Representación, Ideología y Recepción en la Cultura Audiovisual

In memoriam: Agustí Villaronga (1953-2023)

El 22 de enero del presente año, nos dejaba Agustí Villaronga (1953) víctima de un cáncer. Tras de sí, deja un cuerpo de trabajo que transgrede la monotonía propia de un mundo que cada vez se va acomodando más a la seguridad artística. Suyas son obras que van desde el drama hasta la comedia, pasando por el terror, el cine histórico o incluso el falso documental. Sus más de 40 años de carrera han demostrado una inquietud por tratar de conocer todos los recovecos escondidos en los plásticos confines del séptimo arte, una búsqueda que no ha abandonado en, prácticamente, ningún momento. Comenzó, como tantos otros, con los cortometrajes. Entre 1976 y 1980, dirige tres: Anta mujer (1976) —que también protagoniza—, Laberint (1980) y Al mayurka (1980). En estas tres primeras muestras de lo que posteriormente se desarrollaría como una personalidad con constante presencia en la escena cinematográfica europea, ya vemos parte de esa inquietud artística al trabajar géneros que se equilibran entre lo cómico y lo dramático, incluso dejándose llevar por el espíritu de lo coreográfico con Laberint.

Su debut en lo que a largometrajes se refiere vendría seis años más tarde con el estreno de Tras el cristal (1986), producto cinematográfico que bien podría considerarse una de las mejores primeras películas jamás hechas a nivel internacional. Nos cuenta la historia de Klaus, un médico que trabajó para el partido nazi en los campos de concentración y que experimentaba con niños, de los que también abusaba sexualmente. A través de un imaginario perturbador que amenaza con cruzar la línea de lo moral, Villaronga estructura su película en base al subgénero de la revenge movie al presentarnos a Ángelo, víctima de Klaus y perpetrador del que será una venganza que incurrirá en el clásico ciclo de la violencia y propondrá una lectura francamente descorazonadora de cómo el ser humano puede llegar a estar en paz consigo mismo tras experimentar la inclemencia del trauma. Tras el cristal supone la primera manifestación por parte de Villaronga de un tema que sangrará en sus futuras películas, aunque sea en formas distintas: la infancia pervertida, subvertida y completamente hundida por el trauma.

David Sust y Günter Meisner en ‘Tras el cristal’.

Sobre la infancia trata El niño de la luna (1989), película que supondría una exploración alternativa de la estética comenzada con Tras el cristal. En una adaptación muy propia de los trabajos de Alesiter Crowley, Villaronga escribe sobre un niño con complejo de Dios que va a viajar a África en calidad de mesías. El director deja atrás el hermetismo espacial y la tonalidad oscura de su anterior trabajo para involucrarse en una presentación mucho más extensiva y luminosa. Puede verse como una suerte de progreso a nivel estético en tanto que comienza a establecerse la norma que comentábamos con anterioridad, esto es, la inquietud artística del director. Sin embargo, ese cariz de avance estético no puede homologarse con el narrativo, pues no está a la altura de su película debut.

Este hecho, la de la exploración estética en detrimento de la calidad narrativa, supondrá la marca más notable de sus dos posteriores películas: El pasajero clandestino (1995) y 99.9 La frecuencia del terror (1997). La primera sigue algunos de los hilos enhebrados en Tras el cristal en tanto que evoca un plantel de personajes donde lo queer tiene una presencia notable, aunque su desarrollo no sea para nada tan perturbador. Por su parte, 99.9 La frecuencia del terror hace lo propio para con Tras el cristal al desarrollarse una estética del terror, aunque en este caso vaya por el camino de lo sobrenatural y deje de lado el tinte psicológico del debut. Son ambas películas francamente olvidables, pero respetables en tanto que se sitúan en el centro de una carrera cinematográfica motivada por el deseo de reconocer las distintas sensibilidades que trae consigo el galimatías genérico del séptimo arte.

El perturbado Manuel Tur (Bruno Bergonzini) y la maternal Carmen (Ángeles Molina) en ‘El mar’.

Supone El mar (2000), su quinta película, una vuelta a la forma y la aparición de una constatación de calidad por parte del director: las películas de época son las que mejor se le dan, cosa que se seguirá confirmando posteriormente con futuras instancias. Situada en la Mallorca natal del director, durante el período tanto de la Guerra Civil como de posguerra, El mar nos cuenta la historia de Manuel Tur y Andreu Ramallo, dos jóvenes cuya infancia se consolidó en un contexto bélico indeseable para un desarrollo psicológico medianamente estable. Terminada la guerra, ambos personajes se reencuentran en un sanatorio para enfermos de tuberculosis, donde la tela de la amistad y de la sexualidad se irán entretejiendo hasta legar a sus protagonistas una situación tan pasional como tabú. El mar recupera el tremendismo de Tras el cristal —así como el tema de la infancia como paraíso perdido o, más concretamente, como condición arrastrada a lo largo de una vida—, pero reestructura lo estético hacia un estilo mucho más realista. La quinta película de Villaronga supone una de las indudables piedras angulares de su filmografía al explotar aquellos focos narrativos —sobre todo, la infancia y lo queer— que hacen que el director sea la gran figura que es.

Tras la seguridad formal planteada por El mar, Villaronga —así como Zimmermann y Racine, con quienes comparte el papel de dirección y guion— se embarca en una nueva senda de experimentación genérica con Aro Tolbukhin: en la mente del asesino (2002), un falso documental que le permite al director visitar la Guatemala de la década de 1980 para hablar sobre la figura de Aro Tolbukhin, un hombre húngaro que fue detenido por quemar vivas a siete personas en una enfermería. A pesar de no suponer una de las piezas más redondas de su director, esta sexta película de su filmografía supone un punto de apoyo para futuros productos, como puede ser El ventre del mar, de la que hablaremos posteriormente.

