Representación, Ideología y Recepción en la Cultura Audiovisual

Sobre Koreeda (I): «Maborosi» (1995) o la luz hecha sombra

A la hora de reivindicar figuras, siempre parece surgir la misma pregunta: ¿por qué hacerlo? Una pregunta que resulta relevante en el contexto de este artículo y de otros tantos que irán saliendo a lo largo de los meses, pues lo que aquí nos reúne es una celebración y reivindicación del cine de Hirokazu Koreeda. Contextualmente, iniciar un ciclo sobre este director no resulta del todo gratuito, pues, a lo largo de las últimas décadas —gracias a los trabajos de Kar-Wai y Joon-ho, entre muchos otros—, el cine asiático ha sufrido un drástico cambio en su valoración internacional que ni en épocas de Kurosawa u Honda se había visto, aunque tampoco podía suceder. Esto ya parece justificar la celebración de Koreeda: un escenario en el que voces que representan un punto de vista divergente al americanocéntrico han aparecido para quedarse y reflexionar sobre la propia cultura. Sin embargo, la motivación detrás de este ciclo recae sobre el hecho de que su cine resulta una respuesta al histriónico —aunque entretenidísimo— viaje por el que nos han llevado personajes como Sion Sono, Takashi Miike o, en menor medida, Takeshi Kitano. Con sus películas, Koreeda invoca los espíritus cinematográficos de aquellos directores que construyeron su propio estilo en base a un callado —aunque, en ocasiones, algo melodramático— costumbrismo. Hablamos de autores como Yasujirō Ozu o Kenji Mizoguchi, que ponían el ojo en las calles de Japón, fuera de la época que fuera, con el fin de retratar la cotidianidad de sus habitantes. Por las venas de Koreeda corre una tendencia obsesiva por el realismo que sale a relucir en prácticamente cada una de sus películas. Su cine evoca a una poetización del silencio y, por tanto, remite a un alejamiento del ruido de los productos más comerciales. En el centro de su poética personal, como veremos, temas como la familia, la pérdida, el deber, la memoria y todos aquellas piedras angulares que configuran el modo de pensar central japonés ocupan una posición francamente privilegiada. Su cine es una invitación a la reflexión y a la meditación. Comenzamos nuestro viaje con Maborosi (1995), su primera película de ficción tras haber hecho sus pinitos en el mundo documental.

Hirokazu Koreeda, nuestro protagonista en este ciclo.

«Maborosi» (幻) admite varias traducciones al español. La primera que destaca Muñoz Garnica —cuyo libro será la hoja de ruta que seguiremos durante gran parte de la duración del ciclo «Sobre Koreeda»— es la de «ilusión» (2022, 109), aunque rápidamente ofrece una breve, pero semánticamente valiosa lista de todas aquellas significaciones a las que puede hacer referencia la palabra: aparición, visión, sueño, etc. La que verdaderamente me interesa a la hora de comentar Maborosi es la de «fantasma». Su mención no solo invoca en el imaginario el concepto espectral asociado al género de terror clásico, sino que también concibe la evocación de algo mucho más profundo, de amplitud poética. El argumento de este debut en la ficción de Koreeda gira alrededor del personaje de Yumiko, una cándida y risueña chica que tiene que enfrentarse al vacío insoportable de un marido —Iku— que, sin preaviso, decide terminar con su propia vida, dejando a Yumiko, no solamente con un pesado duelo que se ramifica en varias emociones simultáneas, sino también con un hijo que no ha llegado a cumplir ni su primer año. Dicho de otra manera, y entroncándolo con lo que comentábamos anteriormente: Yumiko tiene que lidiar con un fantasma engordado por las circunstancias.

El primer elemento parece haber sido invocado: la familia. El grueso del cine de Hirokazu Koreeda se asienta sin apenas dificultades en el extendido género japonés del shomin-geki (庶民劇), muletilla de cariz occidental (2022, 68), pero indudablemente valiosa por lo satisfactoria que resulta a la hora de abarcar el longevo universo del cine doméstico nipón. Las películas incluidas en el género del shomin-geki vendrían a ser productos de corte costumbrista que tienen como centro absoluto de su experiencia, tanto vivencial como estética, la familia. La aparición de este tipo de películas nace de un concepto prácticamente sociológico, pues demuestra un curioso interés por el ciudadano medio japonés al manifestar una «voluntad de retratar, a partir de pequeñas historias realistas y costumbristas, la familia japonesa contemporánea y su relación con la sociedad» (2022, 67). Maborosi no resulta extraña a estas coordenadas. Koreeda dedica grandes esfuerzos a la configuración de un espacio donde lo cotidiano —concebido, tal vez, como rutinario, pero indudablemente envuelto de un hálito mágico— ocupa una posición centralísima, motivado principalmente por lo mucho que se preocupa Koreeda por plasmar relaciones familiares que apelen a un ideal de realidad. Los planos hablan por sí mismos y honran esta misma idea al extenderse considerablemente a lo largo de los minutos para dejar que la chispa de la vida prenda y se genere una instancia en la que el momentum tenga suficiente espacio como para brillar. Ya sea la melancólica partida de una abuela senil que nunca más va a volver —aparecida en sueños: de nuevo, invocación de uno de los significados de «maborosi»— o la entrañable imagen de una familia jugando en plena calle justo antes de cenar, lo costumbrista aparece como recurso que le insufla una carga vital que favorece la creación de lazos emocionales entre personajes y espectadores.

