Representación, Ideología y Recepción en la Cultura Audiovisual

Sobre Koreeda (VII): «Air Doll» (2009) o la humanidad fragmentada

En marzo de 2021, una noticia confundía al mundo: Japón crea un Ministerio de la Soledad. La fecha no tiene que parecernos extraña. Para marzo de 2021, ya hacía un año que estábamos lidiando con la pandemia del COVID-19. Una de las consecuencias previstas era el confinamiento generalizado, medida que limita —por no decir que prácticamente elimina— la vida social tal y cómo la habíamos conocido hasta el momento. En tan indeseable marco, surgen tres manifestaciones sintomáticas cuya presencia se ha multiplicado en los últimos tres años: la ansiedad, la depresión y la soledad. Esta tríada anti-higiénica de la salud mental —que afecta a todo el mundo, aunque de forma más punzante a los jóvenes (Vázquez Blanco et al. 2020, 477), que han experimentado un cambio de rutina drástico, motivo principal de la aparición de un nuevo cuadro de ansiedad por desapego (Franco Chóez et al. 2021)— parece haber acelerado todo un proceso de toma de decisiones entre las que podemos destacar este Ministerio de la Soledad japonés, país en el que la pandemia parece haberse notado de forma especialmente preocupante si tenemos en cuenta la tendencia creciente en el número de suicidios durante 2020, año en el que se registraron entre 20000 y 21000 casos (García 2021; Peñas 2021) . Sin embargo, en la tierra del Sol naciente el problema con el aislamiento y la soledad no encuentra su génesis en la pandemia mencionada. En la década de 1980, apareció el término hikikomori (literalmente «apartarse», «estar recluido»), destinado a referenciar el caso de todas aquellas personas que habían estado recluidas en su casa/habitación durante un período no inferior a 6 meses. Lejos de convertirse en un fenómeno pasajero, durante las últimas décadas se ha ido agudizando hasta convertirse en motivo de preocupación nacional y crear organismos destinados a combatirlo (Yeung y Karasawa 2023). A esta coyuntura no tardaría en unírsele el concepto de kodokushi  («muerte solitaria»), que vendría a representar a todas aquellas personas —especialmente mayores— que viven aisladas y mueren a solas, desamparadas (Mizrahi 2020). Es la soledad en Japón, entonces, una de las manifestaciones más alarmantes de una problemática estructural que carcome el sistema social y lo convierte en algo extraño, peligroso, dañino.

Tras haber planteado un tributo cinematográfico a sus padres fallecidos con Still Walking (2008), Koreeda podía seguir con la realización de Air Doll (2009), película que nace de una adaptación parcial del manga de Yoshiie Goda Kuuki Ningyo (2000) y que había estado en el punto de mira del director desde su publicación (Muñoz Garnica 2022, 216). En ella, Koreeda se hará eco de prácticamente toda aquella información que hemos planteado en el párrafo introductorio —sin contar todo el panorama COVID-19, claro— y nos contará la historia de Nozomi, una muñeca sexual inflable, propiedad de Hideo (Itsuhi Itao), que cobra vida en inexplicables circunstancias y que empieza a experimentar la vida como una ciudadana más, solo que con una curva de aprendizaje mucho más marcada al partir de cero. Como veremos en esta séptima aproximación a la obra de Hirokazu Koreeda, el escenario configurado por el director a partir de estos elementos supondrá una oportunidad interesantísima para el análisis de un país asediado por un epidemia social silenciosa de raigambre sistémica y tradicional. Como siempre: a partir de aquí, SPOILERS.

Bae Doona se pone en la piel de una muñeca sexual que cobra vida de la noche a la mañana, de forma misteriosa.

Air Doll comienza con un paisaje emocional de lo solitario: un hombre (Hideo), a solas, se mueve por las calles nocturnas de Tokio. Llega a casa para encontrarse con su única compañera en la vida, una muñeca inflable con la que habla y mantiene lo que podría considerarse una relación sentimental. Con estos minutos iniciales, Koreeda ya nos coloca en las dolorosas coordenadas de la crisis japonesa para con la soledad. El espacio es vital: la gran ciudad, enclave de grandes proyectos. Algunos satisfechos, otros frustrados. Referencian la constante búsqueda que anida en estos lugares, esto es, la de la utopía. El seno del estado del bienestar invoca este tipo de prácticas en las que se perfecciona el habitáculo humano de forma constante, como si eso fuera a significar que, con ello, el ser humano fuera a experimentar un cambio de proporciones similares. Sin embargo, parece que esta indagación en el espíritu físico —uno que tiene cierta raigambre en lo espiritual y, por tanto, metafísico— forma parte de una dialéctica negativa que resulta en un «optimismo nacional truncando por la irrupción de la «década perdida»» (Muñoz Garnica 2022, 219). Los espacios que muestra Koreeda en Air Doll plantean un imaginario de lo descuidado e inconcluso. En este sentido, es fácil homologar el estado de lo estrictamente geográfico con las significaciones existenciales de los personajes, comenzando por ese Hideo que comentábamos al comienzo del párrafo.

