Representación, Ideología y Recepción en la Cultura Audiovisual

RIRCA recomienda: el teatro en el cine (II)

Seguimos con nuestro particular viaje a las relaciones entre el teatro y el cine. Si la entrega anterior se centraba en el entorno (meta)teatral para la creación y la relación entre personajes, en nuestra segunda tanda de recomendaciones el film se pone al servicio de la representación teatral para establecer una dialéctica con la realidad ya sea personal ya sea ideológica.

Gerard Bibiloni: Mephisto (István Szabó, 1981)

Mefisto (1981) | MUBI

La trayectoria del mito fáustico es tan extensa en tiempo y rica en representaciones que entrar siquiera en un proyecto para establecer su historia resulta complicado. Su inicio responde a demasiados estímulos lo suficientemente variados como para poder estar seguros de que viene de un lugar en concreto, hecho que no consigue otra cosa que formular una neblina misteriosa a su alrededor que lo encumbra como uno de los grandes mitos de la humanidad. Sin embargo, si uno aventurara a preguntarse a sí mismo de dónde conoce la leyenda fáustica, muy probablemente sus respuestas lo llevarían al Fausto de Goethe, dramatización del mito publicada en dos partes: una en 1808 y otra en 1832. En ella se nos plantea la historia inmortal de Fausto, que, a modo de un Job pagano, se presenta como el hombre favorito de Dios. Víctima de una depresión suicida por no poder alcanzar el conocimiento infinito, primero, a través de las ciencias y, luego, de la magia, a Fausto se le aparece Mefistófeles para proponerle un trato: mientras este ronde por la Tierra, hará lo que aquel quiera. Sin embargo, y en tanto que trato, tiene que haber una segunda parte, y es que cuando Fausto muera, será este quien se pondrá al servicio de Mefistófeles. Con esto, el dilema está servido: ¿merece la pena el conocimiento infinito en la limitada vida terrenal a cambio del vasallaje perpetuo al mismísimo diablo en el infierno?

Para cuando Klaus Mann escribiera en 1936 su Mefisto, la historia representacional del mito ya había gozado de varias iteraciones, pero quizá el mundo nunca había visto una tan particular e irónica como la que planteó, primero, el mentado autor y, después, István Szabó con con su adaptación, Mephisto, en 1981. Ganadora de un Premio Óscar a la mejor película extranjera en ese mismo año, su argumento nos lleva a las inmediaciones de la Alemania nazi. Con Hitler y sus acólitos en el poder, Höfgen (Klaus Maria Brandauer), un actor aparentemente revolucionario que flirtea con la ideología bolchevique, tiene que escoger entre abandonar la patria y marcharse al exilio o seguir viviendo en Alemania. Si escoge la primera opción, puede vivir con libertad ideológica, pero quizá nunca le llegue el éxito (nuevo ambiente, alejamiento de su lengua materna, cambio de contexto). Sin embargo, si opta por el segundo camino, deberá vivir bajo la presión y las demandas del régimen nazi, pero podrá gozar de una carrera colmada de triunfos y celebraciones.

La forma en la que Mann y, tras él, Szabó utilizan la leyenda fáustica en el contexto de la Alemania nazi, no responde tanto a la excusa de perfilar la historia cultural del teatro en una época de represión ideológica, sino que, más bien, busca representar cómo las relaciones de poder trabajan de forma subrepticia, de manera que, para cuando uno quiera darse cuenta, el veneno que recorre sus discursos ya forma parte de tu terreno sanguíneo. Höfgen interpreta a Mefistófeles y a Hamlet, dos personajes que vehiculan su propia historia y trabajan teniéndolo todo bajo control, estado que parece ser afín al de nuestro actor protagonista. Utiliza el beneplácito de los altos cargos del régimen para liberar a sus amigos revolucionarios de prisión, trabaja de forma ininterrumpida de aquello que le apasiona y, sobre todo, tiene un éxito arrollador. Pero ¿de verdad Höfgen tiene poder sobre su vida en esa Alemania atestada de jóvenes arios vestidos con uniformes militares confeccionados por Hugo Boss? La ironía que nos muestra Szabó con Mephisto tiene que ver con cómo aquellos que actúan como Fausto pueden, en realidad, ser Mefistófeles, y viceversa.

Imprevisible, estética, grande, excesiva, romántica. Mephisto trae consigo lo mejor —y lo peor— del espíritu alemán a través de sus espacios, sus emociones y sus tonos para informarnos sobre el pasado, pero también alertarnos del presente y futuro. Las dinámicas discursivas de aquellos extremos que ansían posiciones de poder, conocidas por regalar los oídos con sus esfuerzos demagógicos, no es algo que solo forme parte del pasado. Quizá la historia nos permita identificarlas de forma más certera, pero también nos da las herramientas necesarias para poder señalar satisfactoriamente aquellos populismos que colman las papeletas electorales del presente. La Mephisto de Szabó es cine de ayer que, por desgracia, resuena más en nuestra contemporaneidad que en la de aquellos que asistieron a su estreno en 1981.

