Representación, Ideología y Recepción en la Cultura Audiovisual

RIRCA recomienda: películas de cine mudo (I)

Como todos sabemos, los inicios del cine fueron silenciosos, mudos. A través de las sucesión de múltiples fotografías se conseguía la ilusión del movimiento. Poco a poco el invento de los Lumiére trascendió la concepción de «instrumento de feria» que le habían otorgado los hermanos franceses y adquirió la fuerza de un nuevo arte. El séptimo. Aunque carente de sonido, el cine supo encontrar en la luz, los decorados, la narrativa y la expresividad de las interpretaciones una forma de llegar a los corazones de los espectadores. Nombres como Chaplin, Alice Guy Blanche, D. W. Griffith y movimientos como el expresionismo o el surrealismo supieron defender que no hace falta el sonido para contar una gran historia.

En 1927 el cine dio un paso más allá en su búsqueda por la representación fidedigna de la realidad. Las películas sonoras comenzaron a ser una realidad y la grandiosidad de los hitos del cine mudo fue olvidada. No obstante, contra toda lógica comercial, la experimentación con el sonido siguió hasta nuestra actualidad. Los diálogos, la música, el ambiente… son partes esenciales de una película. Pero no nos debemos olvidar nunca del silencio. Ese elemento que tantos cineastas han hecho suyo.

La actriz Mary Pickford ya lo dijo: “Hubiera sido más lógico que el cine mudo se hubiese desarrollado a partir del sonoro y no al revés.» Pues cómo íbamos a imaginar que el hecho de que algo tan cotidiano de (muchas) de nuestras vidas -el sonido- fuese prescindible en la creación de un arte tan cercano a nosotros, por no decir «el arte más cercano a nuestra percepción del mundo». Sea como sea, el silencio también es parte de nuestras vidas y para muchos cineastas se ha convertido en un aliado, en una herramienta, en la clave, de muchas de sus obras. Estas son algunas de ellas:

Laura Taltavull: Redes en el atardecer (Maya Deren, 1943)

Redes en el atardecer (del inglés Meshes of the Afternoon) es el corto experimental que el matrimonio de artistas conformado por Maya Deren y Alexander Hammid inspirados por los surrealistas de la década de los 20, como Salvador Dalí y Luis Buñuel escribieron, dirigieron e interpretaron en 1943. Con apenas 14 minutos, es un alarde de imaginación para transportarnos al interior de una mente atormentada.

La pareja, artística y sentimental, cuenta con una interesante filmografía, mayormente orientada al terreno del cortometraje y el documental. Deren, a quien está atribuida la cinta, es considerada la madrina del cine de vanguardia, por lo que no es raro pensar que cineastas posteriores de la importancia de Chris Marker o el mismo David Lynch se vieran influidos por su obra en sus magníficas y peculiares creaciones.

Contaron con escasos medios, valiéndose de una serie de objetos recurrentes —una flor, una llave, una puerta, un cuchillo, un espejo y un teléfono y sin más actores que los propios directores, recurriendo al uso de sombras y espejos para crear desdoblamientos en la personalidad de los protagonistas. Optaron por una estructura en espiral para alterar el relato a su conveniencia y manipular así las expectativas del espectador, generando una  sensación constante de inseguridad y amenaza. Una vez inmersos en este confuso espacio onírico, comienza el cuestionamiento de la delgada línea entre los sueños y la realidad.

Es habitual que las películas que pretenden ser rupturistas, radicalmente innovadoras, se queden ancladas en su época, convirtiéndose finalmente en vestigios de una época pasada. Sin embargo, Redes en el atardecer conserva intacta su capacidad para sorprender al espectador. Es una de esas películas excepcionales y diferentes a cualquier otra cosa que hayamos visto antes, un pequeño milagro que, sin saber cómo, se instala en nuestro subconsciente y no podemos parar de pensar en ella.

