Representación, Ideología y Recepción en la Cultura Audiovisual

12 meses con Hayao Miyazaki (IV): «Mi vecino Totoro» (1988) y el mundo a ojos del niño

El Studio Ghibli apenas llevaba dos años fundado. Nausicaä en el Valle del Viento había sido, en 1984, su preludio; El castillo en el cielo (1986), su obertura. Pero, en 1988, el estudio todavía no se había labrado un nombre que equivaliera, como lo hace ahora, a calidad. Los nombres de Hayao Miyazaki y sus compañeros Isao Takahata y Joe Hisaishi eran tan solo conocidos por un público de nicho. Así, para demostrar la diversidad temática y tonal que podía ofrecer el estudio, sus fundadores diseñaron una estrategia de acercamiento a las audiencias de todas las edades: un estreno doble con Mi vecino Totoro, una agradable fábula sobre los lazos familiares y la magia del mundo a ojos de un niño, y La tumba de las luciérnagas, un demoledor drama sobre los horrores de la guerra y la cruda realidad de un mundo inmisericorde. Las dos caras de una misma moneda, una de mano de Hayao Miyazaki, la otra de Isao Takahata. Además de demostrar el multifacetismo del estudio, el estreno doble tenía como objetivo atraer a colegios e institutos con La tumba de las luciérnagas, cuyo discurso antibélico e histórico podía enseñar a las audiencias jóvenes sobre las frescas heridas de un país post-IIGM.

Así pues, la dupla Mi vecino Totoro y La tumba de las luciérnagas demostraría la razón detrás del nombre del estudio: proveniente de un viento del Sáhara y un avión italiano de la IIGM, «Ghibli» iba a ser ese nuevo viento que azotara la industria de la animación para encaminarla en una dirección productiva. Miyazaki se oponía con fervor en esa época a la visión de la animación de Osamu Tezuka, cuyas producciones en los ochenta se caracterizaban por la poca profundidad de sus tramas y el escaso movimiento de sus personajes. Tanto las primeras cintas de Miyazaki como este estreno doble constataban su visión: obras de un detallismo extraordinario, temas complejos y una ingente cantidad de dibujos por segundo. Mi vecino Totoro era tan solo una nueva iteración de este hecho, potenciada por ligeras mejoras técnicas desarrolladas en los dos años de producción entre El castillo en el cielo y esta nueva cinta.

Mi vecino Totoro no hace gala de la pompa y circunstancia que cabría esperar de su intención subyacente; es sencilla en estructura y argumento, mucho más reducida en espacio y duración que sus predecesoras El castillo en el cielo Nausicaä en el Valle del Viento, y menos exigente en cuanto a dibujo por lo pausado de su ritmo. Sin embargo, ninguno de estos factores supondrían un obstáculo para crear una obra de animación despampanante y emociones palpables. Miyazaki acude esta vez al minimalismo para, irónicamente, engrandecer la cinta. En ella, no hay grandes conflictos ni excitantes aventuras; solo la relajada historia de dos niñas, Satsuki (unos 10 años) y Mei (unos 4 años), en sus primeros días de mudanza junto con su padre Tatsuo a una casa de campo cerca del hospital donde se encuentra hospitalizada la madre de ambas. El mayor conflicto argumental se encuentra en la enfermedad de este personaje, que, si bien nunca termina de aclararse en la cinta, parece tratarse de tuberculosis espinal, la misma enfermedad que achacó a la madre del propio Miyazaki.

El tono costumbrista de la cinta viene marcado por el espacio: una casa en plena satoyama, una zona natural de agricultura situada alrededor de los poblados. Lejos del mundanal ruido, Satsuki y Mei pueden desarrollarse de manera significativa. Hay en ellas una energía y felicidad propias de la conexión con la naturaleza, donde cobran mayor importancia la siembra o los baños tradicionales. Como sabemos, Miyazaki no es detractor de la tecnología; solo del uso que el ser humano, en su ambición expansionista, hace de ella. A lo largo de la cinta aparecen coches, buses y paraguas, todas invenciones para facilitar la vida a las personas, y cohabitan con el espacio natural. Incluso los espíritus de la zona las emplean: el Gatobús, cuya forma y funcionalidad coinciden con las de un autobús, o Totoro y su amplia sonrisa al escuchar el repiqueteo de las gotas de agua en un paraguas prestado por Satsuki dan buena cuenta de ello. Paralelamente, las niñas que podemos suponer criadas en ciudad disfrutan de los bienes naturales de la satoyama, y somos testigos de cómo Mei, todavía demasiado pequeña para ir a la escuela, invierte su tiempo libre en perseguir animales y explorar el amplio terreno de la casa con curiosidad. Esto último es lo que la lleva a encontrar al espíritu del bosque, Totoro, por primera vez en una secuencia que recuerda —como en la posterior El viaje de Chihiro (2001)— al Alicia en el País de las Maravillas de Lewis Carroll, si bien parece provenir, en realidad, del relato «Las bellotas y el gato montés» de Kenji Miyazawa (Montero Plata, 2014: 183).

