Representación, Ideología y Recepción en la Cultura Audiovisual

RIRCA recomienda: una aproximación al género biopic (I)

Desde sus comienzos, las películas han adaptado multitud de historias conocidas. Desde novelas a vidas de personajes históricos que han fascinado a la humanidad. Napoleón, Cleopatra, Juana de Arco, Jesucristo… El biopic ha sido uno de los géneros que ha dado mayores ganancias a la industria del cine a la vez que, con el tiempo, se ha convertido en uno de los géneros cinematográficos más polémicos por la expectativa de los espectadores ante la fidelidad de los hechos que retratan.

Para muchos es el género más lábil del cine, mientras otros muestran total predilección por él. De cualquier forma existe en el espectador una gran fascinación hacia la vida de personajes famosos o de completos desconocidos. Todos vivieron vidas interesantes. La adaptación de sus vivencias nos permiten imaginar lo que sintieron y lo que atravesaron mientras influyeron de alguno u otro modo en el mundo.

No existe un modo fácil de decirlo, pero todos somos conocedores de cómo, a veces, las películas biográficas van a lo seguro reciclando tropos y tramas que lamentablemente nos resultan más que familiares, pero no todos los biopics van a lo seguro y resultan aburridos. Puede que estas no sean “las mejores películas biográficas”, pero desde luego, todas las recomendaciones aportadas comparten algo en común: la capacidad de cautivarnos. Porque a veces la vida real es incluso más entretenida e inspiradora que la ficción.

Laura Taltavull: Toro salvaje (Martin Scorsese, 1980)

Con De NiroScorsese esculpe el personaje histórico Jake LaMotta, el boxeador profesional estadounidense que fue campeón mundial de peso medio entre 1949 y 1951, como un hombre profundamente atormentado que se crucifica una y otra vez, mientras crea sus propios Judas. Toro salvaje es la única película del director cuyo tono sostenido de dolor y rabia la hace difícil de ver, mientras que la cámara de Chapman y la edición impresionista de Thelma Schoonmaker aportan una belleza que hace que no podamos apartar la mirada.

Acompañamos al boxeador desde 1941, cuando LaMotta es una joven promesa del peso mediano que rechaza repetidamente la ayuda de la mafia, queriendo ganar el campeonato en sus propios términos, hasta el año 1964, cuando Jake, solo y abandonado por todos, realiza monólogos en pequeños clubes nocturnos para ganarse la vida. La película alterna entre tanta brutalidad, no solo en el ring, y escenas más tranquilas y de alguna manera más aterradoras en las que Jake siempre está a fuego lento, esperando que alguien o algo le dé una excusa para explotar.

Cuando LaMotta logra, poco a poco, su ascensión laboral, que le llevará finalmente al título de campeón del mundo de los pesos medios, se siente en control de su vida privada, pero como dice el dicho: “aunque la mona se vista de seda, mona se queda”, por lo que la fama y el éxito no le ayudan, sino que lo vuelven completamente paranoico. Decide empezar una relación con una chica de quince años llamada Vickie (Cathy Moriarty) mientras está casado, por lo que acaba por dejar a su mujer y se casa con la jóven. En el amor, Jake encara a un Otelo cuya hipocresía machista lo conduce a su gran terror: ser engañado. Jake, llevado por sus celos, controla y domina a Vickie y constantemente le preocupa que ella sienta algo por otros hombres, por lo que se enzarza en peleas por reafirmar su posición como marido. Tras años de golpes, discusiones y gritos, Vickie le dice que quiere el divorcio y la custodia total de sus hijos, amenazando con llamar a la policía si se acerca a ellos.

El guion de Paul Schrader y Mardik Martin, basado en las memorias del propio La Motta, que son aún más reveladoras e incriminatorias, nos ofrece un protagonista cuya filosofía se sostiene en que lo importante no es lo fuerte que golpeas, sino que puedes soportar los golpes que recibes del oponente. Seguir adelante no es una preocupación. Jake necesita el boxeo, no solo para canalizar su ira, sino también para ser castigado por sus pecados. Para muchos es la obra maestra de Scorsese, en la que transforma con un mayor éxito sus obsesiones: la violencia, la culpa y el auto-odio.

