando uno se sumergen en los confines claustrofóbicos y grasientos de las cocinas que configuran los espacios naturalizados de la serie protagonizada por Jeremy Allen White, Ebon Moss-Bachrach y Ayo Edebiri, entre otros, no puede hacer otra cosa que entender los vítores e, incluso, unirse a ellos con la intención de celebrar y, de alguna manera, exigir que productos de esta calidad sigan produciéndose. Desde RIRCA, timbramos la puerta de aquellas personas que todavía no se han puesto al día con The Bear para ofrecer cinco razones para verla, dejarse llevar y, sobre todo, disfrutarla.

Jeremy Allen White —el mítico «Lip Gallagher» en «Shameless» (Showtine, 2011-2021)— interpreta a Carme «Carmy» Berzatto, un otrora prestigioso chef de alta cocina que, tras el suicidio de su hermano Michael, coge las riendas del que era su restaurante: The Beef.

1. Lo cuidado de su estética. Si algo deja claro su episodio piloto es la ansiedad manifiesta que se respira en las cocinas de los restaurantes de todo el mundo, pertenezcan estos a la rama de la haute cuisine o de la comida rápida. The Bear comienza con el frenesí corriéndole por las venas a través de una edición rápida, pero magnética y una cámara en mano que sigue las rumiaciones, titubeos y tropezones de aquellos personajes que tienen que cohabitar en ese tan limitado espacio. La lente se sitúa ridículamente cerca de sus cuerpos y caras, llevándonos a la asimilación de la claustrofobia que deben sentir los cocineros. Por supuesto, una serie totalmente grabada así requiere mucha dedicación, así que en futuros episodios The Bear aprovechará sus hilos narrativos para plantear capítulos que no se vean atravesados por este desenfreno delirante de cuerpos moviéndose, cuchillos cortando y fogones llameantes. Será en estas instancias cuando veremos que, detrás de la filosofía de la excitación que parece emanar de cada uno de los poros de la serie, también existe una naturaleza contemplativa y emocional permite al espectador entrar en la psicología de estos personajes y entenderlos en profundidad. No en vano, The Bear es una de las series mejor filmadas de los últimos años.

Ebon Moss-Bachrach hace las veces de Richard «Richi» Jerimovich, el mejor amigo de Michael, el fallecido dueño de The Beef, y el encargado de manejar —caóticamente, todo sea dicho— la atención del local.

2. La naturaleza caótica de sus personajes. No hay ni un solo personaje en The Bear a quien no le vendría bien una mañana de spa o, directamente, un trankimazkin. Y si alguno parece que tiene la cabeza bien amueblada y goza de paz mental, basta con darle unos cuantos episodios para ver cómo se convierte en un manojo de nervios y/o en una persona altamente competitiva y territorial. A pesar de lo poco atractiva que pueda resultar esta premisa para el planteamiento del inventario de personajes, The Bear no se queda solamente en el caos de las cosas. El cuerpo de guionistas —entre quienes contamos, aparte del propio Christopher Storer, a nombres como Sofya Levitsky-Weitz, Karen Joseph Adcrock y Joanna Calo, entre otros— siembran el caos como base constitutiva de las personalidades de sus personajes para luego hacer florecer momentos de doliente humanidad que nos recuerdan que detrás de toda fachada hay un ser sensible que está tratando de labrarse un nombre en el sistema, como prácticamente todo el mundo. Los momentos de espinosa vulnerabilidad por parte del «Carmy» de Allen White o de ansiedad contenida y repentinamente liberada de la Sydney de Edebiri están allí para confirmarnos que en el fondo de todas las cosas, el humanismo siempre tiene que primar por encima de meras superficialidades.

En el papel de Sydney Adamu —una joven chef que decide revivir sus ambiciones frustradas como cocinera de alta cocina al ponerse a las órdenes de Carmy en calidad de «sous-chef»— encontramos a una Ayo Edebiri que, para el momento en el que se estrenó la serie, todavía no gozaba de la fama y prestigio que le había otorgado su participación en películas como «Theater Camp» (Molly Gordon & Nick Liebermann, 2023) o «Bottoms» (Emma Seligman, 2023).

3. La comida. Más de uno se habrá preguntado alguna vez qué pasaría si los platos que aparecen dibujados en animes como Shokugeki no Sōma (Yoshitomo Yonetani, 2015-2020) pudieran ejecutarse en la vida real. The Bear, sin llegar al nivel de preciosismo y exquisitez que parecen mostrar aquellas representaciones, parece acercarse y quedarse lo suficientemente cerca de esos ideales como para que ver un episodio de la serie, en ocasiones, equivalga a salivar durante toda su duración. En los confines de estas dos temporadas, hemos visto tanto platos que servirían en un bar de carretera —sándwiches, bocadillos, patatas fritas, estofados— como piezas que, por ejecución y delicadeza, son merecedoras de exponerse en un museo culinario. Y no es solo que el abanico de posibilidades democratice la oferta para todos los paladares, sino que demás muchos de estos suculentos y artísticos platos acostumbran a responder a ciertas manías de personaje, ya sea en cuestión de gustos o en manifestaciones torrenciales de creatividad. Detrás de los grandes genios de la cocina mundial, hay mentes trabajando incansablemente para conseguir los mejores platos que servir a sus comensales.

El resto de personajes que aparece recurrentemente en la serie. De izquierda a derecha: Tina Marrero (Liza Colón-Zayas), Marcus Brooks (Lionel Boyce), Natalie «Sugar» Berzatto (Abby Elliott) y Jimmy «Cicero» Kalinowski (Oliver Platt).

4. El atropellado frenetismo de sus diálogos. Quien estuviera atento a la crítica cinematográfica y demás discursos alrededor del séptimo arte allá por 2017, quizá se encontrara con alguna que otra crítica o algún que otro ensayo sobre la The Meyerowitz Stories (2017) de Noah Baumbach. Más allá de plantearse como una pieza tocada por el genio argumental del propio Baumbach o el talento interpretativo de nombres como Adam Sandler, Emma Thompson o Dustin Hoffman, aquello que más sorprendió a algunos usuarios y críticos fue la naturalidad de sus diálogos. Esto responde a una razón: mientras en el mundo del cine y del teatro se ha naturalizado que cada línea de diálogo tenga su espacio y no atienda a interrupciones más allá de algunos casos contados, en The Meyerowitz Stories los personajes apenas se dejan espacio para hablar y acaban atropellándose constantemente en aquello que tienen que decir. Es en este línea —incluso de forma más enfática— donde tenemos que localizar el planteamiento dialógico de The Bear. Los italianismos propios de sus personajes se manifiestan, exclusivamente, en una verborrea incesante que enturbian tanto su capacidad de escucha en tanto que personajes como la de los espectadores. Por supuesto, este recurso es algo que aparece de forma intencionada para seguir excavando en las complejas personalidades que colman las líneas argumentales de The Bear como una forma de incidir en su ensordecedor solipsismo egológico.

Aunque la mayoría de la serie suceda a puerta cerrada en las grasientas cocinas del The Beef, en contadas ocasiones se abre para ofrecernos un retrato parcial de una Chicago acelerada por el tren de vida usual en la Modernidad tardía.

5. La representación de Chicago. La ciudad es la gran protagonista de la Modernidad tardía. En sus aceleradas carreteras es donde se producen los movimientos y cambios que perduran, aunque no por mucho tiempo, en la impronta cultural de la globalización. Algo que sucede en el seno de la ciudad tiene mucha más cabida en los titulares universales de los periódicos y, en consecuencia, mucho más eco a lo largo de las cavernosas y angostas vías que parecen nacer naturalmente entre los rascacielos. The Bear parecía no querer perder la oportunidad de establecer una fructífera e interesantísima conexión entre el ser frenético del habitante metropolitano y la pasmosa velocidad y cantidad de aquellos eventos que están sucediendo a su alrededor. Los personajes que pueblan y habitan esa pequeña cocina del The Beef son personas naturalizadas en el frenesí de la atmósfera de una Chicago que avanza irrefrenablemente por las vías del progreso sin tener miedo de fagocitar a otros o, incluso, a sí misma. Pero esa es su casa y en ella moran indefinidamente, sintiéndose parte de un todo. Algo tendrá Chicago para que Sufjan Stevens le dedicará una canción entera de su álbum Illinois (2005) y que aparece, en una versión alternativa, en el capítulo séptimo de la primera temporada. All things go, all things go.

 
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Sobre Koreeda (XVI): «Monster» (2023) o las mentiras que nos contamos http://www.rirca.es/sobre-koreeda-xvi-monster-2023-o-las-mentiras-que-nos-contamos/ http://www.rirca.es/sobre-koreeda-xvi-monster-2023-o-las-mentiras-que-nos-contamos/#respond Sun, 24 Mar 2024 23:00:16 +0000 https://www.rirca.es/?p=32626  

To be held within one’s self is deathlike, oh I know

Fleet Foxes, «Third of May / Ōdaigahara»

 

La película Monster (2023) no solo supone la relocalización espacial de Hirokazu Koreeda en su Japón natal, sino que, simultáneamente, también supone el regreso simbólico al mundo de la infancia para un director que ha tomado esta circunstancia como uno de sus temas fetiche. Si bien no es algo de lo que se haya olvidado en ninguna de las dos películas que configuran su ciclo internacional —en The Truth (2019) tenemos a Charlotte y en Broker (2022), al bebé con el que Sang-hyeon y Dong-soo trafican o a Hae-jin, el niño que se les une en la aventura—, su tratamiento en ambos productos dista del protagonismo que ha tenido en filmes anteriores y se coloca en una posición suplementaria. En Monster la cosa cambia al ofrecernos una narrativa que tiene como núcleo absoluto la experiencia de dos chicos preadolescentes en una Japón demasiado condicionada por las apariencias como para permitir un espacio seguro en el que crecer libremente sin ser objeto de prejuicios y vejaciones.

De esta manera, Koreeda se beneficia del premiado guion de Yuji Sakamoto —hecho que marca la primera ocasión desde Maborosi (1995), guionizada por Yoshihisa Ogita, en la que el director nipón no es el autor original del guion— para adentrarnos en la vida de un abanico de personajes que se nos presentan debidamente a lo largo de tres secciones fácilmente diferenciables. Durante el primer arco, atendemos a lo que podría considerarse el punto de vista de Saori Mugino (Sakura Andō) respecto a toda una serie de problemas que presenta su hijo, Minato Mugino (Sōya Kurokawa), en el instituto, incluyendo aparentes agresiones llevadas a cabo por el profesor Hori (Eita Nagayama). En el segundo arco, será este profesor, Michitoshi Hori, quien hará las veces de protagonista, planteando la oportunidad de ver los hechos desde su propia experiencia. Finalmente, el tercer arco pertenecerá a Minato Mugino y a Yori Hoshikawa (Hinata Hiiragi), cuya relación traerá consigo la esperada contestación a todas aquellas preguntas que quedaban colgando en los dos segmentos anteriores. La historia nos llevará por tortuosos caminos de dolorosa humanidad que replanteará, a nivel individual, aquellos prejuicios que presentamos hacia el otro y, a nivel social, la cerrazón ante la libertad identitaria de una Japón que, si bien inserta en las fluctuantes ondas de la globalización y contemporaneidad, presenta arduas dificultades para alejarse de su atavismo tradicional. Dicho esto, y como siempre, en la presente entrada abundarán los spoilers.

Con Yori (Hinata Hiiragi) y Minato (Sōya Kurokawa), Koreeda vuelve a invocar el mundo de la infancia, tantas veces representado en sus películas.

La estructura se beneficia del enfoque narrativo múltiple para dar cuerpo a las historias de los cuatro protagonistas. De buenas a primeras, pareciera que Sakamoto —quien, repetimos, escribe el guion— está tomando como referencia la Rashômon (1950) de Kurosawa, película reconocida internacionalmente por su notable uso de la multiperspectiva para imbricar un suceso y, de esta manera, esconder la verdad de lo que realmente sucedió. Sin embargo, mientras Kurosawa explota esa misma subjetividad para explorar la naturaleza líquida y caprichosa que puede acoger la verdad cuando la consecución de esta se pone al servicio de los intereses propios, el guion de Sakamoto apunta hacia derroteros distintos. La imbricación en Rashômon aparecía cuando una parte fundamental de la historia era contada de distinta manera en función del personaje que estuviera hablando. De esta manera, los relatos de cada uno de los caracteres se pisaban los unos a los otros, embarrando la realidad de los hechos. En Monster, no existe ese tipo de imbricación, porque aquello que se nos cuenta, por ejemplo, desde la perspectiva de Saori, no aparece de forma propiamente dicha en los segmentos del maestro Hori o del propio Minato. Así pues, no es que cada uno de los personajes tenga una versión de los hechos distinta a la de los demás, sino que hay hilos escondidos que no se revelan hasta que tenemos el privilegio de ser testigos del arco del personaje. En Rashômon (1950), el espectador era directamente un personaje más de esa historia —fácilmente ubicable en la situación de los jueces— al tratar de diferenciar entre la realidad y la mentira. En Monster, tarde o temprano, llegaremos a esa verdad: tan solo hace falta esperar. Cada uno de los segmentos forma parte del rompecabezas que es la historia.

