Representación, Ideología y Recepción en la Cultura Audiovisual

«BARDO, falsa crónica de unas cuantas verdades» (Alejandro González Iñárritu, 2022): México, patria querida

Al inicio, la sombra. Se ve retratada en un suelo de tierra quebradiza, moteada por algunos parches de hierba aquí y allá que no hacen otra cosa que remarcar el talante árido del paisaje. La sombra es, claramente, la de un ser humano. Sin embargo, tiene la particularidad de que, al saltar, planea grácilmente durante varios segundos para luego volver a posarse sobre el suelo. Esta es la introducción que nos plantea González Iñárritu del protagonista de su séptima película, BARDO, falsa crónica de unas cuantas verdades (2022). Un protagonista que responde al nombre de Silverio Gama: un periodista que decidió probar suerte, con notable éxito, en el mundo de los documentales. Tal es su implicación en sus productos que parece haberse difuminado la línea que existe entre lo estrictamente real y lo puramente ficcional, o por lo menos así nos lo plantea su último documental, Falsa crónica de unas cuantas verdades, cuyo argumento vira alrededor del concepto de lo autobiográfico y del docufiction, teniéndolo a él como el peculiar protagonista que lleva a cabo un viaje a través de las varias épocas que ha vivido México desde los tiempos precolombinos hasta la más reciente actualidad. La idea es meternos de lleno en los entresijos de la película, así que: atención spoilers.

El primer misterio que encierra el último capricho de González Iñárritu lo encontramos en el propio título: ¿qué es un «bardo»? El Diccionario de la Real Academia Española recoge estas definiciones del término:

1. m. Poeta de los antiguos celtas.

2. m. Poeta heroico o lírico de cualquier época o país.

La significación de estas exposiciones es algo que sangra cuantiosamente en el contenido de BARDO. A su manera, Silverio Gama representa una suerte de nuevo poeta heroico. A lo largo de la película, vemos cómo se pone en una situación lo suficientemente vulnerable para explorar la modernidad de un México a caballo entre el fervor del orgullo nacional y el exilio masivo a pastos más verdes más allá de la frontera que separa el país de su convecina potencia mundial, Estados Unidos. También, un México dado a un sensacionalismo implacable contra las figuras celebradas del país. Muestra de ello es una escena en la que Silverio acude como entrevistado al ficticio programa de televisión mexicano «Supongamos» —ficticio, digo, pero con unas características lo suficientemente identificables como para extrapolar sus ideas y modus operandi a los varios programas de prensa rosa y amarillista que «nutren» los televisores de cada casa—. En ella, Luis Baldivia, el entrevistador interpretado por Francisco Rubio, comienza, ya no a preguntarle acerca de sus proyectos de forma agresiva, sino a increparle toda una serie de cuestiones que deberían discutirse en ámbitos privados en los que no se pueda crear espectáculo a partir de este tipo de disputas. Silverio recibe cada uno de los insultos en silencio, permitiendo que la reflexión sobre el sensacionalismo televisivo y, por encima de todo, sobre el estado del arte en circunstancias posmodernas, donde todo tiene que entretener y suponer una afrenta a la imagen de las celebridades, se vaya desarrollando. El silencio de Silverio le concede suficiente espacio al despropósito que plantea Luis como para que la propia situación hable por sí misma.

Daniel Giménez Cacho es Silverio Gama, un documentalista que parece haberse perdido en la narrativa de los hilos enhebrados por el tiempo.

Sin embargo, más tarde sabremos que Silverio nunca acudió a ningún programa de «Supongamos». Toda la escena que muestra el desequilibradísimo intercambio entre Silverio y Luis nunca sucedió, sino que todo ha sido una proyección de un ego torturado por los entresijos del éxito, su significación a largo plazo y cómo afecta al artista. Y es que Silverio, aunque se mueva libremente dentro de la acepción vista de bardo y corra por sus venas un ímpetu vitalista de preservar la impronta del tiempo en un México que se escapa de las manos, lleva muy mal su condición de artista reconocido. El culto al ego no va con él. Prefiere perderse en las entrañas de su producción cinematográfica antes que vivir una vida que pende de unos hilos eternamente cambiantes y sombríos. En una discusión —esta vez, real— que tendrá posteriormente con Luis, Silverio se lamenta: «¿De qué sirven las ideas sólidas en un mundo que se nos escurre entre los dedos?«. Manifiesta la inquietud central del concepto baumaniano de la «modernidad líquida», esto es, una condición sociocultural exclusivamente posmoderna en la que los pilares que fundamentan los principios de sociedad y cultura cambian su apariencia de forma demasiado brusca e imprevisible. Silverio es otro sujeto que se ha visto sobrepasado por la rapidez de los tiempos, que teme quedarse anticuado, si es que ya no lo está.

