Representación, Ideología y Recepción en la Cultura Audiovisual

RIRCA recomienda: los mejores period dramas (II)

Hoy continuamos con nuestra selección de period dramas. Un género que, como ya comentábamos en la entrada anterior, tiene una esencia híbrida y poliédrica en relación con cómo se representan los hechos del pasado.

Gerard Bibiloni Isern: At Eternity’s Gate (Julian Schnabel, 2018)

En una de sus últimas apariciones en público, con motivo de la gira de publicitación de su Beau is Afraid, Ari Aster contaba a los buenazos del francés Konbini Video Club que el subgénero  del biopic es uno de los más sobrevalorados. Dados los últimos ejemplos, es difícil estar en desacuerdo con su argumento. El biopic, que ha cogido especial fuerza en el mercado cinematográfico estadounidense —según las estadísticas facilitadas por Filmaffinity, en 2022 se produjeron 396 películas con un notable componente biográfico—, parece haberse quedado estancado en una máquina que produce en serie películas que buscan ignorar lo intrínseco de la figura que supuestamente homenajean en pro de seguir una fórmula que poco tiene en cuenta lo artístico del medio. De esta manera, productos como Green Book (Peter Farrelly, 2018), Bohemian Rhapsody (Bryan Singer, 2018) o Being the Ricardos (Aaron Sorkin, 2021), entre muchos otros, se han levantado como productos con un componente poco inspirado, repetitivo y trivial que, sin embargo, se alzan en ocasiones como grandes favoritos para los premios de la AcademiaBohemian Rhapsody se llevó el premio a Mejor actor protagonista y Green Book el reconocimiento como Mejor película— y otras instituciones competentes. Han surgido películas que han intentado casar el fenómeno al que se refieren con un hálito de experimentación formal, como pueden ser los casos de Tesla (Michael Almereyda, 2020) o Blonde (Andrew Dominik, 2022), pero, normalmente, lo que ha sucedido es que se han visto siendo objeto de una campaña crítica ofensiva contra lo que ofrecen al no conseguir que ese matrimonio termine de funcionar como debería. Parece que tenemos que salir del productivo enclave norte del continente americano para encontrar películas recientes entre cuyas competencias encontremos una preocupación por lo artístico. Pienso en la atmosférica Séraphine (Martin Provost, 2008), en la realista, pero profundamente estética Mr. Turner (Mike Leigh, 2014) o en la psicodélica The Electrical Life of Louis Wain (Will Sharpe, 2021). ¿Está justificada esta preocupación para con la salud del biopic producido en Estados Unidos?

Aprovechamos la temática de este post conjunto de recomendaciones para presentar lo que podría considerarse una estupenda excepción a la «regla» establecida en el anterior párrafo: At Eternity’s Gate (Julian Schnabel, 2018), un biopic de época sobre Vincent Van Gogh producido en Estados Unidos. Muchas han sido las películas que han querido plasmar en sus metrajes la turbulenta vida del pintor neerlandés. Tenemos que retrotraernos a la dorada y rompedora década de 1950 para encontrar la primera aparición del artista en el celuloide con la producción de la Metro-Goldwyn-Mayer Lust for Life (Vincente Minnelli, 1956), en la que un Kirk Douglas avalado por una década de éxitos cinematográficos lo interpretaba magníficamente. Desde entonces, lo hemos visto representado por Tim Roth en Vincent & Theo (Robert Altman, 1990), por Jacques Dutronc en Van Gogh (Maurice Pialat, 1991), por Benedict Cumberbatch en Van Gogh: Painted with Words (Andrew Hutton, 2010) y por Robert Guaczyk en Loving Vincent (Dorota Kobiela y Hugh Welchman, 2017). Incluso Martin Scorsese se metió en la piel del pintor en Dreams (1990), de Akira Kurosawa. Es no solo una relación considerable de películas y nombres, sino también una lista francamente excelsa.