En esta estructura, Koreeda encuentra un importante aliado al comenzar a desarrollar su humanismo en base a la lógica que opera en ella a través del mote «monstruo». La historia de Minato —y, consecuentemente, la de Yori— se nos deja para el último arco. Durante, prácticamente, la mitad de la película, somos testigos de las acciones de Minato a través de la perspectiva de Saori, en tanto que madre preocupada, y Hori, como uno de los principales daños colaterales. En el arco de Saori, la supuesta «monstruosidad» de Minato aparece contenida en una neblina en la que su madre es incapaz de reconocer qué es aquello que le está sucediendo a su propio hijo. Tras conocer que las actitudes de Minato pueden deberse a los malos tratos llevados a cabo por el maestro Hori hacia su hijo, la neblina pierde espesura, pero la recupera al ver que la expulsión de Hori del colegio no pone fin al sufrimiento de su hijo. La ingenuidad y desconocimiento por parte del espectador le pueden llevar a pensar que, en efecto, Minato tiene algún componente monstruoso que, por razones determinadas, no podemos ver. Quien abogue por un tono más realista —quizá algún espectador avezado en la filmografía del director—, podrá ver esa monstruosidad manifestada a través de un caso de bullying que Minato no sabe procesar, razón de su extraño comportamiento. Sin embargo, luego seremos testigos de la perspectiva del maestro Hori y encontraremos que, desde aquello que él ve, la naturaleza aparentemente monstruosa de Minato abandona su cualidad de víctima y acoge la forma del perpetrador. Hori, a través de su parcial mirada, ve en las actitudes de Minato —explosiones de rabia, abusos de poder hacia Yori— la clara silueta de un abusón. Simultáneamente, aquello que Saori experimenta como un torpe silencio institucional y una falta de sensibilidad —nos referimos a la escena en la que, debidamente, va a quejarse ante el consejo administrativo del colegio por la aparente violencia que el maestro Hori ha ejercido sobre su hijo—, el punto de vista de Hori demuestra que hay intereses ocultos, como la imagen del instituto o la idea de que ese mismo centro es todo lo que la directora Humiaki Shoda (Akihiro Tsunoda) tiene. De esta manera, la pérdida/expulsión de Hori como docente del centro —una expulsión que trae consigo acarrear con las culpas de algo que no ha hecho— parece ser el problema más resoluble. Como el lector podrá imaginar, en tanto que quizá ya haya visto películas como Nobody Knows (2004), The Third Murder (2017) o Shoplifters (2018), todas de Hirokazu Koreeda, la lectura que parece filtrarse a través de estas escenas tiene que ver con no juzgar al prójimo de forma demasiado repentina. Hay que dedicarle espacio y tiempo a la comprensión del otro con el fin de poder entender el por qué de la manera en la que actúa. Un mensaje que está tipificado en la filmografía del director, pero que nunca parece dejar de ser necesario.

El universo adulto, planteado en esta película como apoyo fundamental a la narrativa de los dos personajes infantiles, es representado esencialmente por Saori (Sakura Andō) y Michitoshi (Eita Nagayama).

Decía que esta estructura tripartita supone un gran aliado para que los temas de Koreeda salgan a la luz de forma paulatina y eficiente, y es verdad. Sin embargo, la manera en la que algunos de sus hilos narrativos se deshilvanan resultan muy poco finos para lo que nos tiene acostumbrado el tokiota. El colofón del primer arco consiste en ver a Saori entrar en la habitación de Minato, donde el niño debería estar, para, en su lugar, encontrarla vacía. Se acerca a la ventana, la abre y un soplido de viento desordena algunas hojas que Minato tenía sobre el escritorio. Dado el neblinoso progreso del arco, en el que Minato demostraba actitudes que perfectamente podrían equipararse con un cuadro sintomático depresivo, este colofón, en el que Koreeda corta para dar paso al segundo segmento, parece dejar abierta la idea de que Minato puede haber saltado por la ventana y haber puesto fin a su vida. Esta visión de los hechos viene acentuada cuando, en una escena anterior, la madre muestra claras señales de ansiedad al buscar por todo el colegio a su hijo y entrar en estado de negación —“No, no, no”, se repite— cuando baraja la posibilidad de que Minato pueda haberse precipitado hacia el abismo al saltar por el balcón. Un maestro la tranquiliza: Minato no se ha suicidado, pero narrativamente ha sentado un precedente que no podemos ignorar a la hora de prestarle atención a este cambio de segmento. Yuji Sakamoto, con el colofón que comentábamos, ha creado una instancia cliffhanger en la que no sabremos, hasta prácticamente tres cuartos de hora después, si Minato, realmente, ha terminado con su vida. El abanico moral de cada uno depende exclusivamente de su idiosincrasia y de su manera de ver las cosas, pero hay algo de trampa explotacionista en este tipo de recursos para mantener la tensión. Trampas que no le son propias a un director como Koreeda, que siempre ha tratado los problemas de frente para evitar caer en imbricaciones innecesarias que puedan llevar al espectador a no empatizar con sus personajes. La claridad en sus narrativas es fundamental para que el humanismo se desarrolle felizmente y llegue a buen cauce, a saber, la sensibilidad de los espectadores. En este caso, se nota que Monster no nace de la mano y pluma de su director, pues la puesta en marcha de mecanismos narrativos tramposos nunca ha sido una de las estrategias de Koreeda para hacer funcionar sus películas.

Más allá de problemas que podamos encontrar en la trama y la idea de que, a nivel estructural, se nota que es una película que no está escrita por Koreeda, los temas que se arremolinan alrededor de los personajes sí que parecen encontrar el camino hacia los usos comunes del director. Es la primera película en la que el tokiota experimenta con la narrativa queer aplicada a las sexualidades, y aunque se utilice como recurso narrativo para dar fin a esa búsqueda comprensiva que efectúan el maestro Hori y Saori, termina por convencer. No negaré que esta revelación está algo maltratada por el juego del gato y el ratón que tanto Sakamoto —por escribirlo— como Koreeda —por consentirlo— han querido plantear a través de esa estructura, pero, por suerte, el cómo se plantea y hacia dónde apunta queda al servicio de algo mucho más general y positivo que termina por crear un escenario de ecología narrativa que facilita una lectura feliz de los hechos. La sexualidad de Minato y Yori les fuerza una otredad que se justifica generalmente a través de la consideración que se tiene a nivel nacional de las sexualidades alternativas. Japón queda cómodamente inserto en el proceso globalizador, pero todavía mantiene un cierto atavismo limitante, prohibitivo y opresor que impide que sus minorías se desarrollen felizmente en el país. La crítica que Sakamoto y Koreeda enarbolan en Monster, no solo tiene como centro reivindicativo los derechos LGBTIQ+, sino que se generaliza a todas aquellos individuos que, por actos condicionantes de los usos y desusos tradicionales, ven en su derecho a la libertad un ideal poco asequible. De esta manera, tanto la interiorización traumática de Minato como el bullying que sufre Yori, no solo tienen que entenderse como ataques directos hacia los individuos que perpetúan estos abusos, sino hacia los códigos sociales nacionales que justifican y legitiman que estas actitudes sigan desarrollándose sin prácticamente represalias. Esta tesis aparece recogida en las palabras de la directora del centro, Humiaki Shoda, en una conversación que mantiene con el propio Minato: “Si solo algunas personas pueden tenerla, entonces no es felicidad. Eso es un sinsentido. La felicidad es algo que todo el mundo puede tener”. Con suerte, las palabras que escribe Sakamoto y graba Koreeda no queden recogidas como una mera utopía y se lleve a cabo una verdadera democratización de la felicidad entre las minorías japonesas.

La infancia, filtrada en esta película a través de una sutil, pero igualmente efectiva codificación «queer», es aprovechada por Koreeda para retornar a uno de sus otros temas recurrentes: la otredad.

Reprimimos aquello que no vemos reproducido en la sociedad o cuya reproducción responde a un estado indeseable de las cosas. Siempre y cuando nuestra idiosincrasia se acomode y resulte recíproca al código social, la felicidad será algo que tendremos al alcance, pero desde el momento en el que la extrañeza —la otredad, la queernessse instale en nuestras actitudes y formas de ver el mundo, aquella felicidad perderá peso y terminará por difuminarse en un borrón informe. En Monster, la palabra «monstruo» se utiliza como un método de sometimiento y subyugación al ser utilizada como dedo apuntando a aquello que se define más por la excepción que por la norma. Debido a la hipérbole asociada al concepto, el término «monstruo» es un superlativo que busca deformar al sujeto con el fin de que, a la larga —y esta era la intención del padre de Yori—, uno pueda formarse de nuevo utilizando como base los modelos impuestos por la normatividad social. La estructura de la película, si bien tiene algunos puntos con los que me resulta difícil estar de acuerdo, parte de una base encomiable: qué poco conocemos del otro y qué dispuestos estamos de, rápidamente, juzgarlo. Esos encuentros en los que se produce el juicio, si bien con suerte no acostumbran a llegar al abuso físico, sí que pueden considerarse sin miedo a equivocarse como violencia simbólica. Cambia el sujeto en apariencia, actúa de forma «respetable» y se acomoda al statu quo. Sin embargo, por dentro sigue abriéndose la verdadera naturaleza, aquello a lo que nos impulsa nuestra propia manera de ver el mundo, tratando de ocupar aquel espacio que saturan, tristes, las mentiras que nos contamos.

 
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La venganza según Park Chan-wook: «Sympathy for Mr. Vengeance» (2002), «Oldboy» (2003) y «Lady Vengeance» (2005) http://www.rirca.es/la-venganza-segun-park-chan-wook-sympathy-for-mr-vengeance-2002-oldboy-2003-y-lady-vengeance-2005/ http://www.rirca.es/la-venganza-segun-park-chan-wook-sympathy-for-mr-vengeance-2002-oldboy-2003-y-lady-vengeance-2005/#respond Thu, 07 Mar 2024 23:00:01 +0000 https://www.rirca.es/?p=32493 Cuando el único juicio que de verdad importaba era aquel de naturaleza divina, los que quedaban vagando en tierra tenían que reajustarse las cuentas por la vía vengativa. Las ofensas, inquinas y malas acciones que uno perpetrara contra otros ocasionaban una escarpada turgencia en el paisaje moral de la comunidad que debía allanarse con efecto prácticamente inmediato. Hace falta entender esta coyuntura en base a los usos marcados de un fervor religioso que colocaba al ser humano entre las celebraciones del paraíso y los abismos tartáricos, esto es, dos extremos cuyo acceso dependía exclusivamente de la férrea suscripción del individuo a un prohibitivo inventario de conductas. Independientemente de cuál sea la religión o tendencia espiritual a la que nos refiramos, el hecho vengativo era algo que quedaba relegado a un uso de la ética en el que algo no podía ser restituido si de por medio no se llevaba a cabo algún sacrificio, fuera este un pago en metálico o especias, alguna parte del cuerpo o, incluso, la propia vida.

Sea como fuere, la venganza se levantaba como un mecanismo de orden social que, como comenta Lipovetsky, reincidía en la idea de la prevalencia de la colectividad por encima de la individualidad (175, 2000). Los esfuerzos egoístas de uno suelen reñirse con las exigencias de la sociedad. Lejos de ser algo que quede relegado a manías del pasado, esta misma coyuntura es la que se repite diariamente en todos los juzgados del mundo, en los que un delincuente tiene que enfrentarse a las consecuencias de su propio egoísmo de cara a un cuerpo judicial que viene a representar el azote de la opinión social. ¿No es esto, al fin y al cabo, una forma de venganza? Aunque maquillemos este hecho con una pátina de civilización y complicado argot jurídico-social, en el presente siglo seguimos vengándonos de aquellos que nos ofenden y ultrajan. Por suerte, los efectos del humanismo más ilustrado nos han llevado a un punto histórico en el que esa venganza no acostumbra a realizarse a través de sangrientos combates y lacerantes torturas.

En la contemporaneidad, la cara tan catártica como morbosa de la venganza queda apartada para que los productos culturales se beneficien de ella. La línea más canónica y primitivista de las tendencias vengativas aparece recogida en cosas como el díptico Kill Bill (Quentin Tarantino, 2003-2004) o la saga John Wick (2014-2023), películas en las que la estructura argumental está urdida con el fin de llevar al protagonista de la historia a un término en el que el ofensor tenga que enfrentarse a la dura mano del ofendido. Este tipo de productos recuperan el tono medievalista de la venganza al convertirlo en un espectáculo de masas. Sin embargo, y aprovechando la figurativa masa líquida que trae consigo la posmodernidad, en las últimas décadas han nacido películas que han buscado precisamente transgredir la idea base de la venganza y hacerse preguntas acerca de su validez y aceptabilidad. En terreno norteamericano, hemos presenciado célebres revisiones del fenómeno vengativo a través de películas como True Grit (Joel y Ethan Coen, 2010) o Prisoners (Denis Villeneuve, 2013), pero tendremos que irnos a enclaves orientales para encontrar vulneraciones del esquema que se construyan en una verdadera clave interrogativa.

En esta entrada, nos mudamos momentáneamente a Corea del Sur para recuperar aquellos tres reputados trabajos cinematográficos de Park Chan-wook que colocaron en su núcleo argumental el tema de la venganza. Vinculada a modo de tríptico por los críticos en su época —a pesar de que no hay un eje narrativo entre ninguna de las tres más allá de su tema—, la llamada “trilogía de la venganza” está conformada por Sympathy for Mr. Vengeance (2002), Oldboy (2003) y Lady Vengeance (2005). Además de ser películas interesantes por lo que tratan y, realmente, por lo que son, también ayudaron a sedimentar el prestigio del cine surcoreano fuera de las fronteras del país, popularidad de la que todavía hoy —gracias a los esfuerzos de cineastas como el propio Chan-wook, Bong Joon-ho o Lee Chang-dong— sigue disfrutando. A lo largo de toda la entrada, y dada la lejanía del estreno de las películas discutidas, habrá spoilers importantes.

