«Challengers» (Luca Guadagnino, 2024): de qué hablamos cuando hablamos de tenis
Que el tenis no es solo cuestión de darle a una pelota nos lo demuestra Luca Guadagnino con Challengers (2024), su octavo largometraje, diametralmente opuesto a sus anteriores proyectos en cuanto a tema —pensemos en el descubrimiento y el primer amor de Call Me By your Name (2017), la complexión brujeril de Suspiria (2018) o el retrato de la juventud estadounidense caníbal en Bones and All (2022), que poco o nada tienen que ver con la explotación de lo deportivo de Challengers—, pero minuciosamente conectado a ellos a través de un universo de estímulos semióticos que más tarde trataremos. Por ahora, baste referirnos al argumento de la película: Tashi (Zendaya), una competitiva y ambiciosa jugadora de tenis, se convierte en la entrenadora de su marido Art (Mike Faist) tras sufrir ella una lesión que le impide la práctica profesional del deporte. A pesar de haberlo llevado al estrellato, Art parece estar pasando por una generosa racha de derrotas, motivo por el que Tashi lo apunta a un torneo challenger —esto es, la antesala del mundo propiamente competitivo profesional— donde, por fuerza y capricho de un destino quizá manipulado, tendrá que enfrentarse a Patrick (Josh O’Connor), su antiguo mejor amigo y examante de Tashi. El filme dirigido por Guadagnino y guionizado por Justin Kuritzkes se aventurará a bucear en los intrincados tejidos de los triángulos amorosos, los juegos implícitos de las tensiones sexuales (no) resueltas y el vicio de los espíritus para que estos actúen a favor de quien maneja los hilos. Huelga decir que en la presente entrada abundarán los spoilers.
Decía al comienzo que el tenis, realmente, no es algo que pueda reducirse ad absurdum en una dinámica de recibir pelotas y devolverlas a raquetazos. Hay mucho más en juego. Es un duelo tanto técnico como de egos, en los que, durante un período determinado de tiempo, ambos actantes se baten para vencer al otro. Esta filosofía la recoge la película y la plasma de forma explícita en las palabras de Tashi: el tenis es una relación. En sus primeros compases como tenista, el personaje interpretado por Zendaya rivaliza contra Mueller, una tenista competente que, según nos hace saber Tashi, es una racista que no soporta ser vencida por una jugadora que no sea blanca. Sin embargo, y a pesar de esta consideración, Tashi incide en la naturaleza del tenis en tanto que relación y menciona que durante unos segundos, incluso con una persona que tanto desprecio le merece, ha habido una conexión que les ha permitido entenderse a la perfección. Casi por acto alquímico, el partido se ha convertido en un espacio de diálogo. De esta manera, el primer raquetazo es una emisión que manda un mensaje a un receptor, es decir, ese segundo raquetazo. La pista de tenis se convierte en un entorno conversacional donde tiene cabida la más que evidente naturaleza competitiva del deporte, pero también ese sentimiento de correspondencia que existe entre dos rivales cuando dan lo mejor de sí mismos. En tanto que relación contenida en un contexto de competitividad y espectáculo, el tenis se convierte en una tragedia entre dos personajes que buscan dar el último y mejor raquetazo de la contienda. Así las cosas, la épica se presenta de forma orgánica y permite la lectura del partido de tenis como un combate entre dos todos conformados tanto por la parte mecánica del asunto (cuerpo) como por lo estrictamente espiritual (emoción, alma).