Producto de esta manera de ver las cosas es el tambaleo de la identidad. Uno de los nervios que recorre el sistema de BARDO tiene que ver con la eterna pregunta del quiénes somos y qué hacemos aquí. Y aunque sus características estén contextualizadas en territorio mexicano, su contenido es perfectamente extrapolable a todo aquello que conforma nuestra identidad cultural, seamos o no mexicanos. Iñárritu se beneficia de ejercicios anteriores por parte de otros directores, como bien podría ser Russian Ark (Aleksandr Sokúrov, 2002) —indudable influencia en su Birdman or (The Unexpected Virtue of Ignorance) (Alejandro González Iñárritu, 2014)—, un trabajo de verdadero brío técnico que condensa en poco más de hora y media siglos y siglos de historia rusa a través del paseo transtemporal del Marqués de Custine por el Palacio de Invierno. La película de Sokúrov es también extrapolable al estado general del mundo, al plantear una ontología cinematográfica en la que el espacio y la identidad colectiva están cargadas de fantasmas, a la vez de presentar una preocupación sobre el estado de la patria en un contexto globalizado. BARDO no se encarrila a través de la cronología progresiva y lineal de Russian Ark, pero mediante transgresiones temporales y constantes visitas a mundos oníricos, consigue establecer de forma personalísima un problema que afecta a todo el mundo. En una demostración algo más calmada de los hechos, una escena que sirve como representación de todo lo discutido en este párrafo es la de la conversación que mantiene Silverio con su hijo Lorenzo en la cocina. Aquí vemos como la propia identidad personal —siempre enlaza a la cultural e histórica— se explora a través de la diferencia y la distancia. Lorenzo comienza a hablar en inglés con su padre, incluso sabiendo y teniendo en cuenta que está en un contexto en el que se puede perfectamente expresar en español. Silverio le increpa su uso de la lengua inglesa, pero la barrera ya ha sido levantada. ¿Cómo crías a unos hijos en un país que está perdiendo su propia idiosincrasia? Un país de esencia marchitada, que pierde la luz y que con cada emigrado parece desmigajarse cada vez más.

Silverio se desprende de su ego escénico para dejarse llevar por la raigambre a su México natal.

Esto nos ancla a la segunda significación de la palabra «bardo» que no recoge la RAE: el estado intermedio o estado de transición. Esta palabra tibetana se utiliza para designar esa suerte de limbo en el que el fallecido pasa por un proceso en el que se decide en qué se va a reencarnar en base a su Karma. Sin embargo, la lectura que ofrece González Iñárritu en su película no parece responder tanto a este último principio de juicio, sino que se asienta de forma mucho más cómoda en la propia configuración física del bardo como un espacio momentáneamente habitable en el que coexisten la memoria personal de Silverio y la memoria histórica de México como país. Cómoda, sí, pero cargada de significado al plantearlo en las coordenadas contextuales de una película que tanto quiere comunicar sobre el individuo posmoderno en las fronteras políticas, sociales y culturales de un país que se presume abierto a un éxodo masivo. Hacia el último cuarto de la película, Silverio sufre un infarto cerebral y queda postrado en una cama de forma indefinida. Es precisamente en este momento en el que comienza a explorarse la profundidad del concepto «bardo» a través de su aparición en un desierto —paisaje de importantísima relevancia para todos aquellos que quieren cruzar la frontera de México de forma ilegal por necesidad u obligación— en el que van surgiendo ciertos mementos de todo aquello que ha sido su vida. González Iñárritu se beneficia del Fellini más cercano a la fanfarria irónica, aquel que armonizaba perfectamente la comedia y la melancolía en Amarcord (1973) o E la nave va (1983). Un Fellini recontextualizado a través de una lente que nos transporta a la visión mucho más calmada y deprimente de los hechos que puede existir en algo como Landscape in the Mist (Theo Angelopoulos, 1988), pero siempre con ese principio propio de un México tan aferrado a la vida, sean cuáles sean las circunstancias.

Con BARDO, González Iñárritu se desvela como un verdadero humanista que localiza al ser humano dentro del circo hiperconectado de la modernidad líquida. Es consciente de que la historia no se construye en base a principios surgidos de la nada y que no se reproduce por accidente, sino que hay un proceso activo de reestructuración y reflexión alrededor de la idea que no es más que un diálogo que mantiene el ser humano, primero, con los iniciadores de toda la conceptualización histórico-cultural de este proceso y, segundo, consigo mismo a lo largo de su corta existencia. Un individualismo que no es más que una invitación disfrazada a disfrutar la colectividad y a entretenernos en conversar acerca del camino a seguir. De forma accidental, González Iñárritu enarbola a lo largo de dos horas y media lo que Herman Hesse explora en la introducción de su Demian (1977):

Si no fuéramos algo más que seres únicos, sería fácil hacernos desaparecer del mundo con una bala de fusil, y entonces no tendría sentido contar historias. Pero cada hombre no es solamente él; también es el punto único y especial, en todo caso importante y curioso, donde, una vez y nunca más, se cruzan los fenómenos del mundo de una manera singular. Por eso la historia de cada hombre, mientras viva y cumpla la voluntad de la naturaleza, es admirable y digna de toda atención. En cada uno se ha encarnado el espíritu en cada uno sufre la criatura, en cada uno es crucificado un salvador. (10)


HESSE, H. 1977. Demian. Madrid: Alianza Editorial.

 

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