Todo por un riñón: Sympathy for Mr. Vengeance (2002) o manual sangriento para justicieros principiantes

Sympathy for Mr. Vengeance - Filmin

¿Qué relación hay entre un sordomudo, una anarquista, un presidente de una empresa de fabricaciones y una mujer al borde de un fallo renal? Esa es la pregunta que quiere venir a contestar Sympathy for Mr. Vengeance (2002), película con la que Chan-wook inicia su particular periplo por el universo temático de la venganza. La respuesta, por compleja que pueda ser, puede resumirse de la siguiente manera: todos los personajes buscan resistir ante las inclemencias sociales de la contemporaneidad. Ryu (Shin Ha-kyun) es un obrero sordomudo que está intentando pagar el trasplante de riñón de su hermana, interpretada por Im Ji-eun. A pesar de tener el dinero listo con el que pagar la operación, no aparece ningún donante. Desesperado, trata de conseguirlo por la vía del mercado negro, pero los supuestos intermediarios terminan por quedarse con uno de sus riñones y con el dinero requerido para llevar a cabo la operación a través del método institucional. Poco después de este evento, un donante aparece en la lista para poder llevar a cabo el trasplante, pero ¿con qué dinero va a pagarlo Ryu? Con la ayuda de su amiga/amante anarquista, Cha Yeong-mi (Bae Doona), secuestrarán a la hija de Park Dong-jin (Song Kang-ho) y exigirán un intercambio monetario equivalente a la cantidad que se tenía que abonar para la operación. Esto iniciará un complejo de dinámicas en el que la venganza se situará como hilo conector de cada uno de los hechos.

A pesar de que Sympathy for Mr. Vengeance no tarda demasiado en entregarse a una debacle sangrienta de venganzas y justicias, considero de especial importancia hacer hincapié en aquello que lo inicia todo: un silencio institucional que es incapaz de dar soluciones a aquellos que más las necesitan. Algo que, en una situación como la que se nos presenta, se ve notablemente agravado por la dinámica económica que plantea. Ryu, incapaz de encontrar alternativas a través de los métodos legales, decide tomar las riendas de la situación y tratar de resolver las cosas a su manera a través de la ilegalidad. El desespero que demuestra a través de sus acciones no supone otra cosa que un poso de patetismo sobre el que el espectador puede dibujarse y tratar de empatizar con la situación. Algo similar sucedía en una serie tan celebrada como Breaking Bad (AMC, 2008-2013), al proponernos un inicio en el que podíamos hacer poco más que simpatizar con la injusticia del caso de Walter White. Sin embargo, y esto es algo que une esta serie con la película de la que aquí hablamos, la cosa no tarda en dar un volantazo hacia la izquierda, algo que puede provocar una pérdida del foco central de la situación. Así como en ningún caso podríamos entender a Walter “Heisenberg” White como algo distinto a una creación monstruosa del sistema médico estadounidense, tampoco podríamos agenciar por completo la culpabilidad de todo a alguien que, como Ryu, ha tratado de salvar a un ser querido a través de vías no recomendables.

Aunque el problema social ya está planteado per se en ese silencio institucional que comentábamos, el aprieto interpersonal no llega hasta que añadimos a Dong-jin a la ecuación. Esto es, básicamente, porque, hasta un momento dado, los principales afectados son Ryu y su hermana, y aquello que está llevando a cabo Ryu para ponerle solución al tema —es decir, involucrarse con el mercado negro de venta de órganos— es una cruzada propia e intransferible. Pero desde el momento en el que traspasas esa responsabilidad a otra persona, como es Dong-jin, al problema le crecen patas que uno nunca llegaría a pensar que pudiera tener. La venganza en el caso de Sympathy for Mr. Vengeance es doble: la que lleva a cabo Ryu para con aquellos que lo estafaron —personas localizadas y no blindadas por una armadura de protección social, cosa que no pasa en el caso institucional: ¿hasta qué punto hay una trasposición simbólica de uno en el otro?— y la perpetrada por Dong-jin contra el propio Ryu. Si bien la primera se lleva por un camino clásico, donde la sangre y la catarsis son protagonistas, la de Dong-jin goza de la incógnita posmoderna de la búsqueda del sentido. ¿Entiende la gente que, dadas las circunstancias, haya tenido que llegar a ese punto? ¿Hasta qué punto es justificable? Al final, tras matar a Ryu, Dong-jin muere asesinado por los amigos anarquistas de Cha Yeong-mi —otra venganza—, dejando al aire la pregunta para que sea el propio espectador quien se encargue de darle sentido en su propia manera de ver el mundo. Aun así, y de alguna manera, estas mismas cuestiones serán tratadas de forma más concreta en la próxima entrada de la trilogía de la venganza: Oldboy (2003).

(In)satisfacciones: Oldboy (2003) y la ontología del vengador

Con Oldboy, Chan-wook no quiso complicarse más allá de los aspectos formales. Mientras que en Sympathy for Mr. Vengeance, al final se nos revelaba que, realmente, la venganza se había efectuado a tres bandas —Ryu, Dong-jin y los anarquistas—, en esta aclamada obra maestra del cine surcoreano los elementos participantes en la ecuación son dos: Oh Dae-su (Choi Min-sik) y Lee Woo-jin (Yoo Ji-tae). También se deslinda el director de cualquier pretexto de crítica social para embarcarse en un tratamiento mucho más profundo del concepto de la venganza en sí, sin contingencias de cariz político, social o económico de por medio. Todo lo que sea necesario para contarnos el encarcelamiento durante 15 años de Dae-su —una versión muy surcoreana del conde de Montecristo— a manos de Woo-jin y el posterior idilio amoroso de aquel con Mi-do (Kang Hye-jung), una chef de sushi que traerá consigo más penas que alegrías.

A pesar de que, como decíamos, Chan-wook haya economizado sus preocupaciones y se centre con Oldboy en la esencia misma del hecho vengativo, eso no quiere decir que en los confines de esta película no se permita jugar con elementos estructurales. Durante la primera mitad de la película, el director solamente nos hace partícipes del periplo de Dae-su, a quien podemos considerar un majadero de enciclopedia, pero al colocarse como centro absoluto de la experiencia emocional de la historia y al ser el espectador testigo de su circunstancia, uno termina por empatizar con él. De esta manera, acompañamos a Dae-su a través de las varias puertas simbólicas que lo llevan cada vez más cerca de la verdad hasta que, finalmente, en medio de la historia —con un giro de los acontecimientos que uno puede juzgar, sin enfrentar demasiados reproches, como repentino y fullero— se nos perfila el misterioso personaje de Lee Woo-jin, una suerte de figura que había guiado a Dae-su durante toda la película, pero que nunca se había manifestado plenamente de forma personal. Conocemos que Dae-su, de adolescente, fue testigo de un acto de incesto entre Woo-jin y su hermana Lee Soo-ah, y habría revelado a algunos compañeros aquello que vio. Con esto en mente y tras sufrir un caso de embarazo psicológico, Soo-ah decide acabar con su vida. Lo que queda es historia: un Woo-jin cargado de desconsuelo y aflicción que hará lo posible para vengar a su hermana.

Para cuando se nos revela toda esta información, la venganza de Woo-jin ya se ha efectuado de forma prácticamente plena. ¿Cuáles han sido los pasos? Mantener a Dae-su preso durante 15 años no ha sido un mero capricho de poder: es el tiempo indicado para que la hija de Dae-su creciera lo suficiente como para comenzar a hacer su vida de forma independiente. En efecto, Mi-do, la chica de la que se enamora en la película —situación que, como se nos revela, no es más que la fruición de los efectos de un proceso de hipnosis llevado a cabo durante la reclusión de Dae-su—, es su hija. A estas alturas, ya han mantenido relaciones sexuales, objetivo principal de la venganza de Woo-jin: que lleve a cabo ese mismo acto que Dae-sun, en su juventud, consideró tan escandaloso como para esparcirlo nerviosamente por todo el instituto. Con esto, Woo-jin tiene la suficiente fuerza como para arruinarle la vida tanto a Dae-sun como a Mi-do. Sin embargo, no todo es tan sencillo como parece, y tras la revelación pesa sobre la cabeza de Woo-jin una bruma de decepción. Aquello por lo que ha trabajado tanto durante todos estos años ha tocado su fin dejando un notable vacío. Al hacer de su ansia vengativa la razón primera de su existencia, Woo-jin se encuentra enfrentándose al vacío de un futuro sin motivos de ser vivido. Tras dejar a un Dae-sun derrotado, perplejo y asqueado en la habitación donde todo se ha revelado, Woo-jin toma el ascensor. Se abren las compuertas, se escucha un disparo y el cuerpo de Woo-jin, impulsado por la acción de una bala estrellándose contra su cráneo, invade la escena. Se ha suicidado.

La inmediatez con la que sucedían las cosas en Sympathy for Mr. Vengeance no permitía un estudio plenamente sesudo de la idea de venganza. En su lugar, lo que encontrábamos era el shock de haberse visto presa de arrebatos de esa naturaleza y la posterior duda acerca de la justificación de esos actos. La acción de Oldboy se construye a lo largo de décadas enteras, tiempo suficiente para que el hecho vengativo se posicione en el centro absoluto de la existencia de uno. Cuando le restas espacio a otros elementos del día a día para que tus ansias vengativas puedan acomodarse adecuadamente, terminas por entender que cada paso que das va hacia un fin concreto. Pero ¿y una vez ha llegado ese fin? Como le sucede a Woo-jin, solo queda el vacío. Chan-wook deconstruye la figura del vengador para colocarlo en una línea profundamente trágica. La consecución de la venganza ya no es algo que incremente de forma exponencial la satisfacción catártica del vengador, sino que le hunde más en la miseria y le fuerza un autorreconocimiento tristemente revelador. El director no priva al espectador de la purificación argumental —al fin y al cabo, terminamos por hallar respuesta a todas aquellas incógnitas que surgen a lo largo del visionado—, pero va más allá para señalarnos que una sonrisa puede no ser un final plausible para una historia de venganza.

Tofu y fantasmas: Lady Vengeance (2005) y la redención imaginaria

Sympathy for Lady Vengeance : cerise sur le gâteau ? - Cinépsis

A estas alturas, ya debemos dar por sabido que para una venganza, además de los motivos, necesitas un objetivo. En Sympathy for Mr. Vengeance, hemos visto que la semiótica propia de la venganza se les aparece de forma tan repentina y desasosegada que la consecución de ese objetivo se hace en clave de perplejidad. Con Oldboy, las cosas acogen un tinte más lúgubre al convertir ese objetivo en una suerte de demonio que te posee y, una vez te deja libre, te encuentras ante la amarga tesitura de no tener más razones por las que vivir. Pero ese objetivo, simultáneamente, también puede aparecer construido de forma aparentemente positiva: una redención. Has obrado mal en el pasado, has pagado una penitencia y, ahora, quieres equilibrar las cosas para tratar de exorcizar aquellos fantasmas que vagan libremente por tu conciencia. En base a esto, Chan-wook configura la tercera y última película de tan curiosa saga: Lady Vengeance (2005). ¿La historia? Dice así: Lee Geum-ja (Lee Young-ae) sale de prisión tras prácticamente una década de condena penitenciaria por el secuestro y asesinato de un niño de 5 años. Posteriormente, conoceremos que el asesinato no fue cosa suya —pero el secuestro sí—, sino que fue llevado a cabo por el señor Baek (interpretado por Choi Min-sik, que hace doblete con Chan-wook tras Oldboy). Tras engañar a todas sus compañeras de celda y a los miembros de la institución penitenciaria con su comportamiento angelical, Geum-ja deja la prisión con el único objetivo de buscar y hacer pagar por sus hechos al verdadero asesino del niño, quien ha seguido secuestrando, abusando y matando criaturas desde entonces.

Chan-wook es generoso con el proceso. Nos enseña a una mujer en una misión: la de vengarse, y para ello nos permite asistir a un procedimiento que, estructuralmente, ocupa gran parte de las casi dos horas que dura la cinta. Durante este tiempo, vemos que Geum-ja es, realmente, una suerte de justiciera que no toma por buenos los excesos de algunas de sus compañeras de celda, como Ma-nyeo (Go Soo-hee), una mujer que se propasa con otras reclusas y las obliga a satisfacerla sexualmente en los baños. Esta dinámica, la de Geum-ja como justiciera, queda demostrada cuando sale de prisión e inicia su peregrinaje vengativo contra el señor Baek. Tras hacerlo prisionero y encontrar, con ayuda de la policía, vídeos snuff en los que aquel aparece maltratando y asesinado niños, Geum-ja comienza a buscar a las familias afligidas por la pérdida de las criaturas y las congrega en el sitio donde tiene al señor Baek secuestrado, esto es, un instituto abandonado. Allí, Geum-ja les explica el proceso que llevarán a cabo: cada uno de los congregados tendrá la oportunidad de vengarse del señor Baek. Hay un arsenal de armas blancas de las que pueden disponer para dar rienda suelta a sus ansias vengativas. Y así sucede, dejando que la última persona en vengarse le aseste el golpe mortal. Finalmente, entierran el cadáver del señor Baek en el bosque. La presencia de la policía favorecerá que esta situación no tenga más trascendencia persecutorio y jurídica.