Aitor Fernández de Marticorena Gallego: En presencia de un clown (Ingmar Bergman, 1997)

De todos los filmes que hemos recomendado en estas dos entradas, este quizás tenga el placer y la desgracia de ser el más extraño de todos ellos. Bajo el experto ojo de Ingmar Bergman, cuya filmografía está compuesta, mayormente, de rotundos aciertos, En presencia de un clown resulta un pastiche conceptual difícil de digerir. Y es que, como penúltima película de un director ya en los últimos años de su vida, permite lecturas profundas en relación con toda su obra; lecturas que, hasta cierto punto, provienen antes de especulaciones equívocas que de una línea de pensamiento continua, esclarecedora y reforzada por la cinta. Esta misma parece jugar con un imaginario propio, no extensible a películas anteriores del director, y esconde con ambigüedades su mensaje durante la primera hora.

La premisa de la película ya revela muchas de las inquietudes de Bergman en el momento del rodaje: Carl Åkerblom (Börje Ahlstedt), inventor y admirador del compositor austríaco Franz Schubert, se encuentra a sus 54 años en un hospital psiquíatrico tras casi acabar con la vida de su pareja, Pauline Thibault (Marie Richardson), de una paliza. Él y otro paciente (el Profesor Osvald Vogler, interpretado por Erland Josephson) deciden llevar a cabo un proyecto teatral que termina en una accidentada incursión al mundo del cine. En el usual estilo de Bergman, se tratan dos perspectivas: la corriente teatral, única y efímera, y la eternidad del cine, con el autoinserto como punto de unión entre ambas. El propio Åkerblom aparece como un alter ego de Bergman que mantiene el apellido de soltera de la madre de este (Karin Åkerblom), cuya defunción afectó profundamente al director. Esta idea del alter ego se hace patente hacia el final de la película, donde un sentido monólogo sobre Schubert y el arte en boca de Åkerblom representa la identificación del personaje (y, por extensión, de Bergman) hundido en la miseria existencial con la trágica vida de Schubert. Bergman se encontraba intensamente dolido en la época del rodaje de la cinta por sucesos anteriores a este: la humillación que sufrió tras un arresto por evasión de impuestos o las muertes de su madre (presente como personaje en la propia cinta) y su esposa Ingrid von Rosen parecen catalizadores de su estado anímico. No deja de ser irónico que, a pesar del claro autoinserto en Åkerblom, el director aparezca como cameo en una escena.

Como película estrenada directamente en televisión y de marcado aspecto teatral, En presencia de un clown parece ir a contracorriente de sus coetáneas televisivas. Su primera hora ya señala un tono distintivo, alienante, donde Bergman quizás experimenta más de lo aparentemente necesario con la figura del clown. Uno no sabe si pensar que el payaso podría tratarse de un recuerdo de la tentación de la Muerte o si, quizás, se trata de una deformación de aquella que se llevó a la mujer y a la madre de Bergman. Podría llegar a pensarse, macabramente, que es su propia mujer o madre transformada en espectro deforme. Esta primera hora de la cinta me pierde por momentos, y solo es a partir de la segunda que comienza a entreverse el Bergman que nos brindó sus más icónicas cintas años atrás.

Del festival de pechos, penetraciones y sífilis inicial, Bergman sale a la luz durante la segunda hora para explorar (y explotar) su propia psique filtrada a través del arte. Se impone el metacine, las cuestiones morales sobre la vacuidad de la vida y la representación teatral como muestra absoluta del poder de una narrativa en tanto que existe en la mente del espectador y no en las acciones directamente representadas sobre el escenario o pantalla. Hacia los minutos finales, Bergman parece surgir de entre sus cenizas con sus usuales temas: el arte como solución trascendental a la depresión y la muerte (el “hundimiento por elevación”, lo llama en la cinta); al tiempo, la obra teatral se transforma en una herramienta más poderosa que el cine, pura e irrepetible. Hay un poco de la sensibilidad existente en The Magic Flute (1975), la cinta más teatral del director.

En lo personal, no creo que En presencia de un clown sea una cinta verdaderamente destacable en la filmografía del director, pero únicamente porque esta se compone de obras maestras. La película que aquí nos ocupa tiene el honor de demostrar que incluso los grandes maestros tienen deslices y que, afortunadamente, pueden recuperarse de ellos. Si aceptamos que la cargante primera hora viene también de Bergman, la segunda brilla con todavía más fuerza.

 

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