Y aun así, At Eternity’s Gate parece erguirse como un rara avis entre las producciones mencionadas. En este caso, es Willem Dafoe quien recoge el relevo de los anteriores intérpretes y eleva el papel a nuevas cotas de calidad al construirlo, no solo en su profundidad como artista, sino también como sujeto. Si a esto le sumamos que esta fantástica y rompedora interpretación —por la que Dafoe estuvo nominado a mejor actor en los Premios Oscar, aunque sin llegar a ganarlo— se enmarca en el contexto de la estilística de un Julian Schnabel que supo recoger lo aprendido en Diving Bell and the Butterfly (2007) y ponerlo a funcionar en unas coordenadas mucho más libres y trascendentales, el resultado final que se nos aparece en pantalla es de una soberbia calidad que propone un escenario idóneo para recoger la idea de un subgénero que hace aguas y renovarlo para llevarnos de nuevo a la época de tan grandes productos como pueden ser Raging Bull (Martin Scorsese, 1980) o Amadeus (Milos Forman, 1984).

Aitor Fernández de Marticorena Gallego: Babylon (Damien Chazelle, 2022)

Si alguien necesitara una prueba de la hibridez del period drama como género cinematográfico, bastaría con dirigir la mirada hacia la última obra del aclamadísimo Damien Chazelle. Quien en 2014 deslumbrara con Whiplash y su desolador mensaje sobre las dificultades de la industria musical en su vertiente clásica, y dos años después con La La Land (2016), que haría lo propio en una época más actual, concibe de sopetón Babylon, una épica de tres horas que explora la transición del cine mudo al sonoro en la Hollywood de finales de los años 20. La primera escena de la cinta, tan escatológica como aparentemente innecesaria, supone una declaración de intenciones en la carrera del director. Y si bien conserva el manifiesto interés por el jazz y el mundo de la música de sus obras anteriores, además de algún leitmotiv musical que retrotrae a La La Land, el ADN de Chazelle no se exterioriza en Babylon más que con su estilo directorial y una banda sonora que se clava en el tímpano para siempre. La cinta es frenética, apabullante y contagiosa en su pasión por el cine, todo a través de una lente fílmica propia.

Hablo de pasión por el séptimo arte, pero Chazelle no se muestra tan amable durante el largo metraje de Babylon. La transición del cine mudo al sonoro no está exento de tragedias y el director focaliza en tres personajes (Nellie LaRoy para Margot Robbie, Jack Conrad para Brad Pitt y Manny Torres para Diego Calva) los claroscuros de la época. Tan pronto se muestran en pantalla auténticas fiestas orgiásticas como observamos de primera mano la caída en desgracia de grandes estrellas el cine. La expresión individual del cine mudo, con ese baile hipnótico de Margot Robbie y la cuidada secuencia en que se enmarca, se pierde progresivamente con la entrada del cine dialogado. La magia del cine se deteriora por la imposibilidad de actuar con libertad hasta tal punto que todos los personajes sienten que su época ya ha pasado. Solo las cucarachas —productores y empresas— sobreviven al incendio, y es que la industria del cine es más grande que sus actores, cuyo único consuelo es sobrevivir en la eternidad de la gran pantalla en detrimento de vivir una vida miserable.

Chazelle graba con cabeza. Contrasta las grabaciones de cine mudo, bulliciosas y filmadas en plano secuencia, con las de cine dialogado, asfixiantes en el control de las altas esferas y filmadas a corte. Un elemento une ambos tipos de secuencia: el humor derivado del descontrol total. Babylon permite reírse a carcajadas por las auténticas burradas que muestra en pantalla y, también, sentir cierto malestar por las situaciones en que sus actores ficcionales se deben desenvolver. Porque si la industria, ya actualmente, tiene una cara oscura, cuesta imaginar cómo era en los años 20. Acoso sexual, blackface, humillaciones en plató, cosificación de las «it girls», falta de higiene y empatía humanas… La cinta de Chazelle, como los mejores period dramas, trata de capturar algunas de estas situaciones desde un punto de vista crítico, siempre con la cámara como principal mensajera.