La consecución de la venganza se ha llevado a cabo. Las presencias fantasmagóricas que Geum-ja admitía en su conciencia deben haberse disipado, pues se ha llevado a cabo una transacción simbólica: ella ha hecho pagar al verdadero perpetrador del crimen y, por tanto, debería tener la conciencia tranquila. Sin embargo, en una escena posterior a la reunión que llevan a cabo en una pastelería los familiares de los niños asesinados por el señor Baek, a Geum-ja se le aparece el fantasma o, como mínimo, la representación físico-simbólica del niño asesinado —primero, en calidad de niño; luego, como adulto, interpretado por Yoo Ji-tae— por el que fue a prisión. Greum-ja va a decirle algo, quizá una disculpa o una apreciación del trabajo realizado, pero antes de que empiece, la aparición le coloca una mordaza de bola para evitar que siga hablando. Con este gesto, está impidiendo que la conciencia superficialmente redimida de Greum-ja se crezca en importancia. Quizá todo aquello que ha hecho, ha sido con el fin de eximirse de sus pecados, pero el hecho sigue estando allí: ella secuestró al niño y este sigue estando muerto. La escena final nos muestra a Geum-ja hundiendo su rostro en una pieza de tofu que le ha traído Jenny (Kwon Yea-young), su hija, gesto tradicional en Corea del Sur para aquellos que salen de prisión y quieren llevar una vida de pureza. El camino de la redención no es tan sencillo como podría parecer, incluso si en el camino se ha efectuado un laborioso pago de sangre.


LIPOVETSKY, Gilles. 1986. La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo. Barcelona: Anagrama.

 
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Sobre Koreeda (XV): «Broker» (2022) o aquello que aprendimos en el viaje http://www.rirca.es/sobre-koreeda-xv-broker-2022-o-aquello-que-aprendimos-en-el-viaje/ http://www.rirca.es/sobre-koreeda-xv-broker-2022-o-aquello-que-aprendimos-en-el-viaje/#respond Sat, 24 Feb 2024 23:00:45 +0000 https://www.rirca.es/?p=32416 Pareciera que Koreeda todavía no estuviera listo, cinematográficamente hablando, para volver a su Japón natal tras finalizar la producción de The Truth en 2019. En 2020, tras haberse encontrado con las tres piezas actorales —Song Kang-ho, Gang Dong-won y Bae Doona, con la que ya había trabajado en Air Doll (2009)— que participarían en calidad de protagonistas en su película, nuestro director se embarcaría en una nueva aventura argumental de la mano del sistema de adopciones surcoreano con Broker (2022). Más allá de que la producción sea surcoreana, la decisión por parte de Koreeda de tratar un tema como este no debería cogernos desprevenidos. No solo es una reincidencia del director en su ya prototípico universo de la infancia, sino que este producto también responde a una evolución orgánica de los intereses que comenzó a cultivar desde algo como Like Father, Like Son (2013) y que supondrían un elemento capital en su celebérrima Shoplifters (2018). Al fin y al cabo, como ya hemos repetido cuantiosas veces en el ciclo que aquí nos ocupa, Koreeda lleva manteniéndose fiel a sus temas desde el comienzo de su filmografía, presentando variaciones de las mismas motivaciones en cada una de sus películas. Imbuye su filmografía con una sensación cohesiva y coherente, como una suerte de sistema de pensamiento que progresa adecuadamente con el tiempo y que se va haciendo más grande a medida que uno explora las circunstancias específicas de los seres humanos.

Con Broker, el director tokiota nos lleva a Corea del Sur con el fin de contarnos el periplo que Ha Sang-hyeon (Song Kang-ho), Dong-soo (Gang Dong-won) y Moon So-young (Lee Ji-eun) llevan a cabo para encontrar a los padres perfectos que puedan permitirse comprar un bebé. Los dos primeros son dos traficantes que se dedican a coger bebés abandonados para venderlos en el mercado negro a padres que puedan permitirse pagar una cantidad relativamente elevada —diez millones de wones surcoreanos en el caso de los niños y ocho en el de las niñas—, y la última es la madre de uno de estos niños abandonados que, arrepentida de haber abandonado a su hijo a merced del sistema de adopciones y orfanatos surcoreano, decide acompañarlos para asegurarse de que el bebé termina en las mejores manos posibles. Sin embargo, estas tres figuras están seguidas muy de cerca por Soo-jin (Bae Doona) y la detective Lee (Lee Joo-young), dos investigadoras de la sección policial del servicio de menores y mujeres que buscan terminarle el chiringuito a la asociación de Sang-hyeon y Dong-soo. La historia, en tanto que está construida en clave de road movie, nos llevará por múltiples derroteros que dejarán profundas improntas en la psicología de nuestros protagonistas y propiciarán un cambio en sus ideas y sensibilidades. Como siempre, y a modo de comentario de rigor, en esta discusión de Broker abundan los spoilers.

El viaje supone el centro estructural principal que Koreeda utilizará para vehicular la evolución y el reconocimiento mutuo de sus personajes.

El paisaje con el que Koreeda inicia su película se fundamenta sobre una base expresiva básica y prototípica. Vemos una figura encapuchada caminar bajo una lluvia que, inclemente, parece caer directamente desde el cielo nocturno. Es suficiente información para señalarnos que, sea lo que sea que esté sucediendo o vaya a suceder, muy probablemente no responda a motivaciones felices. Y, en efecto, no lo hace. La figura encapuchada, que más tarde conoceremos que es la propia Moon So-young, se para delante de una baby box de una iglesia comunitaria para dejar en el suelo a un bebé prácticamente recién nacido. Tras marcharse, aparece la imagen de la detective Soon-jin desde su coche, acompañada por la detective Lee. “No tengas un bebé si vas a abandonarlo”, sentencia de forma taxativa la policía, y acto seguido sale del coche para ir hasta donde está el bebé e introducirlo debidamente en la baby box que Moon So-young había decidido no utilizar. Una vez dentro de la caja, el niño es recogido por los dos traficantes Sang-hyeon y Dong-soo.

Con esta primera escena, Koreeda ya coloca de forma inteligente la base sobre la que va a construir el resto de su película. Siendo como es un director talentosamente versado en la configuración de argumentos sobre la empatía y la familiaridad, el espectador avezado en el cine del tokiota se dará cuenta de que lo que está haciendo realmente es plantear varios interrogantes. El primero, por supuesto, tiene que ver con el motivo del abandono del bebé. Koreeda nos enseña la cara, aunque sea parcialmente, de la mujer que abandona al niño. Este detalle no es baladí, pues la madre, Moon So-young, pasará a formar parte del cuerpo de protagonistas de la película y, así, se podrá explorará la psicología del personaje y tratar de esbozar las razones detrás de la acción. La segunda pregunta, quizá algo más sutil, tiene que ver con la increpación de la detective Soon-jin al manifestar, de forma sentenciosa, el juicio que recogíamos en el anterior párrafo. ¿A qué viene esa falta de empatía para con esa mujer? Los mundos cuadriculados de las personas no son más que un síntoma orgánico de la distancia. Alguien que lidia con estas realidades de forma prácticamente diaria no puede permitirse una sentencia tan cínica y taxativa como la que formula Soon-jin. Ambas preguntas, en este sentido, son pequeñas semillas que Koreeda planta con el fin de regarlas a medida que avance la película y, con suerte, poder disfrutar de las respuestas que brotarán de ellas.

La naturaleza de la historia y de la filosofía que lleva adherida nos exigen un ejercicio de empatía que, en este caso, puede resultar bastante arduo: ¿hasta qué punto estamos dispuestos a simpatizar con dos personajes que tienen como motor identitario principal el tráfico de bebés?

Con la revelación de la trama del tráfico, realmente, hay una tercera pregunta, pero esta no pasa a formar parte de la base emocional de la película de manera orgánica. En realidad, esta tercera pregunta —que evidentemente podría concretarse en un ingenuo “¿por qué Sang-hyeon y Dong-soo trafican con bebés?”— pasa a formar parte del trasfondo sociopolítico que, en un primer momento, motivaría a Koreeda a producir esta película. La infraestructura sociocultural de Corea del Sur parece no estar del todo preparada para la gestión competente de sistemas de adopción y orfanatos. Se considera algo francamente deshonroso el abandonar un bebé, punto de vista que perfectamente podría resumirse en esa frase que formula la detective Soo-jin y que recuperábamos con anterioridad. Esto es algo que se muestra de forma bastante cristalina en Broker. So-young decide abandonar a su bebé porque no puede permitirse criarlo como madre soltera tanto por una cuestión de recursos como de estigma social. A esto sumémosle la presión de terceros para que abortara el niño —hay una trama francamente secundaria en la que la esposa del padre del bebé exigió a través de un pago que So-young se deshiciera del feto— y el hecho de que se dedicaba a la prostitución. Aquí entraría la pregunta de qué pasaría con el niño abandonado. La respuesta no es demasiado optimista, pues algo de lo que se ocupa en formular Koreeda a través de esta película es la poca atención gubernamental y presupuestaria que se le presta a los orfanatos de todo el país, llegando a experimentar generosos recortes que les obliga a hacerse cargo de cada vez menos niños. Simultáneamente, el mundo de las adopciones rápidamente comienza a tratarse como una suerte de mercado en el que el valor del niño o de la niña depende de algunos factores, siendo dos de ellos el atractivo y la edad. Difícilmente un niño de siete u ocho años va a conseguir ser adoptado por una familia que busque activamente un hijo, más que nada porque prefieren criarlo desde pequeño e incluso, si es posible, hacer que pasen como hijos biológicos. Visto el panorama, el futuro del hijo de So-young en manos del sistema surcoreano no parecía apuntar a estrellas demasiado brillantes.

A través de este fondo sociopolítico y cultural, tanto Sang-hyeon como Dang-soo justifican su labor como traficantes de bebés: una forma de agilizar el proceso sin intermediarios burocráticos que solo busquen poner pegas y dificultar la adopción y también librar a los niños de los efectos nocivos del sistema de orfanatos surcoreano. Esta forma de pensar viene correspondida por la propia experiencia de Dang-soo al haber sido una persona que se ha criado en orfanatos y que nunca ha sido adoptada por nadie. Esta dinámica se entrelaza felizmente con los deseos de So-young de buscarle al niño a los mejores padres posibles, razón principal por que la desde un primer momento ha decidido embarcarse con los dos traficantes en un viaje que los llevará por varias ciudades surcoreanas. Sin embargo, estas no son todas las razones por las que trafican con niños, especialmente en el caso de Sang-hyeon. Este personaje está metido en lo que podríamos llamar en román paladino como un lío de narices al deberle a unos gánsteres una suma relativamente grande de dinero. Por supuesto, por su propio bienestar, le urge ingresar de forma rápida y sencilla una suma lo suficientemente cuantiosa para poder satisfacer las exigencias de los extorsionadores. Vemos, por lo tanto, que no todo lo que reluce es oro y que detrás del sistema de justiciero social que Sang-hyeon coloca como superficie se esconden algunas motivaciones algo más turbias que no resultan para nada ideales.

La agente Soo-jin (Bae Doona) es, quizá, el personaje que de forma más evidente demuestra un arco de personaje cambiante a lo largo de toda la película.

Claro está, y a merced de lo que comentaba en el anterior segmento, que no estamos ante una película de cualquier director. Como ya tendremos bien aprendido después de quince películas reseñadas, el trabajo de Koreeda nunca termina de quedar completo sin sus debidos ejercicios de simpatía, y en base a esto construye unos personajes de personalidad plástica que terminan con una visión del mundo que varía notablemente de la que tenían para cuando empezaban el viaje. Sang-hyeon y Dang-soo se encariñan, no solo del bebé con el que están traficando, sino también de la madre, So-young, remarcando el ya a estas alturas arquetípico modelo de la familia encontrada que de forma tan reiterada plantea Koreeda en sus películas. A su vez, la agente Soo-jin, la que tiene el placer de formular sonoramente la primera frase de toda la película —recordemos: “No tengas un bebé si vas a abandonarlo”—, recorre todo un arco de personaje que la llevan desde la antipatía cuadriculada al abrazo empático de aquellas personas que, por una circunstancia u otra, se ven obligadas a abandonar a sus hijos. Sin embargo, en Broker sucede algo que en otras películas de Koreeda no sucede, quizá con excepción de The Third Murder (2017). ¿Le es al espectador tan sencillo empatizar con Sang-hyeon y Dang-soo? Uno puede argumentar que la llegada de So-young los “humaniza” al exigirles una cura exhaustiva de aquellos padres que se merecen criar a un niño y aquellos que no, pero incluso así, ¿acaso no siguen traficando con bebés, a pesar de todo? Nuestra simpatía y cariño hacia estos personajes depende exclusivamente de la lectura que hagamos de las circunstancias sociopolíticas de Corea del Sur, que desde una perspectiva occidental puede llegar a verse como atrasada. Al fin y al cabo, elementos como Sang-hyeon y Dang-soo no debería existir en ninguna circunstancia, pero en el marco de un sistema de adopciones y orfanatos precario como es el que presenta el país, su cabida parece encontrarse algo más justificada. Como señalaba, el grado de empatía que uno construya con estos personajes dependerá exclusivamente de la lectura que uno haga de la situación, de forma que es natural que este sentimiento pueda no presentarse de forma tan orgánica como sí lo hacía en anteriores películas de Koreeda.