La película goza de una estética algo más pastel que las anteriores películas del director, pero los temas siguen planteando paisajes humanos enlodados por las emociones más oscuras.

Hay una sensación de abandono en la sociedad japonesa. La tradición imperante ha evolucionado de tal forma que ha llegado a configurar un mundo paradójico, arraigado en unas costumbres milenarias, pero dejando que la modernidad se filtre a través de su sociedad como una suerte de fantasma, plantando tras de sí la semilla de lo utilitario, pragmático y superficial. En el centro de Air Doll, se figura una rampante crítica contra el utilitarismo que la contemporaneidad ha empujado en las sociedades del mundo. Que Nozomi, la muñeca sexual, cobre vida al comienzo de la película —con un gesto minimalista y de una sensibilidad muy propia del director: dejando que las gotas caigan sobre sus manos, enfatizando la sensorialidad y lo táctil— parece responder al deseo por parte de Koreeda de querer denunciar este atomismo propio de la sociedad moderna. El objeto, principal fetiche del materialista, se convierte en sujeto y pasa a formar parte activamente de una vida que solo había podido «ver» desde la comodidad de la pasividad. Pero, tratándose de un director que goza de un núcleo emocional sobresaliente, la crítica no se formulará a modo de un dedo señalando el problema y para ustedes contar, sino que tratará de incluir una cantidad considerable de sus temas —infancia incluida, pues, al fin y al cabo, Nozomi funciona como sustituta del personaje infantil en las anteriores películas del director— para acabar de redondear la crítica. Al cobrar vida la muñeca, no solo asistimos a una oportunidad de ver el mundo desde una perspectiva renovada y maravillada —ofrece, en este sentido, un distanciamiento a partir del que juzgar todo aquello que experimenta—, sino que también se nos plantea un marco a partir del que empatizar con el personaje de Hideo, su dueño. Como vemos a Nozomi ahora, que goza de la capacidad de experimentar, es cómo a lleva viendo —o imaginando— él desde que la compró. Pasamos, de esta manera, a formar parte del mundo más íntimo del sujeto solitario a través de la ontología específica que nos deja ver Koreeda. Uno que ha sido víctima de las fauces de la contemporaneidad, una que plantea al sujeto como ser reemplazable, forzándolo a una competitividad insana constante, ya no solo con el resto de sujeto, sino también para consigo mismo.

En la película, Koreeda materializa narrativamente la epidemia silenciosa de la soledad.

La solución a la soledad según la tesis de la película, lejos de cualquier reestructuración de los problemas sistémicos, encuentra un feliz y emocional desarrollo en el encuentro con otro sujeto que te vea y te entienda. Es cierto que, como diría Sartre, «el infierno son los otros», pues nos fuerzan una ontología con la que tenemos que competir constantemente. Sin embargo, la máxima sartriana parece estar dejando de lado el alivio de verse correspondido por una persona que, no solo te comprende de base, sino que busca activamente hacerlo, incluso en aquellas instancias donde todo entendimiento parece caminar una fina línea. Ahora bien, si bien esta es la solución que plantea Air Doll, lejos queda de homologar la conclusión de la propia película. Nozomi conoce a Junichi, dependiente de un videoclub en el que ella termina trabajando en el mismo cargo. Inicialmente, Junichi aparece como este personaje que la corresponde y la quiere por lo que es, sin aditivos. Como otros muchos, es víctima de la soledad y busca sentirse útil para con el resto. Producto de ello es una de las escenas más especiales de la película: Nozomi comienza a desinflarse y Junichi la vuelve a inflar con su aliento. Literalmente, le insufla vida. Esto se convierte en una suerte de juego: Junichi desinfla el cuerpo plástico de Nozomi a propósito para inmediatamente volver a hincharla. Esta dinámica —que, a modo de relación, perfectamente puede competir con la planteada en Phantom Thread (P. T. Anderson, 2017) por los personajes de Reynolds y Alma con las setas— sirve a una doble finalidad: la de llevar a buen puerto la soledad transgredida de Junichi y la de ver, por parte de este mismo personaje, en Nozomi a un ser con su propia idiosincrasia, colmada de imperfecciones, pero también de gestos fascinantes y admirables. Nozomi, como imitadora por excelencia, quiere corresponder esta seña. En la escena posterior, ella agujerea el estómago de Junichi para imitar el gesto que él ha tenido con ella. Junichi, al no ser él un muñeco sexual que ha cobrado vida, acaba muriendo desangrado.