La lectura del tenis como relación invita a un solapamiento del contexto deportivo con el puramente sentimental. Tashi se desvive por el tenis. Prueba de ello es que, incluso habiéndose apartado del circuito competitivo debido a su lesión, sigue buscando formas de reintroducirse en él, incluso si es a través de instancias indirectas, como es el entrenamiento, o directamente paralelas, como podría ser la cuestión del merchandising sobre la proyección comercial de Art que ella, con ojo crítico, supervisa. Decía que la naturaleza de la filosofía particular de Tashi invita a ese solapamiento y, de hecho, se cumple ese destino. Su idea de relación, colmada de los principios fundamentales de la práctica profesional del tenis, hace mella en su matrimonio con Art al entender esta unión como una apuesta a futuro en lo que a proyección competitiva se refiere y no como el usual proyecto de pareja para el que suelen celebrarse las nupcias. De igual manera, su criterio para escoger con quién mantendrá una relación sentimental en los primeros compases del filme, si con Patrick o con Art, parte de la base de lo competitivo: quien gane el partido que se plantea entre ellos dos, tendrá el “privilegio” de salir con ella. Es un escenario marcado por la victoria y la excelencia, pero nunca por la sentimentalidad o emoción. La esencia competitiva de todo aquello que rodea a Tashi tiene vida útil más allá de su propia persona, pues Patrick y Art, antes compañeros de academia y mejores amigos, se ven absorbidos por las dinámicas que emanan de Tashi y terminan por competir entre ellos por su amor y su deseo, aunque estos dos departamentos se manifiesten solo de forma aparente por parte de la protagonista. Es uno de los requisitos esenciales que coloca la película para la sustitución de la naturaleza de Tashi en tanto que personaje femenino, pues primero aparece como objeto de deseo para Art y Patrick, pero termina por corresponderse con la parte dominante del trío.
Son las dinámicas entre ambos personajes masculinos y Tashi uno de los puntos esenciales para que el juego de manipulación, celos e intereses se desarrolle correctamente. Por ello, considero necesario el desglose de las características primordiales. Entre Patrick y Art, quien goza de mayor tiempo en pantalla es el último. El personaje interpretado por Mike Faist se levanta sobre los aparentes cimientos de la dependencia para con Tashi, persona esta que encarrila y, prácticamente, organiza su vida. De ahí que podamos afirmar que la naturaleza de la relación que ambos mantienen responda a la tendencia de lo maternal, en tanto que Art parece requerir del beneplácito de Tashi para poder tomar decisiones con respecto a su futuro, tanto individual como en pareja. ¿Qué razones median en la caracterización particular de esta relación? Inicialmente, pareciera que Art se acerca a Tashi con el fin de beneficiarse de su situación: ella es una, por entonces, joven adulta de provecho que tiene una brillante carrera delante de ella. Desde esta perspectiva, Art se colocaría en la posición arquetípica tantas veces saturada anteriormente por personajes femeninos de la “pareja florero”, consciente de que la sombra de Tashi es, en efecto, alargada y parece francamente complicado abandonar su dilatado diámetro. Sin embargo, esta dinámica entre ambos avanza para revelar nueva información que complica la naturaleza de la relación. En futuras escenas, comienza a evaluarse la posibilidad de que la dependencia de Art para con Tashi sea más bien un producto orgánico del choque de expectativas que ambos plantean. Ella quiere que él sea un ganador, razón por la que su frustración y decepción con él en las escenas iniciales de la familia resulta tan evidente (él aparece como un jugador de “élite” que tiene que verse forzado a jugar partidos de segunda debido a un déficit precario en la pista). Por otra parte, a través de Patrick, se nos manifiesta que Art podría estar buscando un futuro fuera de las pistas como comentarista deportivo, escenario que lo apartaría de la competición profesional y le permitiría pasar más tiempo con su hija. Con esto en mente, puede parecer que la naturaleza dependiente de Art se ha actualizado y ha sobrescrito aquel aparente interés superficial que profesaba en los primeros compases de la relación, pero es muy probable que la respuesta más acertada nos lleve a pensar precisamente lo contrario. Junto con Tashi, Art se levanta como un manipulador que, consciente de su falta de talento o, incluso, de motivación, pretende vampirizar la buena praxis económica y mediática de su esposa para poder seguir viviendo del cuento. Hay varias dinámicas que favorecen esta lectura, como el tipo de conversaciones que mantiene con Patrick cuando Tashi todavía era la pareja de este y no su esposa. Eventualmente, los esfuerzos manipuladores de Art parecen cristalizar en un contexto aprovechable para él en tanto que parece estar rozando con la punta de los dedos su tan ansiado objetivo.