Koreeda firma con Broker una película extraña, colmada de todos los motivos que hacen de su cine algo francamente especial e intransferible, pero también irradiada por algunos temas que de bien seguro pueden provocar algún levantamiento de ceja. Es, simultáneamente, su película más cómoda a nivel estructural al casi parecer que se ha dejado llevar por los tipificados dramas coreanos para construirla. No ayuda, tampoco, que haya tramas secundarias que distraigan la atención del núcleo principal, provocando que las más de dos horas que dura puedan equipararse —y así lo han hecho muchos medios de crítica cinematográfica— a un enredo de las cosas innecesario. Koreeda funciona mejor cuando aquello que quiere contar lo hace a través de caracteres totalmente identificados que no se deslindan de su marco de forma demasiado notable. Puede manejar varios personajes de forma simultánea siempre y cuando estos compartan una idiosincrasia o un fin determinado, como bien demuestran cosas como After Life (1998), Distance (2001) o Still Walking (2008). Hay algo bizarro en lo que ha terminado siendo Broker, hecho que sin duda la coloca en una posición algo incómoda dentro de la filmografía de su director, pero tampoco creo que sea lo suficientemente grave como para que no merezca la pena su visionado. Considero que hay suficiente calidad expresiva y argumental como para que uno, como mínimo, intente entrar en este lío de afecciones, empatías y cuestiones sociopolíticas.

 
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Los Shakespeare de Laurence Olivier: «Henry V» (1944), «Hamlet» (1948) y «Richard III» (1955) http://www.rirca.es/los-shakespeare-de-laurence-olivier-henry-v-1944-hamlet-1948-y-richard-iii-1955/ http://www.rirca.es/los-shakespeare-de-laurence-olivier-henry-v-1944-hamlet-1948-y-richard-iii-1955/#respond Tue, 20 Feb 2024 23:00:08 +0000 https://www.rirca.es/?p=32466 Si el cine lleva inserto en su ADN las proteínas del teatro, es francamente posible que en esas mismas estructuras proteínicas haya mucho de William Shakespeare. Del bardo inglés no podemos decir que fuera el padre de la tragedia, el drama o la comedia, así como de nuestro Cervantes tampoco podemos decir que fuera el padre de la novela en tanto que género. Sin embargo, y aquí es donde ambas figuras disfrutan de parentesco cultural, sí que podemos afirmar sin demasiado miedo a equivocarnos que, tanto uno como otro, aportaron a sus respectivos géneros un tan complejo como rico baño de modernidad que todavía a día de hoy sigue fascinando. Quien lea hoy el Don Quijote de la Mancha de Cervantes con un mínimo de atención, va a quedar más que satisfecho al aprender que bajo la aparentemente sencilla motivación de la acción echan raíces cuestiones de una profundidad tal que sigue invitando a los académicos a llevar a cabo lecturas de varia naturaleza. Y, por supuesto, quien se acerque a prácticamente cualquier obra teatral de Shakespeare —y podríamos incluir aquí sus sonetos, tan románticos y punzantes hoy como en su época—, que es uno de los dos nombres que nos interesa realmente en esta entrada, se sorprenderá al ver en la locura de un Macbeth, en la desazón existencial de un Hamlet o en las inseguridades de un Ricardo II algo con lo que conectar o, en su defecto, maravillarse.

Con la aparición del cinematógrafo a finales de XIX, era cuestión de tiempo que a alguien se le ocurriera filmar una representación de las obras del bardo o, directamente, traducir la sintaxis teatral a los códigos específicos del séptimo arte. Haría falta entrar en el nuevo siglo —con permiso del King John de William Kennedy Dickson y Walter Pfeffer Dando, rodada en 1899— para encontrar, de forma francamente pronta, una representación de, por ejemplo, un Hamlet como el de Clément Maurice (1900) —quien también rodó, en el mismo año, una versión de Romeo & Juliet—, un Othello como el de Mario Caserini y Gaston Velle (1906) o un Macbeth como el de J. Stuart Blackton (1908). La presteza con la que se llevaron a cabo estas y otras tantas adaptaciones de Shakespare viene a probar esa tesis con la que iniciábamos la entrada: el cine, en tanto que fundamentado en gran parte en el teatro, también le debe mucho a William Shakespeare.

Sin embargo, no sería hasta más o menos mitad de siglo que comenzaríamos a encontrar representaciones de las obras del bardo, no solo enmarcadas en los confines longitudinales del largometraje, sino preocupadas por una presentación de la pieza en base a unos intereses específicos y a unas inquietudes estéticas determinadas. Son algunos los que, en el período referido, se entregaron a la aventura de aunar la esencia renacentista isabelina de Shakespeare con pulsiones más modernas —a uno se le puede venir a la cabeza un siempre estupendo Orson Welles, que adaptó Macbeth (1948) y Othello (1951) de forma prístina y evidente, y fragmentos de las dos partes del Henry IV, el Richard II, el Henry V y el The Merry Wives of Windsor en Chimes at Midnight (1966)—, pero quizá ninguno lo hiciera con tantísimo conocimiento de causa y gusto como Laurence Olivier. Quien ya estuviera más que consagrado tanto en el teatro como en el cine para cuando se aventurara en la dirección y producción de su primera película —de la que hablaremos en esta misma entrada, pues es Henry V (1944)—, aparece en los libros como uno de los traductores más finos y elegantes de algunas de las obras del bardo a la gran pantalla. En esta entrada queremos revalorar su trabajo y rendirle tributo a través de un sucinto, pero esperemos que interesante, análisis de sus tres adaptaciones de Shakespeare a la gran pantalla en calidad de director, productor y actor protagonista: Henry V (1944), Hamlet (1948) y Richard III (1955).

Entre dos mundos: Henry V (1944) y la traducción del teatro al cine

Olivier mezcla de forma magistral la representación teatral de la obra con los recursos técnicos propios del cine.
Olivier mezcla de forma magistral la representación teatral de la obra con los recursos técnicos propios del cine.

La primera película de Olivier como director funciona como una adaptación bastante particular del Henry V (1599), obra que se cuenta entre los dramas históricos de Shakespeare, el género que con menor insistencia cultivó. Sin embargo, no por ello debamos considerar estos dramas históricos como algo secundario en la producción shakesperiana, pues su fuerza y calidad a la hora de poner sobre las tablas los grandes hechos que conforman los eventos históricos es prácticamente innegable. Esta obra en cuestión nos lleva a la Inglaterra de comienzos del siglo XV. Enrique V, protagonista absoluto, motivado por ambiciones expansionistas, busca añadir a su nómina imperial el país de Francia, gobernado por Luís, el Delfín. Ante la negativa de este último, nuestro protagonista decide comenzar una campaña ofensiva contra los franceses —la que será conocida como la batalla de Azincourt (1415), uno de los eventos históricos más conocidos dentro del marco de la Guerra de los Cien Años (1337-1453)— con el fin de satisfacer sus deseos de ensanchamiento y hacer de Inglaterra un país con mucha presencia en Francia. El resto, como es de entender, es historia: la batalla de Azincourt le daría la victoria al ejército inglés, que contaba con una unidad de arqueros muy superior cualitativamente a la caballería francesa, y Enrique V se cercioraría de la presencia inglesa en Francia al casarse con la princesa Catalina de Valois y siendo adoptado por Luis de Francia como el futuro ocupante del trono.

Olivier sabe explotar este drama histórico de proporciones épicas de forma francamente encomiable, pero no es lo que hace de su Henry V algo digno de mención en la historia del cine. Allí donde su director demuestra un dominio ejemplar, ya no solo de las obras del bardo, sino de la relación entre medios es en cómo la película comienza siendo una suerte de obra de teatro filmada —público incluido— y, poco a poco, nos va cambiando la gramática propia de lo teatral para ir mezclándola de forma cada vez más notoria con la esfera cinematográfica. En román paladino, Olivier está llevando a cabo, prácticamente en riguroso directo, un fenómeno de adaptación al traducir la estética teatral al argot naturalizado del cine. Lejos de ser esto un capricho estilístico gratuito por parte del director, Olivier nos indica con esto que reconoce los intríngulis propios del teatro y del cine, y, simultáneamente, remarca la suspensión de la credibilidad que señala el Coro en su primera aparición:

«Pero todos vosotros, nobles, espectadores, perdonad al genio sin llama que ha osado llevar a estos indignos tablados un tema tan grande. Este circo de gallos, ¿puede contener los vastos campos de Francia? O ¿podríamos en esta O de madera hacer entrar solamente los casos que asustaron al cielo en Agincourt? ¡Oh!, perdón, ya que una reducida figura ha de representaros un millón en tan pequeño espacio, y permitidme que contemos como cifras de ese gran número las que forje la fuerza de vuestra imaginación. Suponed que dentro de este recinto de murallas están encerradas dos poderosas monarquías, a las cuales el peligroso y estrecho océano separa las frentes, que se amenazan y se disponen a chocar. Suplid mi insuficiencia con vuestros pensamientos»

Los que asistan a una representación del Henry V tendrán que depender de su propia capacidad de fabulación para hacer ver que esto que sucede sobre las tablas es, en realidad, diez veces más grande de lo que a simple vista parece. En el cine, esa misma cuestión se resuelve favorablemente en clave épica al permitir un planteamiento mucho más vasto y, en lugar de pedir al espectador que se lo imagine, más bien se lo ofrece. Curiosamente, con esta traslación que lleva a cabo Olivier de la obra de teatro, parece estar proponiendo el medio cinematográfico como una esfera que ensancha las posibilidades expresivas de este trabajo en particular al introducir al espectador en un universo en el que no tiene que hipertrofiar el músculo imaginativo para rellenar los huecos que, de forma inevitable, se presentan en una representación teatral. Si seguimos esta lógica, no es baladí que Olivier, excelente actor tanto sobre el escenario como en la silver screen, escogiera este Henry V como su primera incursión shakesperiana en calidad de director, productor y actor principal, en tanto que se manifiesta como el ejemplo perfecto para recortar las distancias entre el teatro y el cine, y, a la vez, enaltecer el séptimo arte como un medio de grandes posibilidades expresivas todavía por descubrir.

Perdido en la niebla: Hamlet (1948) y los laberintos de Elsinore

El director se sirve de la estética gótica y romántica para dibujar una versión de la gran obra de Shakespeare con un notable componente expresionista.
El director se sirve de la estética gótica y romántica para dibujar una versión de la gran obra de Shakespeare con un notable componente expresionista.

¿Hace falta explicar la historia del Hamlet de Shakespeare? Dudo que haya alguien que a estas alturas del juego no sepa algo, por nimio que sea, del galimatías existencial del príncipe eterno y de las consecuencias que ello trae para todos aquellos que habitan las inmediaciones del castillo de Elsinore. Esto ya no es solo producto de la popularidad escénica de la obra, sino también su innegable omnipresencia en los currículos académicos a la hora de estudiar literatura extranjera o universal. La segunda adaptación cinematográfica de las obras del bardo que lleva a cabo Olivier busca engrosar el número de representaciones llevadas a cabo del Hamlet, solo que esta vez el medio de expresión no será sobre un escenario, sino en la gran pantalla. Como en el caso de Henry V, la gramática esencial del teatro tendrá que reestructurarse para encajar en las demandas del séptimo arte, pero tampoco por ello debemos esperar un proceso de traslación in situ como el llevada a cabo en la anterior película de Olivier. Al fin y al cabo, ya hizo lo propio con Henry V, ¿por qué repetirse? En su lugar, su Hamlet puede pasar enteramente como una película de facto en la que la teatralidad —entendida como una limitación de la acción y un juego con el espectador— no resulta la principal de las preocupaciones para el inglés.

De hecho, parece que con su Hamlet Olivier está intentado aprovechar al máximo la capacidad expresiva del cine en tanto que habilitador de espacios que no solo pueden tender a la épica, sino también al onirismo. Si Henry V juntaba la lingüística del medio teatral y cinematográfico, Hamlet hace lo mismo con varias épocas de forma simultánea: un texto renacentista isabelino visto desde una perspectiva romántica y gótica que no duda en beneficiarse de momentos estéticos que recuerdan al expresionismo y, curiosamente, al cine noir. Todo ello busca la explotación laberíntica de un castillo de Elsinore levantado entre la niebla —¿o es que, dada su altura, eso son nubes?— conformado prácticamente de forma íntegra por escaleras que no parecen llevar a ninguna parte. Es una forma excelente de crear un enlace entre la psicología de un desgraciado y confuso Hamlet, y el espacio que sus devaneos ocupan. A través de un ejercicio magistral de filigranas y voces interiores, el interrogante principal que ronda la mente de nuestro príncipe y que escopetea el que sea quizá el monólogo más célebre de la historia del teatro parece evocar a ese romántico caminante de la obra maestra de Caspar David Friedrich, solo que en lugar de estudiar las nubes como un velo que cubre los misterios de la creación, en el caso de Hamlet se investiga el absurdo existencial y la frágil membrana que separa la vida de la muerte para una mente perturbada. El mundo físico parece estar al servicio de la subjetividad del príncipe en esta magnífica adaptación de Olivier, hecho —junto a tantos otros— que la posiciona como una de las mejores adaptaciones al medio cinematográfico de cualquier obra literaria y, simultáneamente —y para un servidor—, como la mejor adaptación que llevó a cabo Olivier en el marco de su trilogía.