Las implicaciones de este gesto son riquísimas. Nozomi comprende la idea de que un ser humano debe encontrar a otro que le permita construirse, elevarse y, en definitiva, existir. Sin embargo, falla al tratar de reconocer la naturaleza misma de esa relación. Esto se demuestra en este momento descrito hace unas líneas. La tesis que se extrae de esto es que las relaciones no se configuran en base a correspondencias completamente simétricas, sino que se figuran como formas de complementación —que no de compleción— en las que la naturaleza de uno contrasta con la del otro. Lejos de suponer esto un choque de consecuencias negativas, tiene que servir para construir algo más complejo e intrincado, digno de homologarse al complejo panorama de una experiencia humana que no mermada por una fecha de caducidad determinada, sino respondiente a circunstancias ahistóricas.

Junichi y Nozomi configuran la pareja central a través de la que la tesis amorosa se construye.

Aunque visualmente, Air Doll tenga todas las claves para entenderse como algo que dribla el contenido usual de una película de Koreeda, el núcleo duro emocional e interpersonal se construye en base a terreno conocido: la empatía por el otro. Al finalizar su sección sobre esta película, Muñoz Garnica parece dirigir su reflexión hacia la naturaleza shomin-geki en las coordenadas de la posmodernidad (2022, 223), idea que entronca con lo que comentábamos al comienzo del análisis strictu sensu al señalar que los espacios que habitan los personajes de esta película —y que encuentran tan fiel representación en Nobody Knows (2003), también de Koreeda— materializan el abandono social que las entidades japonesas practican sobre su sociedad. El comentario es acertadísimo e incide en una de las temáticas centrales que estructuran la película, pero Muñoz Garnica parece dejar de lado todo el factor amoroso y, en general, humano que proyecta Air Doll. La configuración de la ontología solitaria va más allá de la más estricta albañilería para asentarse críticamente sobre el controvertido avance de las costumbres japonesas en un marco que mercantiliza todo aquello susceptible de ello. Japón en particular y Asia en general se han visto convertidas en protagonista de este mismo proceso con la exportación de valores y filosofías que han formado parte de campañas cuyo único objetivo era el de generar riquezas. Como siempre, en esta película de Koreeda anida algo que va más allá de la mera señalización del problema como algo objetivo, envasado en una teoría determinada. El director es un paisajista de lo humano que sabe colocar al sujeto en un contexto histórico sincrónico determinado y conectarlo con una diacronía, más o menos elástica, que reincida en las raíces como forma de superación de los problemas actuales. Saber estar a la altura del reto, poder modernizarse y, simultáneamente, no dejar ir aquello que hace de un pueblo una unidad nacional.


FRANCO CHÓEZ, XAVIER EDUARDO et al. 2021. «Claves para el tratamiento de la ansiedad, en tiempos de COVID-19». Revista Universidad y Sociedad, 13, no. 3: 271-279.

GARCÍA, SILVIA. 2021. «Japón crea el Ministerio de la Soledad para combatir los suicidios». Cultura Inquieta, 7 de mayo de 2021. Recuperado de aquí.

MIZRAHI, DARÍO. 2020. ««Kodokushi», la epidemia silenciosa que atormenta a Japón: una ola de muertes en absoluta soledad». Infobae, 13 de diciembre de 2020. Recuperado de aquí.

MUÑOZ GARNICA, MIGUEL. 2022. Hirokazu Koreeda. Madrid: Cátedra.

PEÑAS, ESTHER. 2021. «¿Necesitamos un Ministerio de la Soledad?». Ethic, 2 de junio de 2021. Recuperado de aquí.

VÁZQUEZ BLANCO, ALBA et al. 2020. «El confinamiento por el COVID-19 causa soledad en las personas mayores. Revisión sistemática». International Journal of Developmental and Educational Psychology, 2, no. 1: 471-478.

YEUNG, JESSIE y MOERI KARASAWA. 2023. «Japón ya estaba lidiando con el aislamiento y la soledad. La pandemia lo empeoró». CNN, 7 de abril de 2023. Recuperado de aquí.

 

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