Hay en Babylon una extraña binariedad. Por una parte, captura con maestría los claroscuros de la época que retrata; por la otra, hace notar sus tres horas de duración a partir de su segunda mitad. Se torna redundante y no justifica la necesidad de varias escenas, coronando la experiencia con un extraño ejercicio estilístico que parece más propio de un vídeo de YouTube que de una película profesional. No se le puede achacar a Chazelle que no haga notar su pasión por el cine, pero algunas secuencias se habrían beneficiado de un mayor comedimiento por parte del director (he ahí la trama de Tobey Maguire, un descenso a los infiernos sin apenas propósito, por otro lado entretenidísimo). Demasiada libertad creativa puede perjudicar tanto como el constreñimiento de la misma. Sin embargo, las tres nominaciones al Óscar no son un mero formalismo: Babylon exuda originalidad y euforia a partes iguales. Su presupuesto se hace notar en actuaciones, diseños de producción y vestuario, y esa combinación unida a la lente del director permite sumir al espectador en un trance inicial que, por mucho que se desinfle, brinda algunas de las secuencias más memorables del año pasado.

Raff Guardiola: Red Dead Redemption II (Rockstar Games, 2018)

Rockstar Games nos sitúa, tal y como ya hiciera con la primera entrega de Red Dead Redemption, en el lejano oeste en un momento de cambios sustanciales en el modo de vida de sus habitantes. El jugador toma el control de Arthur Morgan, un forajido miembro de la banda Van der Linde que se ve envuelto en un fallido asalto a un ferry que les obliga a dejar atrás un importante alijo de dinero y a huir de la justicia. Durante los momentos posteriores al asalto, la banda ve claro que el avance de la civilización, que trae consigo no sólo avances tecnológicos, sino también una nueva sociedad fuertemente estratificada que replica la high society neoyorquina que empieza a crecer en importancia al otro lado en la otra costa del continente.

Así pues, lo que nos propone Rockstar es un juego de acción en tercera persona con un importante componente narrativo y dramático, pero también un entorno perfectamente detallado y tan cuidado que en ocasiones podríamos pensar en una suerte de docudrama o simulador de costumbres y prácticas del oeste americano a finales del siglo XIX. Asimismo, presenta un personaje jugable carismático en la figura de Arthur Morgan, que durante todo el desarrollo del juego se presentará como un adalid de la libertad personal y reacio a la llegada de una vida moderna que encorseta e invade las libertades individuales de los habitantes del oeste. De todo ello se desprende, al igual que ocurría en la primera entrega, una gran influencia del mito de frontera, con una clara contraposición entre lo salvaje y la civilización y también es clara la influencia del cine wéstern en el juego.

El gran logro de Red Dead Redemption II es, no obstante, el equilibrio que consigue entre los elementos de acción, muy marcados por los tiroteos y las mecánicas de disparar y cubrirse típicas de los juegos de disparos, con los elementos narrativos de la vida cotidiana en el oeste (que van desde la vida en el campamento o las partidas de caza hasta una historia de amor fallida y actividades de ocio populares como acudir a espectáculos de teatro popular, por ejemplo) sin que resulte abrupto. De la misma manera, a pesar de que los desarrolladores han permitido unos márgenes de acción relativamente amplios al jugador, se mantiene la pureza del drama con un final cerrado (si bien puede tener pequeños cambios) en los que el avance de la civilización resulta imparable e inevitable, con un gran componente dramático que no deja indiferente a ningún jugador. Red Dead Redemption II y su antecesor capturan, pues, el espíritu de fin de una era que se dio a finales del siglo XIX en el Oeste americano, y lo hace, además, con unos patrones y usos reconocibles por el público, siendo capaz de cautivar a todo jugador que se adentre en su mundo. Si Red Dead Redemption presentaba una historia de redención que solo podía conseguirse mediante el sacrificio personal y el abandono total de un modo de vida, Red Dead Redemption II presenta una historia de ocaso y de destino, disfrazada de videojuego y drama histórico.