Con Patrick, la relación que mantiene Tashi es mucho más escueta, pero no por ello menos interesante. Funciona como una suerte de contraparte al laissez faire aplicado a lo sentimental que plantea Art. Su naturaleza es mucho más conflictiva, razón principal por la que su relación con Tashi no llegó nunca a ningún lado realmente productivo. Mientras Art destaca en la ecología de personajes por las segundas intenciones detrás de su aparente apertura ante las manipulaciones de Tashi, Patrick no juega a lanzar la piedra y esconder la mano. Es una figura independiente que no requiere de los otros para poder avanzar, incluso si a veces se pone a su servicio para que, precisamente, sean los otros los que avancen, como sucede con Art en aquellos años en los que fueron compañeros en la academia, cuando Patrick se dejaba ganar. A pesar de estas excepciones, la fortaleza de su carácter —algo que le trae más desgracias que alegrías— le permite un avance, si bien a trompicones, liberado de dependencias. Es interesante reincidir en las características esenciales de su relación con Tashi porque juegan a favor de la filosofía de la competitividad que la película lleva inoculada en su código genético. Como comentaba más arriba, una situación de pareja entre Patrick y Tashi es un imposible. La independencia crítica del primero contrasta negativamente con las ambiciones, manipulaciones y aires de grandeza de la segunda. Su historia sentimental es una de egolatrías y ofensas. Sin embargo, y a pesar de todo esto, ambos astros siguen estando dispuestos a orbitarse mutuamente. Tashi, muy probablemente motivada tanto por la decepción hacia Art como por un gusto muy particular por los retos y las competiciones, termina acostándose con Patrick en la víspera del partido que este último peleará contra Art. ¿Es esto un resquebrajarse de la capa fría y calculadora de la entrenadora o es, en su defecto, un movimiento más de las fichas sobre el tablero de sus objetivos y ambiciones? Sea como fuere, la verdad es que será este mismo encuentro entre Patrick y Tashi lo que dinamitará la tensión del último tramo de la película al colocarnos en un escenario donde todas las dinámicas presentadas hasta el momento entran en juego para, por fin, dilucidar y romper la pátina de entramados, celos y envidias que se han construido de forma intensa desde el comienzo. Un final que deja cosas en el aire, pero que busca simbolizar el desasirse de las cadenas y el desarraigo de la raíz perniciosa.
Lo que queda claro es que a Challengers, a través de este triángulo amoroso dominado esencialmente por el poder, pero también por la emoción, la atraviesa un relámpago pasional que no necesariamente se corresponde solamente con el aspecto sentimental. Es cierto que gran parte de esa pasión encuentra su cauce en la perniciosa economía romántica que existe en el núcleo de ese trío. Sin embargo, hay toda una serie de elementos adláteres que favorecen, en tanto que intensifican, ese mismo universo pasional. El primero, y quizá la más importante, es un estímulo semiótico que conecta Challengers con las anteriores películas del director: la conversión del cuerpo y sus fluidos en fetiche. No son pocas las escenas que Guadagnino, auspiciado por la excelente fotografía de un Sayombhu Mukdeeprom tres veces reincidente, dedica a la contorsión de los cuerpos y al libre discurrir de los fluidos asociados con la práctica del tenis, especialmente el sudor. No estamos hablando de un planteamiento estetizante à la Tom Ford en A Single Man (2009), donde cada movimiento de los cuerpos que el George de Colin Firth contempla son vistos como algo cercano al milagro poético hecho carne, sino más bien a una celebración mecánica y sensual del organismo humano en un sentido casi holístico que sirve como nueva inclusión al ya generoso abanico de representaciones del físico humano que Guadagnino ha cultivado a lo largo de sus últimos largometrajes. Pienso en los cánones de belleza griegos, fielmente representados en esas estatuas espolvoreadas a lo largo de Call Me by Your Name (2017), y que parecen encontrar un fiel correlato en Challengers con el físico de los tres protagonistas, debidamente adaptado a su labor como tenistas. Con Suspiria (2018), el director italiano dio un giro a la izquierda en lo que a manifestación corporal se refiere y planteó un mundo de magia y praxis ocultista al que solo se puede acceder a través del baile y de la contorsión corporal. En esta misma línea macabra, en Bones and All (2022) plantea el cuerpo, directamente, como producto de consumo al enhebrar el argumento de su historia a través de personajes que se ven forzados a practicar el canibalismo. Supondrá Challengers el retorno a un mundo mucho menos lúgubre y siniestro, pero igualmente colmado de ricos significantes. Más allá de la filosofía detrás de este planteamiento específico de los cuerpos, el modo en el que se representan tanto el físico humano como los fluido que de él brotan buscan la inmersión del espectador en el contexto específico del triángulo amoroso y de los partidos de tenis celebrados.