Un invierno desventurado: Richard III (1955) y un colofón algo desmerecedor

El vibrante y llamativo uso del color, elevado por esa memorable pátina del Technicolor, es una de las mejores bazas que tiene Olivier para esta película.

Si entramos en dinámicas y preguntas del tipo: «¿qué obra de Shakespeare podría resonar de forma más candente con la ficción actual a juzgar por su popularidad?«, quizás Richard III no quedaría muy abajo en la clasificación. Basta prestar atención a la popularidad de cosas como Game of Thrones (HBO, 2011-2019) o Succession (HBO, 2019-2023) para entender la buena salud de la que gozan las claves del drama histórico shakesperiano en la actualidad. Y es que, al igual que los Targaryen con el Trono de Hierro en la adaptación televisiva de las populares novelas de George R. Martin o la estirpe Roy con el conglomerado Waystar RoyCo en la creación de Jesse Armstrong, el Ricardo de Richard III solo busca maneras de escalar a través de las espinosas enredaderas de la nobleza y hacerse con el trono inglés. Como es de esperar, sobre todo tratándose del bardo, la historia que le espera al espectador está colmada de maquiavelismos, traiciones, ríos de sangre y guerras multitudinarias que conseguirán que nuestro protagonista, Ricardo, mire espantado a su alrededor rogando: «¡Mi reino por un caballo!«.

Es una verdadera lástima que, a pesar de la popularidad de la que goza temáticamente en el presente, esta tercera iteración shakesperiana de su traductor cinematográfico principal resulte ser, a todas luces, la menos memorable y fina de las que integran la trilogía. En Richard III no tenemos la traslación orgánica del escenario a la película que existe en Henry V o la tan psicológica como física laberíntica de las escaleras y pasillos del castillo de Elsinore de Hamlet. En su lugar, Richard III parece haberse concebido desde un registro un tanto más convencional, sin grandes aspavientos que pretendan resaltar una marcada estética o un acercamiento filosófico determinado a la idea de llevar las creaciones de Shakespeare al medio cinematográfico. No es que Olivier se haya olvidado por completo de la sintaxis teatral. De hecho, la película está repleta de apartes en los que Ricardo mira directamente a cámara y nos hace partícipes de su vena conspiracionista homicida. Sin embargo, uno echa de menos esa capacidad expresionista y ese intríngulis transmediático que hace de sus dos anteriores películas shakesperianas piezas tan memorables.

Lo que sí diremos sobre Richard III es que goza de una actuación protagonista tan bizarra como cautivadora. La nasalidad de nuestro jorobado protagonista y esos andares renqueantes le confieren una personalidad basada, en cierta manera, en lo grotesco y monstruoso, cualidades remarcadas por ese hincapié que se hace en la sombra como primer elemento físico que vemos entrar, en muchas ocasiones, antes que el propio personaje. Mucho podría decirse en la actualidad de lo poco considerada que es esta película con aquellos que sufren los mismos males, pero en la época de Shakespeare, tiempo caracterizado por unos cánones de belleza casi tan marcados como los de la actualidad, uno no puede pedir demasiada compasión para el extrarradio. La expresividad de la que Olivier se sirve para enmarcar algunos aspectos de sus personajes, especialmente su protagonista, eleva el texto y puntualiza cada palabra para que llegue exitosamente al espectador. Esto es algo que ya vemos de forma prístina en ese primerísimo y genial monólogo de Ricardo («Ahora el invierno de nuestra desventura, / se ha tornado, un verano radiante…»), cuyo progreso temático y sintáctico resulta correlativo a juegos de luces y sonidos. No es la mejor ni la más interesante, pero eso no quiere decir que entre los confines de Richard III no haya momentos de una calidad bárbara y de una capacidad para la narración encomiable.

 
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«Hirokazu Koreeda» (Miguel Muñoz Garnica, 2022): el humanismo familiar del cineasta http://www.rirca.es/hirokazu-koreeda-miguel-munoz-garnica-2022-el-humanismo-familiar-del-cineasta/ http://www.rirca.es/hirokazu-koreeda-miguel-munoz-garnica-2022-el-humanismo-familiar-del-cineasta/#respond Sun, 28 Jan 2024 23:00:53 +0000 https://www.rirca.es/?p=32070 «La familia, ya sea consanguínea o creada por otros afectos, es solamente un recipiente»

Hirokazu Koreeda

 

Durante el ciclo que le hemos dedicado y que le seguimos dedicando al director nipón Hirokazu Koreeda, no hemos estado del todo solos. A lo largo de las catorce entradas escritas mensualmente, la figura de Miguel Muñoz Garnica nos ha acompañado en cada una de ellas como un apoyo fundamental para la correcta interpretación de los trabajos del tokiota. Licenciado en periodismo por la Universidad de Navarra y doctorado en comunicación audiovisual por la misma institución, su área de trabajo se ha centrado en el análisis fílmico con especialización en el cine japonés. El libro que hoy aquí reseñamos es, en realidad, una adaptación para la editorial Cátedra — fácilmente localizable en el apartado dedicado a cineastas de la colección «Signo e Imagen»— de su tesis doctoral que defendió en 2019 bajo el título «La imagen de la familia en el cine de Hirokazu Koreeda. Un diálogo con la historia del cine japonés». En la entrada que le dedicamos al libro —ahora simplemente llamado Hirokazu Koreeda—, buscamos honrar el valioso trabajo que ha llevado a cabo Muñoz Garnica con esta obra y, simultáneamente, plantear por qué el visionado de la filmografía de Koreeda acompañándose de la debida lectura de este estudio puede ser una experiencia enriquecedora.

Miguel Muñoz Garnica, profesor e investigador de la Universidad Loyola, es quien se encarga de llevar a cabo el minucioso análisis de las películas de Hirokazu Koreeda presentes en este libro.

Muñoz Garnica divide el libro en tres bloques. El primero está destinado eminentemente a la exploración de las raíces de Koreeda y a su correcta localización contextual para facilitar, de esta manera, su estudio y comprensión. Opta por una estructura clásica, pero no por ello menos enriquecedora, al comenzar convenientemente por el nacimiento del director. Sin embargo, como es lógico y entendible, los primeros compases del estudio introductorio de Muñoz Garnica no versan necesariamente sobre Hirokazu Koreeda en sí, sino que buscan dibujar alrededor de él —un él de cualidad futurible, en tanto que se perfilan los tempranos ecos de aquello en los que se convertirá— toda una serie de líneas que van desde datos circunstanciales de cómo era la Japón de la década de 1960, a cuestiones más personales relacionadas con su nacimiento en un contexto obrero y humilde a raíz de las dificultades que tuvieron que experimentar tanto su padre como su madre en el marco de la posguerra en una Japón derrotada y en crisis. La razón principal que justifica las cincuenta páginas que dura esta parte de la obra tiene que ver con cómo Koreeda, en su trabajo de ficción, imbrica elementos autobiográficos con espacios narrativos que, si bien se consideran a todas luces costumbristas al enmarcarse en el familiar mundo del shomin-geki, podríamos caracterizar como parcialmente ficticios. Esto es algo que hemos visto y tratado de forma marcadamente reiterativa a la hora de hablar de sus películas en las entradas que preceden a esta reseña, incluso en aquellos casos —como podría ser Distance (2001)— donde lo autobiográfico pierde su componente felizmente egocéntrico para dar paso al realismo biográfico. La cosa es que, en efecto, y cómo se esfuerza Muñoz Garnica en demostrar, el conocimiento del contexto eminentemente personal del director, por lo menos en el caso que a nosotros nos atañe, resulta de vital importancia para que la profundización en su obra lleve a buen puerto.

Hirokazu Koreeda, protagonista absoluto —junto a sus temas— tanto del ciclo que le hemos dedicado como del libro que aquí reseñamos.

En el segundo bloque, el menos extenso, Muñoz Garnica abandona el buceo en la biografía del autor y pasa a hablar de su debida contextualización en el ambiente cinematográfico que le corresponde. Si bien la exploración de las influencias de un director siempre ha resultado un entretenimiento divertido y discutiblemente necesario, en el caso de Hirokazu Koreeda esta exploración viene marcada con un asterisco por una simple razón: desde sus comienzos, y dada la naturaleza de sus dramas, su nombre ha ido asociado a los grandes maestros del cine costumbrista japonés. Quizás ahora, y gracias a sus últimos esfuerzos como director, las voces críticas se han calmado en lo que a estas comparaciones se refiere, pero hubo un tiempo en el que resultaba francamente complicado no ver aparecer al lado del nombre de Koreeda las palabras «heredero y/o continuador del estilo de Yasujirō Ozu». No afirmaremos que no hay razones evidentes detrás de esta comparativa, pues si lo hiciéramos incurriríamos en fatales fallas que implicarían errar el tiro a la hora de entender el estilo de Koreeda. Sin embargo, sí que resulta mucho más conveniente criticar este reduccionismo por una motivación doble: el flaco favor que se le hace tanto a Koreeda como a la historia del cine shomin-geki. Son muchos los nombres que deberían aparecer citados junto al maestro Ozu en este aspecto, y así lo hace Muñoz Garnica. Aparecen mentados los nombres de Yasujiro Shimazu, Heinosuke Gosho, Hiroshi Shimizu y, por supuesto, Mikio Naruse, reivindicado por el propio Koreeda como el gran motor influyente detrás de su estilo. Con su ampliación y debido trabajo exhaustivo, Muñoz Garnica busca —y, en lo que a mí respecta, consigue— corregir el notable deservicio que se le ha hecho a Koreeda desde el bando de la crítica cinematográfica al, muchas veces, reducir su estilo como una mera contingencia o continuación de aquello que hizo grande a Ozu. Muñoz Garnica entiende que la cristalización cinematográfica del estilo de Koreeda responde a una lógica más poliédrica que pone de relieve la riqueza de elementos influyentes que toman partido en la consagración de Koreeda como director de hecho, todo eso sin ignorar que, en tanto que autor, el propio Koreeda tiene un acercamiento personal y prácticamente intransferible al género del shomin-geki.

Algunos de las figuras más influyentes en el estilo de Koreeda. De izquierda a derecha: Mikio Naruse, Yasujirō Ozu, Heinosuke Gosho y Yōji Yamada.

Muñoz Garnica apuntala su estructura en tres bloques con lo que correspondería al cuerpo de su trabajo, esto es, el análisis fílmico de las películas de Hirokazu Koreeda. A lo largo de más de 200 páginas, las necesarias para tratar los catorce títulos que configuraban la filmografía de Koreeda para cuando Muñoz Garnica estaba trabajando en su tesis, el lector seguirá un modus operandi analítico que se irá repitiendo en cada una de las películas que analiza e interpreta. Comienza con un acercamiento puramente contextual, en el que explica las razones detrás de la producción de la correspondiente obra. Aquí es dónde Muñoz Garnica sigue justificando su labor investigativa en los dos anteriores bloques, haciendo muestra no solo de un conocimiento ejemplar de las circunstancias inmediatas al director, sino también de cómo estas mismas se entrelazan con los contenidos que colman sus trabajos. Tras esta fase introductoria, que puede ser más o menos extensas dependiendo de la complejidad de los asuntos referenciales que motivan la producción de la película, Muñoz Garnica ocupa sus manos con una minuciosa labor analítico-interpretativa a través de un estudio pormenorizado de, prácticamente, cada uno de los planos que configuran las obras. No contento solo con una empresa tan trabajosa, también le dedicará tiempo a relacionar cuál sea la escena que está analizando en ese momento con escenas que han aparecido anteriormente —lo hayan hecho o no en esa misma película— o, incluso, con trabajos de otros directores cinematográficos. Con este planteamiento comparativo, Muñoz Garnica refuerza la presencia de las influencias en el trabajo de un creador y enriquece dicha obra en tanto que la esboza como una suerte de componente dialógico en la eterna conversación que se está llevando a cabo en el centro del séptimo arte y que goza de muchísimos constituyentes y participantes.

Los márgenes que abarca la labor analítica de Muñoz Garnica para con la filmografía de Koreeda van desde «Maborosi» (arriba) estrenada en 1995, hasta «The Truth» (abajo), estrenada en 2019.

Uno quizá pueda no estar de acuerdo con todas las conclusiones a las que llega Muñoz Garnica en su estudio, algo francamente entendible pues son muchas las películas que analiza y, en consecuencia, son también muchos los comentarios que respectivamente hace de ellas. Sin embargo, eso no le resta ni importancia ni mérito a la exhaustiva y profunda labor que ha llevado a cabo en las páginas de este libro. Es un texto que acerca al lector al mundo prácticamente inmediato al director nipón, trazando una ecología que no existe solo en los confines de su propia filmografía, sino que se estira de forma incesante —y parece nunca estriarse— para incluir y abarcar el trabajo de otros tantos directores que se posicionan como figuras centrales en la consagración de su estilo. El libro que aquí reseñamos mira al cine y, en su líquida imagen, parece ver lo que realmente es: una vitalista carta de amor a todo aquello que nos rodea y nos moldea. Si nos pusiéramos quisquillosos y tuviéramos que buscarle una pega al trabajo de Muñoz Garnica, nuestra queja iría dirigida a que, dada la periodización de esta obra, no pueda incluir en ella las películas que Koreeda filmó después de The Truth (2019) y que sigue filmando todavía a día de hoy. Quizá en un futuro, y esperemos que cercano, veamos una nueva edición de este estudio que incluya los últimos trabajos de Koreeda y, así, poder acercarnos todavía más a la esencia que recorre como una generosa arteria toda una filmografía repleta de familiaridad y humanismo.

