Representación, Ideología y Recepción en la Cultura Audiovisual

«Blackwood» (Rodrigo Cortés, 2018): ritos iniciáticos como ofrenda para la materialización del arte

Blackwood (2018) supone uno de los estrenos de este verano, basados en la novela de Lois Duncan (1976), bajo la dirección de Rodrigo Cortés y rodada entre Barcelona y Canarias. El desarrollo de las cinco protagonistas (seleccionadas por la división más clásica de pintura, escultura, música, literatura y danza) resulta un tanto evidente: cada una de ellas destacará en las diferentes artes entre las que se destacan en la película la música, la literatura y en las matemáticas. Si bien Blackwood parece utilizar el cliché de instituto/internado en la que pueden potenciarse y desarrollarse las habilidades mágicas o sobrenaturales de las chicas, que han sido previamente seleccionadas (en una línea semejante a American Horror Story: Coven de Ryan Murphy o en la película Miss Peregrine’s Home for peculiar Children de Tim Burton), el director Rodrigo Cortés proporciona otra motivación al mismo: la ofrenda de estas adolescentes al arte (y no tanto a fuerzas malignas o a posesiones demoníacas como en el reciente caso de Verónica de Paco Plaza) a cargo de Madame Duret (Uma Thurman).

En este sentido, Blackwood utiliza la imagen de la chica prepúber como inmaculada y no corrupta en la que, desprendida de su familia y de su entorno más cercano y aislada en un internado con una clara ambientación gótica, elegante y oscura se traslada a un rito iniciático y a una transición a su madurez personal y sexual. La selección de las chicas se hace precisamente por su predisposición y sensibilidad para convertirse en ofrenda para el arte y el deleite de las mismas y, en ese sentido, como contribución al mundo. No son el objeto en sí mismo por sus capacidades o habilidades sino por su sensibilidad a convertirse en instrumentos o canales mediante los cuales les distintas artes pueden representarse o materializarse a partir de ellas. Cortés enfatiza en el uso de las protagonistas como instrumentos, transmisoras o vehículos del arte, como la posibilidad de que el arte se muestre al mundo y no tanto como sujetos con capacidades extraordinarias o sobrenaturales.

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A tal respecto, Blackwood intenta desligarse de los clichés del género de terror sobrenatural juvenil para plantear ciertamente los orígenes de la genialidad, los albores del arte que toman forma desde el cuerpo femenino prepúber, recogiendo la (¿histórica?) idea de la mujer como fuente de inspiración del arte. En este caso, las protagonistas no son inspiración sino transmisoras a través de su cuerpo del arte que se personifica y que, en cierto modo, las posee. No todas ellas tienen, sin embargo, la capacidad de resistir tal estado en la que el arte se adentra en sus cuerpos sin dejarlas en estados febriles, en intentos de suicidio y en casos de suicidio registrados (y hallados por algunas de ellas en documentos archivados y escondidos en el internado). En ese sentido, no todas ellas son capaces de resistir las voces, los pasos por los pasillos en las penumbras o lo que se esconde detrás de las cortinas. No todas las que entraron en Blackwood pudieron salir ni todas ellas entendieron el verdadero motivo por el cual estaban allí y, en menor grado, sólo algunas entendieron realmente cuál era su función vital allí por y para el arte.

No obstante, pese a que acaban renegándose de su vida en Blackwood, existe una estrategia emocional mediante la cual Madame Duret puede intentar que Kit Gordy (Anna Sophia Robb) esté determinada a descubrir su identidad allí dentro y, además, acate o acepte ser utilizada como vehículo para la materialización del arte musical, en su caso. Si ella acepta ser canal o transmisora de la música y deleitar al arte musical en sí mismo y al resto de la humanidad con el mismo, en esos momentos de transición (que pueden entenderse, ciertamente, como momentos propios de su rito iniciático) podrá encontrarse de nuevo con su padre y despedirse de él para cerrar ese ciclo en que su padre se fue de casa y nunca volvió.

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La añoranza y nostalgia son la clave para, en cierto modo, la manipulación emocional de Madame Duret para que ella esté dispuesta a seguir contribuyendo al mundo de las artes en la que se materializan con un baile de máscaras carnavalesco como súmmum artístico, recogiendo la tradición artística desde el siglo XVIII.  Podemos destacar una clara voluntad conseguida de incluir referencias artísticas desde el principio con una cita de Homero, la mención de algunos poetas como Blake, del Romanticismo y del siglo XIX especialmente además de músicos como Mozart que se insertan con un guion pensado, en cierto modo, para una audiencia millennial.

El final moralista (avisamos de posibles spoilers) nos remite a la idea de que, para pasar esa etapa de transición, ese rito iniciático y crecer también debemos perder lo que más queremos para avanzar: en este caso, la cruel pérdida de la figura paterna desde la infancia. Cortés cuenta, en definitiva, con elementos del cliché de género adaptándolos a una audiencia millennial desde una premisa narrativa interesante: la de indagar en los orígenes del arte, de las fuentes de inspiración, los procesos creativos realizados, también, materializados a través de la selección de protagonistas sujetas a ritos iniciáticos y que funcionen como canales transmisores del arte en un escenario gótico y elegante en una cierta abstracción atemporal.

 

 

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