Nuria Vidal: Gertie the Dinosaur (Winsor McCay, 1914)

Los comienzos de la animación tienen su origen en el cine mudo y en el MRP. Si Humorous Phases of Funny Faces (James Stuart Blackton, 1906) y El Hotel Eléctrico (Segundo de Chomón, 1908) fueron los pioneros en el stop motion, en la consolidación de los grandes estudios de Hollywood en la década de 1910’ surge la primera manifestación animada a partir de capas de celuloide: Gertie the Dinosaur. En 1914, la proyección de este cortometraje de apenas 7 minutos – lo que es una heroicidad en términos de la época – revolucionó la concepción del arte animado en un momento industrial donde la animación aún tenía problemas de su consideración como “cine”. Realizado por el reconocido artista de tiras cómicas Winsor McCay, el cortometraje fue pionero en incorporar técnicas de trazados diferenciados y de capas de dibujos superpuestos (hasta 1000 frames) que perfeccionarían la ilusión de movimiento y de las expresiones faciales. En definitiva, lo que se entiende por la técnica de animación tradicional en 2D que se refinaría en las próximas décadas por Walt Disney (la cámara multiplano) y Max Fleischer (la rotoscopia).

La concepción inicial del proyecto era la interacción entre pantalla y presentador donde el propio McCay daba instrucciones al dinosaurio antropomórfico delante de unos atónitos espectadores, como si de un número circense se tratase. Así, vemos a Gertie en diferentes facetas caricaturescas (se enfada, se pone a llorar, se distrae y se sorprende) acercándolo a las simpatías del público. La juguetona y rebelde Gertie se convierte, pues, en el primer personaje animal con características humanas de la animación y el precedente del star system dibujado que culminaría en los años 20’, 30’ y 40’ con Félix el Gato, Mickey Mouse o Woody Woodpecker. El cortometraje Gertie the Dinosaur es uno de los grandes hitos de la historia de la animación, así como uno de los personajes más icónicos del antropomorfismo animal.

Aquí tenéis el cortometraje en su presentación para el Museo de Historia Natural donde las interacciones de McCay con Gertie se sustituyen por intertítulos como recurso del cine mudo.

Patricia Trapero: Napoleón (Abel Gance, 1927)

Sin ningún género de duda, Napoleón de Abel Gance es una de las producciones más importantes e interesantes del cine mudo europeo, en muchas ocasiones eclipsado por los grandes nombres del cine estadounidense (Griffith) o de las vanguardias soviéticas (Einsenstein). Si bien el proyecto inicial de Gance (1889-1981) era la realización de una serie de seis películas sobre la vida de Napoleón, la falta de presupuesto, la recepción desigual del público y, especialmente, la entrada en escena del cine sonoro, redujeron esta idea al primero de ellos. Un film que tiene distintas versiones, de duración diferente que va desde las casi cuatro horas de metraje a las siete horas y que, desde 1979 y gracias al trabajo de recopilación de los materiales grabados realizado por Kevin Brownlow ha visto distintos «estrenos» mundiales: desde el montaje propuesto por Francis Ford Coppola en 1981 en el Coliseo romano hasta el anuncio  hecho a finales de 2021 por la Cinemathéque francesa que, con la colaboración de Netflix, ha restaurado durante casi veinte años el trabajo de Gance.

Así, la trama narra la biografía del general francés desde su niñez hasta su conversión en héroe nacional con un destino mesiánico. Gance ofrece un retrato del personaje como un líder iluminado, idealista y visionario muy cercano al héroe romántico que, como no podía ser de otro modo, transforma la película en una narración épica sin abandonar su tono intimista. Sin embargo, más allá de esta grandiosidad argumental, Napoleón es un alarde técnico donde Gance utiliza los recursos visuales para adentrar al espectador en la trama a través de un montaje basado en la hiperfragmentación y en la sensorialidad, El ritmo frenético en el que se suceden los planos genera sensaciones en el espectador de manera que éste se sumerge en el periodo histórico turbulento que se narra. Una «sinfonía visual» que se complementa con la experimentación de las capacidades fílmicas de la cámara absolutamente novedosas en 1927. De entre todas ellas, sin duda la más impactante es la campaña napoleónica en Italia que se proyecta en una pantalla curva fragmentada en idénticas secciones de manera sincrónica. Un alarde de montaje que implica la polivisión, la imagen envolvente y el nacimiento del Cinerama, que la industria norteamericana se agenciará e «inventará» en los años 50.