Patricia Trapero: A Private War (Matthew Heineman, 2018)

El 22 de febrero de 2012 moría en el asalto a la ciudad de Homs la reportera de guerra Marie Colvin quien cubría para el periódico «Sunday Times» la cruenta guerra civil siria. Este es el punto de partida y de llegada también de la película A private war dirigida por el documentalista estadounidense Matthew Heineman, un creador fuertemente comprometido con la historia de su país desde una perspectiva cotidiana y social, por una parte, pero también desde las campañas bélicas más recientes y cuestionables, por otra parte. Buena muestra de ello son sus trabajos que desarrollan temas que van desde el debate acerca de la comercialización de la droga (Cartel Land, 2012) hasta la relación entre los Estados Unidos y los movimientos terroristas islámicos así como la retirada de las tropas de Afghanistan tras años de permanencia en el país  (City of Ghosts, 2017 y Retrograde, 2022) pasando por la plasmación de las condiciones sanitarias de su país desde una perspectiva crítica (Escape Fire: the Fight to Rescue American Healthcare, 2012 y The First Wave, 2021).

Basada en el libro del mismo título de la periodista de investigación Marie Brenner publicado en 2018 y con guion del británico-iraní Arash Amel, A private war resulta ser un acercamiento psicológico a la personalidad de Marie Colvin  relacionada con las vivencias de ésta como corresponsal de guerra. De este modo, la película abandona en muchos momentos la narración ficcional de un biopic clásico para convertirse en una fórmula documental en la que las audiencias siguen el trabajo de campo de Colvin pero, de manera especial, cómo éste afecta a su personalidad. Así, Colvin muestra una obsesión por participar en los acontecimientos bélicos para narrarlos no como crónica política —cosa que sí hace Live from Baghdad de Mick Jackson, 2002—  sino como crónica de la verdad de las víctimas. En un juego narrativo mixto muy interesante a la vez que revelador que se sitúa entre 2002 y 2012, A private war plantea un personaje absolutamente objetivo que nos cuenta las acciones que ve —como en Sri Lanka o en Afghanistan donde compartimos el hallazgo de enormes fosas comunes de civiles que recuerda a la esencia del magnífico film Son of Babylon de Mohamed Al Daradji, 2009— y que es absolutamente crítica con las repercusiones entre la población de dichas acciones.

Una trayectoria que la película sitúa en una década de la vida del personaje que culmina con su trabajo cubriendo las atrocidades cometidas por Bashar Al Assad entre la población civil. De este modo, el retrato de Colvin va más allá de la necesidad compulsiva de seguir con su trabajo para mostrar su adicción al alcohol aumentada por un stress post traumático cronificado. Un planteamiento que no es en absoluto negativo para la construcción del personaje sino todo lo contrario ya que muestra el radical alejamiento del film de las recientes fórmulas de biopics hagiográficos que vemos, solo por poner algunos ejemplos cercanos a la propuesta de Heineman, en Bohemian Rhapsody ( iniciada por Brian Singer y finalizada por Dexter Fletcher, 2018), Rocketman (Dexter Fletcher, 2019) o Elvis (Baz Luhrmann, 2002). Finalmente y a pesar de su trascendencia mediática, Colvin es un personaje absolutamente introvertido y conscientemente solitario y así lo refleja A private war donde cada uno de los elementos de la puesta en escena y los personajes masculinos que intervienen en ella se transforman en satélites que completan la centralidad de la corresponsal de guerra. Y así se refleja también en la interpretación de la magnífica e infravalorada Rosemund Pike y en el efectivo segundo plano de sus acompañantes vitales: el fotógrafo Paul Conroy (interpretado por Jamie Dorman), el director del «Sunday Times» (encarnado por Tom Hollander) y su última relación, el ficcional y excéntrico Tony Shaw (Stanley Tucci).