He mencionado a Totoro y al Gatobús como espíritus del área donde habitan Satsuki, Mei, Tatsuo y algunos vecinos. En Mi vecino Totoro, los elementos sobrenaturales no chocan ni con el tono costumbrista ni con el argumento. Los susuwatari o «duendes del polvo» que pueblan la casa de la familia son tratados como una mera curiosidad que fascina a las niñas —solo ellas pueden verlas, nos confirma la afable anciana del lugar—, y tanto Totoro como el Gatobús realizan prodigios por la satoyama que, en cualquier situación real, serían vistos como extraños, pero aquí, nadie parece verlos. Si bien lo espiritual se materializa de manera tangible en el entorno natural —el Gatobús, en su rápido andar, mueve plantas, levanta vientos y sacude lagos—, solo Satsuki y Mei pueden interactuar directamente a los seres espirituales. Este realismo mágico se concreta en el tema principal de la cinta: la forma en que los niños perciben la realidad como un mundo de magia donde, como afirmaba Miyazaki, la imaginación depende de un delicado equilibrio entre lo real y lo ficticio. Nunca sabemos si el ritual de Totoro y las hermanas hace crecer verdaderamente un árbol milenario durante una noche o si tan solo es la visión ficcional de las dos niñas. La música de Joe Hisaishi desempeña un papel capital en este ámbito: en una cinta donde la banda sonora se compone mayormente de gritos de alegría de las dos niñas, las suaves tonadas del compositor principal de Miyazaki prácticamente solo aparecen en los momentos donde lo sobrenatural entra en las vidas de Satsuki y Mei. Los duendes del polvo salen de una rendija de la casa en un acorde de apenas segundos y el ritual de Totoro se acompaña durante el minuto que dura de una de las canciones más conocidas de Hisaishi. No siempre aparece en estos momentos donde ficción y realidad parecen mezclarse, pero estos resultan más la norma que la excepción.

Si lo que el espectador contempla en el transcurso de la cinta puede ser producto de la imaginación, ¿cuál podría ser el interés de su visionado? Miyazaki parece dejarlo claro: en un espacio puramente japonés, tradicional y animista, Satsuki y Mei conectan con la naturaleza —y, con ella, sus espíritus— para enfrentarse a las complicaciones cotidianas de la infancia, sean los primeros días en un nuevo colegio, la mudanza a una nueva casa sin reformar o esa ausencia palpable de la figura materna en el hogar. A causa de la enfermedad de su madre, Satsuki oculta sus temores y debilidades al decidir saturar este papel para que su hermana se desarrolle de manera adecuada; mientras Mei, por su parte, se encuentra vulnerable ante las complejas emociones que representa el vaivén de la enfermedad de su madre. En esta ecuación encaja Totoro, quien se muestra, en sus apariciones contadas, su aspecto y actitud, como un refugio para los momentos de mayor indefensión y angustia de las niñas. Es gracias a él que Satsuki recupera su infancia perdida y Mei comienza a lidiar positivamente con la situación, hasta tal punto que termina siendo —en los títulos de crédito— una suerte de hermana mayor para sus compañeros de clase. Originalmente, las hermanas iban a ser solo un personaje (quizás más cercano a ese Miyazaki autobiográfico en relación con la enfermedad de su madre), pero este desdoblamiento permite aproximarse a la infancia desde varias perspectivas y ofrecer múltiples soluciones al tiempo.

Mi vecino Totoro no es una película sobre Totoro, sino sobre la influencia positiva de este como personificación de la naturaleza japonesa. Esta especie de panda (de hecho, podemos encontrar su prefiguración en el personaje del panda padre de Las aventuras de Panda y sus amigos [1972], cinta de Takahata en la que participó Miyazaki), bonachón y tan justo como la naturaleza, se convertiría muy adecuadamente en los años posteriores al estreno doble en la mascota del Studio Ghibli, en la representación simbólica de su esencia. Ni siquiera sus directores lo esperaban: tuvieron que producir merchandising del personaje una vez descubrieron lo desmedido de su demanda, y ello permitió un saneamiento económico que la compañía necesitaba después de un considerable desgaste en la posproducción de las dos películas. Este desgaste no era solo monetario; también se refería al estado de sus trabajadores. Debemos recordar que el método de trabajo de Miyazaki, al fin y al cabo, era arriesgado y entraba de pleno en el terreno de la explotación laboral; no en vano afirmaba el director que «durante la producción de una cinta, es indispensable olvidarse de la vida personal de uno mismo» (en Montero Plata, 2014: 43). La producción doble de Mi vecino Totoro y La tumba de las luciérnagas no volvería a repetirse en la historia de la compañía. Se trataría, sin duda, de la mayor apuesta de Ghibli; una apuesta que, afortunadamente, rindió positivamente y abrió paso a un futuro próspero para la compañía que, entrados los noventa, por fin comenzaba a ganarse un sello de calidad.


Referencias bibliográficas

+Montero Plata, Laura (2014). El mundo invisible de Hayao Miyazaki. Palma de Mallorca: Editorial Dolmen.

 

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