Representación, Ideología y Recepción en la Cultura Audiovisual

Sobre Koreeda (IV): «Nobody Knows» (2004) o en los márgenes vi brotar una vida

A estas alturas, resulta francamente evidente que uno de los temas predilectos de Hirokazu Koreeda, junto a la memoria, es la familia. En Maborosi (1995), se exploraba la manera en la que una mujer lidia con el suicidio de su pareja. En After Life (1998), la familia acoge la significación de paraíso perdido —aunque con oportunidad de recuperación— al convertirse en un fantasma que habita en los recuerdos. Y en Distance (2001), quizás el producto en el que el tema se trata de forma más abarcadora por los varios significados que adquiere el término, la familia es una herida producida por las afiladas hojas del misterio y la confusión. Todas y cada una de estas películas tienen algo importante que decir acerca de la familia. Sin embargo, el hecho de que este protagonismo temático se vea compartido con otros tantos e interesantes cauces implica que la relevancia del asunto pueda verse algo difuminada por las circunstancias. No será hasta la llegada de Nobody Knows (2004) que el tema, canalizado a través de una infancia en los márgenes, gozará de tanta centralidad y fuerza argumental. Basada —como Distance— en hechos reales (Muñoz Garnica 2022, 160-161), en la cuarta película de Koreeda se nos cuenta la historia de una familia monoparental —una madre, dos hijas y dos hijos— que se muda de piso en busca de nuevas oportunidades. En este recién estrenado enclave, dos normas prevalecen: no hacer ruido y no salir de casa. Un día, la madre tiene que ausentarse por temas de trabajo, una ausencia que se alarga indefinidamente dejando a los cuatro niños sin un adulto que se ocupe de ellos. Lejos de ser un evento aislado, esta ausencia se repite y acaba derivando, directamente, en un abandono. El argumento de la historia girará alrededor de cómo estos cuatro niños, al cuidado de su hermano mayor Akira, sobrevivirán a solas cargando con esta sensación de desamparo. A partir de aquí, aviso spoilers.

La historia, a la manera de Yasujirō Ozu, está contada desde la cándida perspectiva de la infancia. Sin embargo, de entre las cuatro voces que permean la totalidad de la cinta, una destaca en particular: la de Akira. Este personaje, el primogénito y hasta dónde sabemos el único hijo reconocido por parte de su madre, deviene protagonista de la película al ocupar el rol de hermano mayor y, a la vez, cuidador de sus tres hermanos pequeños. Ante las indefinidas ausencias de su madre, asume las tareas de la casa —quehaceres que, en ocasiones, se reparte con su hermana Kyoko, la «segunda al mando»—, lleva a cabo los recados y gestiona la economía familiar. Todo esto mientras se esmera en aplicarse en los estudios —unos esfuerzos que no parecen dar los frutos que debería— para asegurarse un futuro lejos del malvivir que está suponiendo su niñez. Si tenemos en consideración que Akira solo cuenta con 12 años cumplidos, la indignación comienza a tejerse por sí sola. Es depositario de una ansiedad que no debería corresponderle a tan temprana edad. Su historia es la de una infancia interrumpida por unas circunstancias que le vienen impuestas y que, a todas luces, resultan indeseables. Se ve arrojado al centro de un huracán que coge la forma de una reconfiguración de la estructura familiar. Pequeños instantes en los que da rienda suelta a sus ganas de jugar, a su imaginación pubescente y a una actitud propia de su edad, marcan de forma todavía más candente la tragedia implícita en la carga que debe acarrear Akira sobre sus espaldas.

Cuatro hermanos —Akira (Yuya Yagira), Yuki (Momoko Shimizu), Kyoko (Ayu Kitaura) y Shigeru (Hiei Kimura)— se ven forzados a vivir una vida en los márgenes, apartados de la normalidad.

Sin embargo, huelga decir que Akira, dentro de su limitado marco de acción dadas las circunstancias, es el que mayores libertades tiene de los cuatro hermanos. Kyoko, Shigeru y Yuki, en tanto que hijos no reconocidos en su totalidad por parte de su madre, son los verdaderos receptores de esas dos normas: no hacer ruido y no salir de casa. Kyoko, por ejemplo, expresa deseos de ir al colegio como Akira. Pero su madre considera que es una pérdida de tiempo con la excusa de que los demás niños se reirían de ella por no tener padre. Surge así un considerable brote de injusticia que encuentra su naturaleza en varias razones. Kyoko se revela como la más inteligente y la que más salidas académicas podría tener de los cuatro hermanos, pero como Akira es el primogénito, es varón y es el único hijo verdaderamente reconocido, resulta el candidato «ideal» para asistir a la escuela en lugar de ella. Motivaciones de cariz sexista y de imagen «justifican» que Kyoko, como su hermano Shigeru y su hermana Yuki, tenga que quedarse en casa soñando con que, algún día, tendrá suficiente dinero ahorrado para satisfacer uno de sus sueños: comprarse un piano y aprender a tocarlo. ¿Qué ha llevado a esta familia a estar en esta situación? ¿Por qué su madre se ausenta de forma tan reiterada bajo la excusa de que «tiene que trabajar»? A Mutter Keiko, que así se llama el personaje de la madre, Akira la pilla llorando silenciosamente cuando debería estar durmiendo. En un primer momento, el espectador puede verse inclinado a pensar que llora porque no puede darles a sus hijos una vida tan digna como una madre podría querer. En el centro de la experiencia materna o paterna, está el poderoso deseo de querer darle a los hijos una vida digna, con proyecto de futuro. Mutter Keiko, bajo esta luz, deviene un personaje automáticamente patético con el que el espectador no tiene demasiado problema para empatizar. Sin embargo, a raíz de las múltiples ausencias que se van sucediendo a lo largo de la historia y que desembocan en una ausencia permanente en la que la madre abandona a los niños para irse a vivir con un novio que ha conocido, otro significado coge especial fuerza: detrás de esas lágrimas puede habitar —y muy probablemente lo haga— una considerable carga de egoísmo y autocompasión. «¿No tengo derecho a ser feliz?», le dice a Akira su madre en una escena en la que están compartiendo un pequeño momento madre-hijo. ¿La convierte esto en un personaje totalmente antipático? Koreeda se permite una ambigüedad que centra las responsabilidades en el espectador. Se sabe que en el caso real, que tuvo una exposición mediática considerable, la respuesta ante cómo el espectador —individuo perteneciente al mundo exterior y, por tanto, ajeno a las circunstancias directas del suceso— debía juzgar a la madre parecía venir dada por hecho. El director se resiste al sensacionalismo y se opone a ligar su propia versión de los hechos a la dictadura superficial de los mass media (Muñoz Garnica 2022, 164). La condición antipática de Keiko depende exclusivamente de la lectura que efectuemos en calidad de espectadores.