A private war es una película que, como se ha señalado, no prioriza la acción sobre el personaje; algo que se ajusta a la esencia del biopic al igual que la selección de pasajes biográficos que diseñan la psicogeografía del personaje. Lejos de la intención del film queda la demanda presentada en 2016 por la familia Colvin contra el régimen sirio acusándolo de asesinato premeditado de Marie, una corresponsal en la guerra de un país calificado por Reporteros sin fronteras como de extrema hostilidad hacia la prensa. De hecho, en el ataque a Homs también resultaron heridos Paul Conroy y los periodistas franceses Edith Bouvier y William Daniel, y en el que falleció el reportero galo Rémi Ochlik. Esta demanda se resolvió favorablemente para la familia Colvin en 2019. Pero esto es, sin duda, otra película.

Guillermo Amengual: Crónica de Anna Magdalena Bach (Danièle Huillet y Jean-Marie Straub, 1968)

Deberíamos comenzar diciendo que Chronik der Anna Magdalena Bach (Crónica de Anna Magdalena Bach) no es un biopic al uso. Tampoco es una película musical -en cuanto al sentido que se le da a ese término- a la vez que podría considerarse la película más musical que haya existido en la historia del cine. El matrimonio franco-alemán formado por Danièle Huillet y Jean-Marie Straub -cineastas que han realizado una prolífera, exigente y evocadora obra cinematográfica en los márgenes de la industria más clásica- comenzaron a plantearse al inicio de su carrera una película sobre el compositor Johann Sebastian Bach; para muchos el absoluto maestro de la música clásica. Straub incluso acudió a Robert Bresson -cineasta admirado por el matrimonio- para que la dirigiera. El director de Pickpocket (1959) lo tuvo claro: la película la debían dirigir Straub y Huillet.

Y es que Crónica de Anna Magdalena Bach no es, como decía al principio, una película como las demás. En una de las páginas del guion y plan de producción, Huillet y Straub habían apuntado la siguiente frase del pensador francés Charles Peguy: «Hacer la revolución es volver a colocar en su sitio cosas muy antiguas, pero olvidadas.» La frase cobra sentido cuando el matrimonio plantea que el actor que se personifique como Bach sea el intérprete clavecinista Gustav Leonhardt: impulsor de una nueva corriente musical que buscaba realizar grabaciones de las piezas de antiguos compositores usando los mismos instrumentos que estos emplearon en su tiempo; algo que fascinó a los Straub. Así nace, se escribe, se rueda, se monta y se estrena una película estructurada a través de dos tipos de secuencias: unas mostrarán con sutileza -y gran precisión para contar mucho con poco- la vida de Johann Sebastian Bach narrada a través de la voz en off de su (segunda) mujer; quien relatará los diferentes trabajos de su marido, su trágica vida (muchos de sus hijos fallecieron prematuramente) y su pasión por la música. El otro tipo de secuencias serán largas grabaciones en directo, en una sola toma, de selectas piezas del compositor tocadas por Leonhardt y demás músicos in situ que acompañen y dialoguen con el discurso cronológico de la voz de Anna Magdalena Bach.

En Crónica de Anna Magdalena Bach no importa que Leonhardt no se parezca en nada al verdadero compositor. Straub y Huillet rehuían del biopic que centraba sus esfuerzos en capas y capas de maquillaje para transformar a un actor en otra persona. Lo que verdaderamente importa es transmitir la capacidad artística musical del compositor alemán y mostrar en esas secuencias musicales -grabadas, repito, en una sola toma con sonido directo- la excelsa capacidad del ser humano por poder construir y crear ARTE (sí, en mayúsculas) a través de la unión del esfuerzo entre personas que, en el momento adecuado, proceden a tocar en sintonía una serie de notas y silencios que devienen en algo trascendental. Se trata, en parte, de un discurso ideológico cercano a una idea personal del comunismo: el ser humano en unión, el ser humano como comunidad, siendo capaz de crear algo brillante.

Más allá de la trascendental experiencia que es admirar a los músicos tocar largas obras de Bach, la puesta en escena de Huillet y Straub es toda una muestra de a lo que puede llegar el minimalismo cinematográfico. Todos los movimientos de cámara, todas las palabras, todos los silencios, todas las piezas musicales, las transiciones entre planos… todo ayuda a conformar una absoluta obra maestra del cine.

 

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