 
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5 razones para (re)jugar: «Mirror’s Edge» (DICE, 2009) http://www.rirca.es/5-razones-para-rejugar-mirrors-edge-dice-2009/ http://www.rirca.es/5-razones-para-rejugar-mirrors-edge-dice-2009/#respond Mon, 22 Jan 2024 23:00:48 +0000 https://www.rirca.es/?p=32203 Aunque pueda parecer que no hay ninguna razón de peso para celebrar un videojuego como Mirror’s Edge (DICE, 2009) más allá del factor nostalgia, lo cierto es que esta pieza ya clásica del catálogo de Electronic Arts (EA) cumple quince años de su salida en PC. Con esto en mente, nos embarcamos por una corta, pero siempre interesante senda: la (re)visitación de este breve y memorable producto cultural que marcó el medio en su salida y que se estableció como piedra angular para muchos videojuegos que vendrían después. Hacemos algo de memoria para recordar que en Mirror’s Edge nos ponemos en la piel de Faith, una runner antisistema que tiene que vérselas cara a cara con la distribución desigual del poder en una sociedad totalitaria dominada por las fuerzas policiales y la mano negra de la política. Nuestro destino consistirá en recorrer los tejados de una futurista y pulcra ciudad para hacerle frente a todos aquellos actantes que campan a sus anchas y que nunca se enfrentan a las consecuencias. Dicho esto, dejo aquí unas «5 razones» por las que volver o jugar por vez primera a Mirror’s Edge.

En el videojuego manejaremos a Faith en su lucha contra las paredes constrictoras de la fuerza bruta política y policial.

1. El minimalismo escénico. Lejos quedan los tiempos en los que las limitaciones del motor gráfico impedían a los desarrolladores y diseñadores colmar sus videojuegos con cantidades ingentes de detalles. El barroco en la estética del fondo de videojuegos como Resident Evil (Capcom, 1996)Dino Crisis 2 (Capcom, 2000) pasa a ocupar una posición central y protagonista en cosas como Alan Wake 2 (Remedy Entertainment, 2023), techo gráfico de la generación actual. Son videojuegos que están tan bien hechos en lo que a recreación realista del entorno se refiere que, en ocasiones, le resulta complicado al jugador su orientación y localización dentro del videojuego. Hay tanta información en pantalla que a uno se le hace difícil seguir el ritmo de forma constante. Algo así no sucede con Mirror’s Edge. Sus escenarios se construyen alrededor de la protagonista en base a una única dominante estética: la claridad. Todos los edificios son blancos, lo que facilita la colocación de información necesaria para la orientación del jugador. Por una mera cuestión de contraste, los colores vivos —rojos, azules y amarillos, generalmente— resaltan de forma especialmente intensa en ese infierno de blancura y superficies reflectantes. Si uno se pierde en un universo que de forma tan clara te ilumina el camino, deberá apuntar al frenesí de la acción como único y principal causante.

Ese blanco sobre blanco, solo roto por breves estelas de color en las vallas publicitarias, configura una de las primeras formas que tiene el videojuego de comunicar su mensaje.

2. Su lectura de la distopía. Si bien el minimalismo supone un punto a favor en temas de claridad escénica, también tiene mucho que decir acerca del mundo que enmarca la historia. Ese mundo blanco, liso, pulcro, constituyente de lo que Byung-Chul Han llamaría un «infierno de lo igual«, es el escenario principal para el desarrollo del tinte distópico del videojuego. Un mundo sin aristas estéticas que centra sus brochazos de color en vallas publicitarias que tanto da lo que publiciten —¿no es lo mismo, a efectos prácticos, vender una bebida carbonatada y un voto en una sociedad viciada por el consumo?—, pues solo quieren apelar a la atrofiada sensibilidad de la ciudadanía invisible que recorre las calles para que levanten la vista y pronuncien un «¡wow!» cada vez menos entusiasta. ¿Está lejos de nuestra realidad el mundo que nos presente Mirror’s Edge? Evidentemente, en tanto que proyección en un futuro determinado —aunque no necesariamente lejano—, hay algo de especulación e hipérbole en cómo lo vemos representado. Sin embargo, cuando leemos que uno de los conejitos de acero inoxidable de Jeff Koons se ha vendido por 91 millones de dólares, todo un récord para un artista vivo, ¿no es eso un acercamiento a lo que nos plantea la ciudad de Mirror’s Edge? Gracias al funcionamiento de los mecanismos de la transparencia y la pornografía comunicativa, lo que en un contexto medianamente salubre se consideraría «estético«, en el marco del hiperconsumo se convierte en «anestético» (Han 2019, 18), esto es, que induce a una suerte de coma de la percepción al ser humano. Mirror’s Edge, como tantos otros productos distópicos, invita al despertar y al desvelamiento de la discursiva urdida por décadas y décadas de anestésicos culturales.

Mirror's Edge | Eurogamer.es
El «parkour» se presenta en el videojuego, no solo como una de las mecánicas principales, sino como prácticamente la única forma para desplazarse de un lado a otro.

3. La originalidad de su premisa. Quizá Marvel y DC nos ha malacostumbrado a que todos los héroes deben llevar capa, tener superpoderes o, en su defecto —y aquí miro fijamente a Tony Stark—, tener cantidades industriales de dinero. También, y solo quizá, puede haber pervertido la idea que asociamos con la malignidad en los productos culturales, en tanto que todos aquellos enemigos a los que se enfrentan gozan, simultáneamente, de superpoderes o capacidades iguales que no pocas veces chocan de lleno con la hipérbole. Mirror’s Edge, a su manera, nos trae un planteamiento mucho más modesto, pero igualmente encomiable, de la idea del superhéroe. Faith no lanza ráfagas de gran poder, no es inmortal, no tiene una gran puntería, y tampoco vuela. Ella, solamente, corre: hace parkour. Y sus enemigos no presumen de querer aniquilar a medio universo con solo un chasquido, sino que «simplemente» buscan mantener el control autoritario de la ciudad. En su tiempo, esta desviación del género del thriller criminal para abrazar los nuevos deportes posmodernos, gozó de un nicho de explotación un tanto especial. Nos lleva al universo de cosas como Yamakasi (Ariel Zeitoun, 2001)Run (Simone Bartesaghi, 2013)Tracers (Daniel Benmayor, 2015), todos productos que elevan el parkour en tanto que atractivo núcleo temático que justifique la producción de películas a su alrededor. Es en esta línea donde debemos ubicar Mirror’s Edge y donde debemos valorarlo como algo que nace en esta estética particular, pero que también goza de una cantidad notable de elementos que la hacen única.

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En las instancias que la progresión exige que la protagonista combata contra las fuerzas policiales es donde el videojuego revela que han pasado quince años desde que salió a la venta y que ha habido mucho progreso desde aquel entonces en materia de mecánicas de combate.

4. La sencillez de su jugabilidad. La jugabilidad de Mirror’s Edge no se construye sobre complejas combinaciones de teclas, ni en un descubrimiento paulatino de dinámicas para adherir a tu gameplay. Sabemos cómo movernos y pelear desde un principio, haciendo de la curva de aprendizaje no solo un elemento prácticamente inexistente, sino una manera de facilitar y agilizar la transición a la inmersión del mundo que nos rodea. Como hemos dicho, los «poderes» de Faith consisten en correr y hacer parkour, y en eso se basa nuestra experiencia de juego. A medida que vas progresando en la historia y las misiones que te encomiendan, el juego te insta a ser consciente de tus alrededores y tratar de encontrar una ruta que te lleve a tu objetivo de forma relativamente sencilla y sin accidentes. Invita al jugador a ponerse en la piel de su personaje y, para ello, no depende de un código de controles complejo: es tan fácil como correr y saltar los obstáculos.

Mirror's Edge - IGN
La línea argumental más generalista y crítica contra el sistema gobernante se entremezcla con una historia secundaria en la que los hilos familiares y la unión de dos mundos se convertirá en protagonista.

5. Su (ocasionalmente) maravillosa fluidez. Y si de correr y hacer parkour va el juego, uno de los objetivos principales para el gameplay del usuario debería ser la fluidez. Afortunadamente, durante una gran parte de su duración, Mirror’s Edge consigue este propósito. En base al ya mentado sencillo sistema de controles, la jugabilidad te facilita toda una serie de alternativas para que el pasar por encima o por debajo de una superficie no castigue la velocidad que has cogido durante la carrera y pueda seguir construyendo esa sensación controlada y dirigida de libertad. Sin embargo, y este es uno de los puntos negativos principales del videojuego, no siempre consigue mantener esta dinámica y, en ocasiones, me atrevería a decir que no es culpa del jugador. Ya no es solo que haya instancias de combate que interrumpen el flujo natural de la historia, o la aparición de «jefes finales» completamente desaprovechados o, dada la naturaleza del juego, desubicados. También es el hecho de que durante algunas escenas jugables, los procesos/cálculos en lo que a detección de superficies interactuables se refiere dejan algo que desear. Por suerte, estos momentos se corresponden más con la excepción que con la norma, así que en este sentido uno puede jugar tranquilo y no preocuparse por que la experiencia pueda resultar demasiado ortopédica. A quince años de su estreno, Mirror’s Edge mantiene bien el tipo.


HAN, Byung-Chul. 2019. La salvación de lo bello. Barcelona: Herder.

 
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Sobre Koreeda (XIV): «The Truth» (2019) o no fiarse de la memoria http://www.rirca.es/sobre-koreeda-xiv-the-truth-2019-o-no-fiarse-de-la-memoria/ http://www.rirca.es/sobre-koreeda-xiv-the-truth-2019-o-no-fiarse-de-la-memoria/#respond Mon, 25 Dec 2023 23:00:31 +0000 https://www.rirca.es/?p=31882 Al ver The Truth (Hirokazu Koreeda, 2019), y si bien había sido tratado múltiples veces en las películas de Koreeda, uno se da cuenta de que el tema de la memoria no había recibido tanta atención conceptual en uno de sus guiones desde aquellas notables After Life (1998) y Distance (2001). Por supuesto que la mayoría de sus películas tienen un elemento que gira alrededor, de una manera u otra, de la memoria. Ya sea una iteración algo más típica como el recuerdo de un ser querido fallecido desde el prisma de la nostalgia —Still Walking (2008) y After the Storm (2016)— o a través del uso de la memoria como principal motivación para llevar a cabo una venganza —Hana (2006)—, el tema de la memoria, y con ella las vidas pasadas, ocupa una posición central en su carrera como cineasta. Sin embargo, desde esas dos películas comentadas al comienzo que no habíamos visto una centralización tan evidente como la que vemos en The Truth. Y, por supuesto, la exploración del marco memorial se llevará a cabo dentro de los confines de una familia. Koreeda deja el marco doméstico de su Japón natal para llevarnos a Francia y contarnos la historia de Fabienne (Catherine Deneuve), una veterana actriz, que recibe la visita de su hija Lumir (Juliette Binoche), su yerno Hank (Ethan Hawke) y su nieta Charlotte (Clémentine Grenier) para felicitarla por la publicación de sus memorias. Algo que nace en superficie como un acto de celebración poco a poco se irá tornando cada vez más complejo al tratar cuestiones como tensiones ignoradas, relaciones convulsas y verdades calladas. Como ya es evidente en estas entradas del ciclo, en esta particular discusión de The Truth abundarán los spoilers.

Catherine Deneuve and Juliette Binoche in The Truth
La dinámica entre Fabienne (Catherine Deneuve) y Lumir (Juliette Binoche) supondrá el principal punto de interés argumental de la película.

La relación entre Fabienne y Lumir goza de la cordialidad superficial de aquellas personas que quieren llevarse bien, pero tampoco necesita demasiado para revelar su verdadera naturaleza. Fabienne nunca ha sido una buena madre y tampoco parece avergonzarse mucho de ello. En algunos diálogos demuestra de forma franca su jerarquía de prioridades: antepone la opinión del público al respeto, amor y cariño de sus familiares, especialmente el de su hija. Es una mujer totalmente entregada a su oficio, el de actriz. Esto es algo que nos queda claro desde el primer momento que la vemos, en esa primerísima escena en la que un periodista le está realizando una entrevista con motivo de la publicación de sus memorias y de su participación en una nueva película en estado de producción. Su más que evidente actitud de diva —una de las razones principales por las que la actriz escogida para interpretarla es Catherine Deneuve y no otra (Muñoz Garnica 2022, 356)— queda recogida en expresiones cínicas y altaneras que no vienen a demostrar otra cosa que un desprecio generalizado tanto por lo nuevo como por lo viejo. Al otro lado de la relación está Lumir, una guionista que se ha mudado a Estados Unidos para cultivar una carrera un tanto tímida como guionista. Además, es prácticamente la principal receptora de las inquinas de Fabienne. Suyo es el sentimiento —uno que se basa estrictamente en el ejercicio memorístico que lleva ella a cabo— de haberse sentido desplazada en un contexto, como es el de madre-hija, en el que algo así no debería suceder. Invoca el nombre de Sarah —personaje fantasmagórico donde los haya, en tanto que, debido a que falleció tiempo atrás, solo aparece nombrada—, una especie de segunda madre para ella y una de las razones principales para el estado de la cuestión en la relación que tienen Fabienne y Lumir.