Ocho años —en los que Villaronga no estuvo sin hacer nada, pues, entre otras cosas, dirigió la película de televisión Después de la lluvia (2007)— caben entre Aro Tolbukhin: en la mente del asesino Pa negre (2010), la que probablemente sea considerada por muchos su obra maestra. Supone otra vuelta de tuerca sobre la atmósfera de la Guerra Civil —en este caso, de la preguerra—, suponiendo la confirmación a la máxima planteada con El mar de que las películas históricas son el fuerte de Villaronga. A través de un brillante diseño de producción y de unas actuaciones estelares por parte de, prácticamente, todo el elenco, Pa negre nos invita a llevar a cabo un ejercicio de revisión histórica de lo que se ha considerado a lo largo de las décadas como la arcadia republicana. El director se interesa por los entresijos del buenismo moral y revisa aquellos universos históricos convertidos en utopía, situación que le hace un flaco favor, primero, al rigor científico de la historia y, segundo, a aquellos que fueron víctimas de la mala praxis por parte de las autoridades de la época.

Francesc Colomer y Marina Comas en ‘Pa negre’.

A la grandeza de uno de sus mejores trabajos le sigue la mediocridad de uno de sus más olvidables. Hablamos de El rey de la Habana (2015), película que nos lleva a la Cuba de los años 90 para contarnos la historia de Reinaldo, un adolescente prófugo que busca el refugio y la supervivencia en las calles de La Habana. Aunque estén presentes algunos de los temas que hacen de Villaronga un director tan interesante, el foco narrativo de la película parece estar deficientemente colocado al no generar, apenas, ningún tipo de empatía con esta historia sobre la picaresca. La sigue Incerta glòria (2017), otro viaje de Villaronga a la inclemente atmósfera de la Guerra Civil, de manera que supone uno de sus puntos álgidos en tanto que a narrador, incluso si aquí —sobre todo, en comparación con El marPa negre— el desarrollo temático del tiempo contextual no resulta tan satisfactorio. Supone un ejercicio de ambientación histórica francamente encomiable y sigue abogando por enfocarse en el valor humano de las cosas y no en las ideologías que sirven como máscara política de los individuos.

Llegamos ya a las dos últimas películas de este director que de forma tan pronta nos ha dejado. En 2021, publicaba El ventre del mar, película que, como avanzábamos con anterioridad, sigue la estela experimentalmente formal de Aro Tolbukhin: en la mente del asesino al plantearnos un acercamiento teatral al embarrancamiento de la fragata Alliance en costas senegalesas en junio de 1816. Muchas cosas podrían decirse sobre la película, pero pocas tan bien dichas como las que escribió el colega Guillermo Amengual en esta misma página.

Villaronga cierra prematuramente su carrera como cineasta con Loli Tormenta (2023), su única comedia. La proyección de la película comienza con un Villaronga ironizando sobre sí mismo mientras se pregunta cómo saldría una comedia suya. Pues en Loli Tormenta parecemos tener la respuesta. Obra de cariz social, se nos cuenta la historia de Lola, una abuela muy posmoderna con principios de alzheimer, que quiere seguir adelante con dos niños a cuestas tras la muerte de su hija unos años atrás. En los confines de su última película, Villaronga explora de forma muy superficial los abusos de los bancos con su jerga excesivamente burocrática, el amor materno-filial entre una abuela y sus nietos, la precariedad, la inmigración y la falta de responsabilización por parte de las autoridades competentes. Una crítica factible que puede hacérsele a Loli Tormenta, más allá de su amplio espectro temático que en ningún momento parece acoger una profundidad encomiable, yace en el hecho de que hacer comedia sobre estas situaciones puede ser algo francamente cínico. Sin embargo, y se me va a permitir el acercamiento biográfico, Villaronga ya padecía de cáncer para cuando comenzó a rodarse la película. Si tenemos en cuenta que la protagonista también padece una enfermedad incurable, es muy probable que Loli Tormenta se abra a una lectura personal enternecedora y profundamente vitalista. Villaronga parece estar diciéndonos: «Sé que tengo una enfermedad incurable, sé que me voy a morir, pero permítaseme reírme de mis dolencias, que la vida es breve y yo tengo prisa«.

Joel Gálvez, Susi Sánchez y Mor Ngom en ‘Loli Tormenta’.

La filmografía de Villaronga no ofrece una enumeración de obras con factura prístina en todos sus apartados. De hecho, estadísticamente parece ser mayor el número de productos que apenas gozarán de trascendencia en el futuro que el de aquellos que serán recordados como muestras de la notabilidad cinematográfica del séptimo arte español. Sin embargo, lejos de la matemática y de la pátina superficial de las impresiones estéticas que puedan generarnos las películas, en Villaronga persiste un interés que transgrede lo meramente productivo y que entra de lleno en la curiosidad por reconocer en el cine la impronta de la sensibilidad humana. Cada uno de sus intentos por tratar de resguardar en el celuloide el complejo paisaje de experiencias —más allá de lo satisfactorias o exitosas que sean—, demuestra esa pequeña y modesta tesis que planteábamos al comienzo de este «in memoriam» al señalar que en las películas de Villaronga existe una clara demostración de la inquietud existencial por entender al ser humano a través de la lente o de la gran pantalla. Más que un cineasta, se nos ha ido un humanista. Descanse en paz.

 

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