El juego pasional también encuentra un lugar feliz en lo juguetón de la sexualidad y sus tensiones, especialmente aquellas que se dan entre Patrick y Art. El universo simbólico de Challengers, además de la representación de los cuerpos y sus fluidos, está sutilmente esparcido con suficiente simbología fálica como para que el atento espectador se dé cuenta. Dos escenas se vienen a la cabeza: una en la que el Patrick de Josh O’Connor está comiendo un plátano mientras observa, con mirada traviesa, a un cansado Art en un descanso del partido que ambos celebran y otra en la que ambos personajes comparten un churro en una cafetería. A la altura de la aparición de estas dos escenas, el espectador ha sido testigo de otros tantos momentos en los que se juega con la identidad sexual de Patrick y Art, de forma que no tienen que asirse como dos ejemplos aislados sino, más bien, como dos casos suficientemente notorios que arrojan todavía más enredo a los verdaderos sentimientos de ambos personajes. Pero ¿realmente qué se busca con este planteamiento ambiguo? ¿Es una forma de manifestar un asunto de represión sexual? ¿Es un juego irónico y desmitificador de la masculinidad? Sin duda, hay una liviandad notable en cómo se plantean estas escenas como para buscar una explicación realmente grave y productiva del caso. Simultáneamente, este tipo de escenas son los suficientemente recurrentes como para que se queden como un mero apunte de anecdotario. Es posible encontrar una respuesta feliz en la misma naturaleza juguetona de estos momentos, que sirven como alivio cómico de la intensidad que recorre la película, pero que también parecen representar un papel en el despliegue constante de celos entre los personajes. Sin embargo, no considero que debamos ejercer una lectura de estas escenas que transgreda demasiado el aspecto travieso del asunto.
Challengers no solo refina el motivo narrativo de los triángulos amorosos al mismo tiempo que se hunde completamente en el desarrollo de las pasiones orgánicas al tropo. La película de Guadagnino también se atreve al planteamiento de unos aspectos técnicos estupendos que llegan a asombrar por su originalidad y ejecución. Junto al ya mentado Mukdeeprom, Guadagnino se aventura a la experimentación con los puntos de vista. En un período corto de apenas 10 minutos, el espectador puede salir de ellos habiéndose posicionado en la perspectiva de la pelota de tenis, de la red que separa ambos lados de la pista o de los propios personajes, sin contar los puntos de vista objetivos que nos dan una visión privilegiada de la acción. Junto a la fotografía y al montaje, una interesantísima banda sonora firmada por Atticus Ross y Trent Reznor le aporta una energía eléctrica a través de su atípico uso del techno para recoger los paisajes emocionales frenéticos, competitivos y repletos de intensidad de los personajes y las situaciones en las que se ven inmersos. Lo extraño del asunto aparece cuando estas mismas secciones musicales, que, repito, se construyen en clave techno y, por lo tanto, ajetreada, se reproducen como fondo de conversaciones relativamente normales y prosaicas que mantienen los personajes. Lejos de extrañar y repeler, uno termina aceptándolo como parte intrínseca del lenguaje particular de la película y acaba disfrutándolo como un elemento más de ese nervio pasional que atraviesa la película. Ambos elementos, la fotografía y la banda sonora, echan leña al fuego del fantástico dinamismo que caracteriza Challengers, filme con un sello de calidad tan manifiesto que ya comienza a sonar como una de las mejores películas del año.
Graduado en Lengua y Literatura Españolas por la Universidad de las Islas Baleares (UIB), donde también cursó el Máster en Lenguas y Literaturas Modernas —especialización en Estudios Culturales— y el Máster de Formación de Profesorado y donde se encuentra actualmente realizando un Doctorado en Filología y Filosofía. Interesado en el panorama ‘queer’, la ecocrítica y las representaciones discursivas y ficcionales de la otredad, acude a la llamada de las artes en busca de refugio y santuario para evitar perder el poco juicio que le queda.