Fabienne aparece caracterizada como una diva, como el último coletazo de una época dorada del cine.

Sin embargo, ¿es esta inquina que le guarda Lumir a Fabienne algo que pueda entenderse sin el constructo personalísimo de la memoria de cada uno? Durante toda la película, hay varias escenas en las que se nos revela que la memoria no es un recurso del todo fiable a la hora de formular juicios definitivos. Al asistir al set de rodaje en el que su madre está rodando su nueva película, al que ya había acudido cuando era pequeña, Lumir se sorprende al reconocer que el sitio parece mucho más pequeño que en sus recuerdos. “No puedes fiarte de la memoria”, le dice Fabienne en respuesta a sus comentarios. De esta manera, se enarbola un contexto en el que Lumir tiene que llevar a cabo un proceso de autocrítica para con sus propios recuerdos y valorar si la relación que tienen ambas está pobremente informada por un mecanismo de memoria selectiva. De pequeña, Lumir imitaba a su madre en los papeles que esta última interpretaba. Había una admiración que se ha agriado con el tiempo a causa de dos factores: un choque de egos y la fantasmagórica presencia de Sarah. Ambos cuidadosamente hilvanados en los tejidos de la memoria interesada y fragmentada de Lumir.

The Truth es un nuevo homenaje por parte de Koreeda a las conversaciones, tanto mantenidas como no, en las inmediaciones de una familia. Son tensiones que existen por mera cuestión de expectativas, por cómo hay un elemento en la sociedad que nos obliga a ver en los otros varas de medir con las que uno debe compararse de forma prácticamente constante. Esta decimocuarta película del maestro nipón ha pasado por varios procesos de conceptualización, en tanto que ha tenido que ser traducida y revisada por terceros para encajar las características culturales de Francia a las inflexiones japonesas de la escritura de Koreeda. Es por ello por lo que hay un elemento francamente extraño, como de inadecuación, en algunas escenas. Es de aplaudir la valentía del director al salir de su ámbito doméstico y aventurarse a rodar una película en una lengua que ni siquiera domina, además de que sirve como una entrada interesante a la construcción de su mapa particular de modelos de familia. Sin ser The Truth una de las grandes películas de Hirokazu Koreeda, uno apenas no puede encomiar su compromiso con el mundo del cine y, a través de él, con la sociedad y la cultura que lo informan.


MUÑOZ GARNICA, M. (2022). Hirokazu Koreeda. Madrid: Cátedra.

 
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«The Teachers’ Lounge» (İlker Çatak, 2023): la formación de un grito http://www.rirca.es/the-teachers-lounge-ilker-catak-2023-la-formacion-de-un-grito/ http://www.rirca.es/the-teachers-lounge-ilker-catak-2023-la-formacion-de-un-grito/#respond Wed, 13 Dec 2023 23:00:38 +0000 https://www.rirca.es/?p=31878 Habrá quien piense que el grito se forma estrictamente a partir de mecanismos puramente corporales y físicos, como la deformación del rostro o la puesta en marcha del aparato vocal. Sin embargo, el grito comienza a formarse a partir de la manifestación de una estructura sintomática concreta, véase el júbilo ante un evento positivo, la pena ante una insoportable tristeza o la rabia ante la impotencia de ver cómo las cosas tuercen en el sentido contrario del que uno esperaba. Çatak —y Duncker junto a él, con quien comparte la autoría del guion— pareció tener muy claro este último ejemplo, el de la rabia, cuando comenzó a plantearse el argumento de The Teachers’ Lounge (İlker Çatak, 2023), película que de forma cada vez más candente se va labrando un nombre en la escena cinematográfica, no solo europea, sino también intercontinental. La historia nos lleva de la mano tanto por los páramos concretos del paisaje físico de los institutos alemanes, como del paisaje psicológico de Carla Nowak (Leonie Benesch), una profesora, recién llegada al instituto en el que toma lugar el argumento, que tiene por característica principal la exposición de unos ideales concretos y aparentemente férreos para con el funcionamiento del sistema escolar germano. Cuando uno de los estudiantes a los que Carla imparte clase aparece como sospechoso de un robo llevado a cabo en las inmediaciones del instituto, no dudará en utilizar aquello que tenga al alcance de su mano para tratar de entender qué está sucediendo. Lo que no sabe la señorita Nowak es que esa misma investigación formara a su alrededor un complot de anillos infernales que la llevarán a un enfrentamiento tipo David contra Goliat en el contexto de una institución como es un centro de educación secundaria. Dado que la película todavía no se ha estrenado en territorio español y que nuestro análisis requerirá el desvelo de algunos intersticios interesantes de la trama, prima señalar que esta entrada contiene spoilers de The Teachers’ Lounge.

Leonie Benesch interpreta a Carla Nowak, una joven profesora cuyos ideales todavía no se han visto truncados por el funcionamiento autónomo y deliberadamente opaco de las instituciones educacionales y legales.

Tras una breve entrevista que pone de manifiesto una serie de robos que se han llevado a cabo en el centro, la película comienza con lo que podrían considerarse dos ejercicios de disciplina: uno positivo y otro negativo. El positivo consiste en el mecanismo de salutación que Carla plantea al llegar a clase por las mañanas: pide a sus alumnos que se levanten y canten, al sencillo ritmo de unas palmas, una canción de bienvenida para empezar bien el día. Hay una estrategia detrás de esta metodología concreta, pues esto sirve para que Carla centre la atención del alumnado en ella y pueda dar comienzo la clase. Es una manera francamente simpática, si bien un tanto infantil —algo que los propios alumnos remarcarán más tarde en la historia, cuando el proceso de rebeldía cuaje en un golpe contra la autoridad competente— de estructurar una lección educativa. Plantea, simultáneamente, una situación en la que conocemos algo más de la personalidad de la señorita Nowak. Sabe ganarse el afecto del alumnado, a parte de controlarlos para que las hormonas no ocupen la voz cantante en sus actos. A la hora de escribir su reseña para IndieWire, David Ehrlich (2023) señala como esta dinámica concreta —sobre todo si tenemos en cuenta que comienza con un gesto un tanto majestuoso por parte de la propia Carla para que los estudiantes se pongan en pie— parece colocar a Carla como a una directora de orquesta que levanta la batuta para dirigir las voces de los niños y las niñas que conforman su clase.

La disposición disciplinaria negativa que adelantábamos al comienzo del párrafo anterior va por otros derroteros. En medio de una lección de la señorita Nowak, los servicios administrativos del centro entran en el aula, detienen la impartición y piden que las chicas se levanten y salgan de clase. Solo quedan los chicos, los miembros de administración y Carla. Se pide a los chicos que saquen las carteras y las pongan encima de la mesa. “¿Tenemos que hacerlo?”, se quejan algunos alumnos, a lo que la directora del centro contesta con una de las muestras más posmodernas de la lógica autoritaria disciplinaria: “Es voluntario, por supuesto, pero si no tenéis nada que esconder, ¿qué más da?”. A pesar de que podría considerarse ya desde el principio como una violación de la privacidad del cuerpo estudiantil. Prácticamente todos ponen su cartera sobre la mesa, quitando Oskar (Leonard Stettnisch), que pasará a ocupar una centralísima posición en el devenir argumental de la historia. Sin embargo, de momento no nos quedamos con él. Tras revisar las carteras y ver que una lleva más dinero del que debería llevar un alumno de primero o segundo de educación secundaria, señalan a Ali, descendiente de una familia turca emigrada a Alemania en busca de nuevas oportunidades, como el altamente probable perpetrador del robo. La situación resulta solucionarse en favor a Ali, de forma que todo debería quedar en un simple malentendido. Pero, como ya hemos comentado anteriormente, los ideales de Carla Nowak se sustentan sobre una férrea base de aquello que puede hacerse y aquello que no debería poder hacerse. Esa manifestación de poder llevada a cabo por las autoridades administrativas del centro, una iniciativa que podría haberse realizado de forma mucho más sutil y menos dañina para la imagen pública del que han señalado como ladrón, ha encendido en el interior de la señorita Nowak la mecha de una indignación y una protesta que la llevarán a una investigación propia de los hechos.

En tanto que toda la acción sucede en un mismo lugar, el instituto en el que la historia toma lugar pasa a configurarse como un microcosmos sociológico en el que cualquier acción llevada a cabo tiene sus consecuencias.

La que probablemente sea la principal consecuencia de “tomarte la justicia por tu mano” es que no todo siempre sale como uno espera. Algo así sucede con la investigación propia que plante Carla. Dado que el robo se había llevado a cabo en la sala de profesores, decide dejar su portátil abierto con la función de cámara web activada, una medida de seguridad que le permitirá reconocer a aquella persona que posiblemente esté causando tanto revuelo. Y así sucede: si bien no de forma completa, más bien de forma parcial, la cámara web del portátil capta como una persona con una camisa con dibujos de estrellas introduce su mano en la chaqueta de la señorita Nowak, extrae la cartera y roba algo de dinero de su interior. Ya tenemos a la persona sospechosa, ahora falta encontrar a alguien que se corresponda con la información parcial conseguida, algo que no resulta demasiado complicado, pues la única persona que lleva esa camisa en particular que sepa la señorita Nowak es Friederike Kuhn (Eva Löbau), la secretaria del centro. Carla se acerca para tratar de solventar la situación de una forma civilizada, pero debido a la ofensa de ser acusada de haber llevado a cabo el robo, Friederike decide no compartir información relevante con ella. Será en este momento cuando tome la decisión que hará estallar el núcleo explosivo del argumento: presentará las pruebas al mismo servicio administrativo que llevó a cabo la invasión de privacidad del alumnado en la propia aula de la señorita Nowak. A lo que da inicio esto es a una magnificación de un proceso que podría haberse resuelto de forma ejemplar en un tête à tête que no trascendiera más allá de una puerta cerrada. Sin embargo, la maquinaria del sistema comienza a engrasar sus engranajes para ocuparse él mismo de la situación, difundiendo la noticia por cada rincón del instituto y despersonalizando a aquellas personas que están, tanto directa como indirectamente, relacionadas con el hecho. A esto también hay que sumarle una entendible, pero dadas las circunstancias también indeseable actitud por parte de Friederike Kuhn a la hora de no querer arreglar de la forma más amigable posible algo que podría no haber salpicado a terceros en discordia como su hijo, ese Oskar que mentábamos con anterioridad.

Sin embargo, la crítica formulada en los confines argumentales de The Teachers’ Lounge nunca debe entenderse como algo dirigido a individuos particularizados, sino más bien a la automatización judicial y legal de problemas y procesos que podrían haberse mantenido apartados del ojo público si no fuera por la comúnmente admirable, pero en ocasiones ineficiente política de “tolerancia cero” ante este tipo de dinámicas. La formación del grito que Carla Nowak expulsa con fiereza en la que quizá sea la escena más visceral y, por qué no, memorable de toda la película se manifiesta como una respuesta a las tensiones formadas por una impotencia: la de ver cómo algo iniciado con la mejor y más amigable de las intenciones pasa a convertirse en un monstruo diez veces más grande que ella. Ya no es solo que Friederike tenga que dejar el instituto para entrar en “período vacacional” —una de las formas que tiene la institución para maquillar el hecho de que esta mujer está siendo víctima de un intenso episodio depresivo—, sino también es la actitud que toman los alumnos hacia Carla, protagonizando escenas estratégicamente planeadas de rebeldía contra la autoridad, que pueden verse particularizadas en el sabotaje, en ocasiones incluso violento, que lleva a cabo Oskar. Lo que prima de estas dinámicas planteadas es la asimetría que parece venir naturalizada en sus estructuras, en tanto que aquello que es particular y debería mantenerse como tal termina por generalizarse y complicarse de forma exponencial, provocando que aquellas partes interesadas y directamente partícipes de la situación se vean rodeadas por hálitos de praxis administrativa que no había ninguna necesidad de invocar.

Leonard Stettnisch, una de las jóvenes estrellas de la película, interpreta a Oskar, personaje inocente que se ve arrastrado a una vorágine de contingencias cuya inteligencia emocional todavía por desarrollar no puede gestionar de forma competente y saludable.

The Teachers’ Lounge supone una manera de reimaginar la narración bíblica de David contra Goliat en tanto que Carla se enfrenta, durante la mayor parte del tiempo ella sola, a un sistema que se ha automatizado y que no deja espacio para la discusión emocional de las cosas. Es también, y siguiendo con este esquema particular, una historia que enfrenta la teoría de los ideales contra la práctica del día a día. La multiplicidad de idiosincrasias que existen dentro del contexto educacional es tan vasta que uno no siempre puede echar mano de supuestos teóricos que justifiquen una acción u otra. Si bien no supone un ejercicio de brutales consecuencias en este sentido —algo que sí podríamos decir de algo como Deatchment (Tony Kaye, 2011)—, en tanto que le permite a la protagonista un pequeño triunfo al serle reconocidos su identidad y esfuerzo, Çatak ha podido construir una historia que apela a intelecto, vísceras y corazón de formas quizá asimétricas, pero no por ello menos satisfactorias.


EHRLICH, D. 2023. «‘The Teacher’s Lounge’ Review: Germany’s Oscar Submission Is a Riveting Thriller About a Classroom in Crisis». IndieWire, 15 de setiembre de 2023. Recuperado de aquí.

 
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