Las estaciones pasan y el júbilo del cambio permea en las vidas de estos cuatro niños desamparados.

Akira, decía, es el que goza de mayor maniobrabilidad. Puede salir, va a la escuela y, por lo tanto, tiene la posibilidad de hacer amigos y establecer conexiones que van más allá del limitado núcleo familiar. Y así lo hace: forma un pequeño grupo de amigos con los que juega a videojuegos y con los que es capaz de disfrutar momentáneamente de su adolescencia. Akira transgrede de forma parcial su condición de marginado y consigue formar parte de una esfera a la que, dentro del funcionamiento familiar, solo él tiene acceso. En este período, Akira, tan concentrado en esta nueva distracción, desatiende a su familia y pierde por un instante esa conexión. Sin embargo, en el argumento no tardará en plantearse esta dinámica de la amistado como una exploración de diferencias de privilegios y clase social. Ve como uno de sus «amigos» tiene zapatillas nuevas, unas que no le gustan «porque le vienen grandes». La ingratitud de este personaje contrasta con la imposibilidad por parte de Akira de quejarse de algo así, porque no puede permitírselo, porque tiene que gastar los poquísimos ahorros que tiene en productos de primera necesidad para que él y sus hermanos puedan subsistir debidamente. Aquellos mismos adolescentes con los que jugaba a los videojuegos en su casa se distancian de él porque «su casa apesta a basura». Su cualidad de personaje marginal se magnifica y ante la negativa por parte de estas «amistades» de formar parte de su vida, Akira vuelve al núcleo familiar, ese paraíso perdido de forma fugaz, pero que ahora reencuentra con especial ganas. Es en situaciones como estas, con la renovada valoración por parte de Akira de lo pasajero o de lo arraigado, que Koreeda expone su particular visión sobre el tema tratado e intensifica su magnitud dentro de un mundo que puede parecer pequeño, pero que toca a cada uno de nosotros de forma especial.

Pequeñas explosiones de vida y diversión matan la monotonía y reinciden en una tesis importante: la infancia como etapa sagrada.

Lo curioso de Nobody Knows —y, en general, de las películas de Koreeda— yace en el hecho de que su director crea una poética del día a día a partir de situaciones que lindan con la marginalidad, y en ocasiones la habitan de pleno derecho. Configura algo así como una suerte de costumbrismo de la desolación o del desamparo. La cuarta película de Koreeda se encuentra justo en el centro de esa concepción tan particular, pues constantemente tenemos de fondo el terrible ruido que genera este abandono y, sin embargo, de esta situación sobresalen pequeñas explosiones de bellísima hermandad, de un habitar el mundo melancólico, pero de un vitalismo palpable. Estos hermanos se tienen los unos a los otros, tienen un vínculo sobre el que sostenerse, un elemento que debe permanecer inquebrantable o se enfrentarán a un desarraigo que trae consigo la pérdida de lo que es propio por naturaleza. Quizás sea por eso por lo que Nobody Knows resulta ser visualmente la película más luminosa que ha hecho Koreeda de las cuatro que llevamos reseñadas en este ciclo. En sus anteriores productos, primaba una confluencia de luces y sombras que marcaba de forma muy clara el tono general de las películas. Entre los cielos encapotados y las penumbras crepusculares, los personajes habitaban un mundo oscuro, algo deprimente, que no era otra cosa que una manifestación ambiental de su propio paisaje interno. En Nobody Knows, aunque se den algunos momentos en los que la oscuridad se hace notar, tenemos cuantiosos planos en los que la luz del sol baña los escenarios y a los personajes que habitan en ellos. Hasta Mutter Keiko señala en una ocasión que hace un día espléndido, rara avis en los escenarios de un director que ha tratado cuestiones de notable solemnidad. Dice mucho de bajo qué prisma opera Koreeda en esta película, uno que admite cruentas punzadas al estómago, pero que también da la bienvenida al momentum pletórico, vivido, infantil y despreocupado. La complejidad del optimismo en todas sus formas.


MUÑOZ GARNICA, M. (2022). Hirokazu Koreeda. Madrid: Cátedra.

 

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