Patricia Trapero: The Gilded Age (HBO, 2022-)


Nadie duda de que Downton Abbey es uno de los grandes period drama televisivos británicos de las últimas décadas. En ella y en todas las películas  producidas entre sus temporadas, los espectadores hemos seguidos las vidas de los miembros de la familia Crowley desde el hundimineto del Titanic hasta la década de los no-tan-felices veinte creadas por el novelista Julian Fellowes. Si bien parece haber personajes con una mayor trascendencia popular como son lady Mary Crowley y la inefable matriarca lady Violet Grantham, llama la atención la  esposa del propietario de Downton Abbey , la discreta  Cora Levinson de quien  —a pesar de que aparezca su madre, la estrambótica Martha— solo sabemos que es estadounidense y que, en muchas ocasiones discrepa de los estrictos y clasistas protocolos británicos. Este personaje es el punto de partida del proyecto televisivo The Gilded Age estrenado en 2022. Y decimos televisivo porque el origen del proyecto se sitúa en 2012 cuando Fellowes tiene el propósito de escribir un libro que narrara el romance entre lord Grantham y Cora Levinson. De esta manera, parecía que The Gilded Age se convertiría en una precuela de la serie británica, algo que por el momento —y quizá afortunadamente— no ha sucedido.

La serie se sitúa en Nueva York en la llamada «época dorada» estadounidense del último tercio del siglo XIX , en un periodo de reconstrucción del país tras la guerra de secesión. Un periodo que coincide en buena parte con la era victoriana británica. En la serie seguimos a Marian Brook (Louisa Gummer), una joven que, tas la muerte de su padre, llega a la ciudad para vivir con sus tías Agnes van Rhijn (Christine Barnaski) y Ada Brook (Cynthia Nixon). A partir de esta premisa, la serie va más allá de convertirse en una réplica «transatlántica» de Downton Abbey para realizar un retrato de una sociedad que también está en construcción. Así, el choque entre la vida rural de la que proviene Marian y la vida ciudadana influye en el proceso de adaptación de la joven en un ambiente aparentemente independiente,  abierto y moderno. Su amistad con Peggy Scott (Renée Benton) pone en evidencia la segregación racial a la que se une la dificultad de las mujeres para acceder al mundo laboral que pertenece exclusivamente a los hombres. Una ciudad y un país de sombras y de  luces literales ya que se le dedica un episodio entero a la incorporción del alumbrado en la ciudad gracias a la llegada de la electricidad y de Thomas Alva Edison.

Y como buen period drama costumbrista, The Gilded Age presenta la jerarquización social del momento. Más allá de las intrigas que se crean en la mansión urbanita de las tías  de Marion entre estas y los sirvientes que viven en el piso inferior, la temporada presenta el «cordial» enfrentamiento entre dos cosmovisiones que sirven de relato de la construcción de la sociedad estadounidense tal como la conocemos en la actualidad. La primera de ellas, representada por Agnes van Rhijn, se basa en el mantenimiento del estatus social de las grandes familias aristocráticas —por llamarlas de algún modo—  del país que quieren conservar todos sus privilegios de clase a pesar de que tengan una situación económica no excesivamente boyante. La segunda de ellas se centra en el intento de ascensión y reconocimiento social de una nueva clase construida a partir de los negocios familiares de expansión territorial  y de la aparición de los sistemas privados de financiación. Este es el caso de la familia encabezada por George Russell (Morgan Spector) dedicado a la construcción de líneas de ferrocarril hacia el oeste y de su esposa Bertha (Carrie Coon) quien desea formar parte de la alta sociedad y para ello organiza fiestas masivas y se dedica a financiar propuestas benéficas o con repercusiones sociales. Dos mundos, el de los ricos y el de los nuevos ricos, enfrentados literalmente en la serie ya que los Russell y las van Rhijn-Brook viven a ambos lados de la misma calle.

The Gilded Age, renovada para una segunda temporada aunque no sepamos de ella nada más, es una serie más que interesante por explorar una época no excesivamente planteada para el formato serial televisivo pero que sí ha tenido trascendencia en la gran pantalla y con géneros a veces dispares y con lecturas diversas,  Basten como ejemplos The Magnificent Ambersons (Orson Welles, 1942),  The Heiress (William Wyler, 1949), Hello Dolly (Gene Kelly, 1969), Hester Street (Joan Micklin Siver, 1975), Ragtime (Milos Forman, 1981) , The Bostonians (James Ivory, 1984), The Age of Innocence (Martin Scorsesse, 1993), The Portrait of a Lady (Jane Campion, 1996), Washington Square (Agnieszka Holland, 1997) o The House of Mirth (Terrence Davis, 2000).

 

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