Ni que decir tiene que la técnica se complementa con una escrupuloso trabajo de dirección de Abel Gance en las complicadísimas escenas corales que transitan a lo largo de toda la película con una disposición escénica milimétrica de claro origen teatral y pictórico. Una relación con el teatro que incluye la participación de Antonin Artaud en el papel de Marat. Y una dirección de actores que se alejan de la interpretación estereotipada de la época para construir personajes absolutamente orgánicos de acuerdo con su configuración exterior —de una modernidad pasmosa— y de su relación con la acción histórica.

Napoleón es una película fascinante que  los creadores e investigadores cinematográficos han reivindicado y convertido en una película de culto.  Una fascinación que no podemos dejar de compartir como espectadores.

Guillermo Amengual: La pasión de Juana de Arco (Carl Theodor Dreyer, 1928)

Elegida por San Miguel, Santa Catalina y Santa Margarita, combatiente durante la Guerra de los cien años, condenada a morir en la hoguera y beatificada como mártir años después… Sin duda alguna de Juana de Arco es uno de los personajes más fascinantes de la historia. Son muchas las obras que se han llevado a cabo adaptando su historia: novelas, óperas, pinturas, esculturas, obras de teatro… y, desde luego, películas.

Seguramente una de las adaptaciones cinematográficas más alabadas y recordadas de la doncella de Orleans es la que llevó a cabo el director danés Carl Theodor Dreyer: La pasión de Juana de Arco. Con este título que eleva a la figura de la mártir francesa a la santidad de Jesucristo, el director de Ordet (1955) lleva a cabo una película con fuerte influencia del estilo expresionista alemán. Sin embargo se aleja de esos decorados que los principales impulsores del movimiento como Murnau, Lang o Wiene usaban para enfatizar la personalidad atormentada de sus personajes. Dreyer prefiere que sean los mismos rostros de sus personajes los que les definan. «Cada rostro es un mapa» decía Paul Schrader sobre la película, y es que el uso constante del (primerísimo) primer plano permite al espectador conocer las arrugas, tics, manchas y expresiones particulares de cada personaje, y, a través de ellas, llegar a su naturaleza interior.

Maria Falconetti encarna a una Juana de Arco doliente que habla a través de los ojos: reflejo de su alma y sufrimiento. Y es que La pasión de Juana de Arco se centra por completo en el dolor físico de la mártir, algo muy diferente a lo que hizo años después Robert Bresson en El proceso de Juana de Arco (1961) donde conseguía a través de una mise en scène sutil un retrato comedido del personaje que acaba consiguiendo -a través de su muerte- su salvación trascendental y espiritual. Dreyer prefiere marcar al espectador y acercarlo al dolor de la protagonista a través de movimientos de cámara y angulaciones agresivas que nos sitúan en la posición más «privilegiada» para ver el martirio de Juana. No queremos dejarla sola en su sufrimiento y, aun así queremos apartar la vista incapaces de tolerar su desazón.

La pasión de Juana de Arco acaba pronto -dura aproximadamente una hora y veinte minutos-, pero el peso emocional que deja al espectador queda con él para siempre. A pesar de que hayan pasado muchos años desde su estreno en 1928 el film es considerado como una de las grandes obras maestras del séptimo arte. Carl Theodor Dreyer consigue a través de los gestos y de la puesta en escena expresar sin palabras el dolor y el sufrimiento de un personaje inocente en el que nos vemos reflejados. El film nos sobrepasa en todos los sentidos, nos deja devastados y, al mismo tiempo, maravillados. Es un visionado imprescindible, una lección de cine y de vida.

 

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