Makiko Esumi interpreta a Yumiko, una feliz y sencilla joven que ve su vida apaleada por la inclemente mano de la tragedia.

Es, en parte, por esta razón por la que el trágico pathos de Yumiko se nos construye de forma tan cristalina. El contexto implica que la protagonista, automáticamente, se convierta en un personaje tridimensional. Somos capaces de verla inmersa en esa explosión silenciosa de vida que conforman las familias cinematográficas de Koreeda. Una explosión que radica en momentos felices, pero también en innegables desgracias. Entra el concepto del destino y su imbricada forma de apilar pasado, presente y futuro en una repetición constante. Mencionábamos la invocación onírica, fantasmagórica y recurrente de la abuela de Yumiko, que, presa del ímpetu senil, decidió marcharse a su pueblo de origen para morir allí. Que este sueño aparezca de forma periódica en la vida de nuestra protagonista, le aporta una capa de misterio que la perturba y le hace dudar acerca de la propia fatalidad de sus visiones. Se nos infiere que, en un pasado determinado, Yumiko le había comentado a Iku que la aparición de este sueño podría responder a la idea de que él resulta ser la encarnación de su abuela. Iku lo niega, casi hastiado y le dice que si se duerme, quizá vuelva a soñar con ella y termine volviendo a casa. Le propone un cierre de arco, un final satisfactorio, una solución al misterio. Desde este momento, la ironía comienza a construirse de forma punzante y ácida: quien propone una manera de cerrar el arco de los sueños de Yumiko, es precisamente el que genera con su suicidio el misterio más grande de todos. Iku ya no solo se plantea como, en efecto, esa reencarnación de la abuela que negaba ser, sino que también pasa a formar parte de ese grupo de agentes partícipes en la vida de Yumiko que se han marchado en circunstancias misteriosas. La propia fotografía lo enfatiza: muchos de los planos que configuran el continuum narrativo de Maborosi consisten en imágenes de gente alejándose. La última imagen que tenemos de la abuela se enlaza con el último plano que tenemos de Iku: ambos marchándose mientras Yumiko es testigo. Iku pasa a ser un fantasma que se materializa en base a varios agentes: la memoria, su hijo —la señora Ono, otro de los personajes, menciona que el niño es la viva imagen de su padre—, pero sobre todo el espacio.

Iku alejándose de forma aparentemente desenfadada, nutriendo el misterio: ¿por qué acabó con su vida?

Tras la tragedia, inmediatamente el paisaje que se nos muestra pasa a formar un compuesto que es simultáneamente objetivo y subjetivo. Los grises y negros de una meteorología funesta —que sirven de precedente para ese fantástico Kiyoshi Kurosawa de Cure (1997)— se corresponden con el mismo plantel cromático dual de los sentimientos de Yumiko. El paisaje configura el rictus emocional de la película, en tanto que aquello que expresan los personajes a través de sus gestos resulta tan sutil y mínimo que uno prácticamente debe adivinarlo. Los espacios se configuran a partir de los contrastes entre luces y sombras. Apunta Muñoz Garnica (2022, 110) que «la protagonista tiende a permanecer en las partes oscurecidas de los encuadres o de espaldas a la luz, y en ello inciden los tonos oscuros (casi siempre negros) de su diseño de vestuario». Al contextualizar a Yumiko en el mundo que construye Koreeda en esta película, ella misma deviene fantasma. Se nos desdibuja en el horizonte. El director opta por un enfoque de distanciamiento con respecto a las emociones de los personajes. Transgrede la catarsis orgánica de los primerísimos primer planos a la hora de evaluar el registro emocional de, sobre todo, Yumiko en pro de planos alejados que empequeñecen a los personajes. De nuevo, se nos enfatiza el innegable protagonismo de un paisaje que funciona tanto a nivel simbólico como estrictamente referencial. Los personajes que lo habitan parecen fundirse en él, creando una suerte de simbiosis total en el que todo participa en el mismo sentimiento de duelo.

Y a pesar de la evidente crudeza que Koreeda expone y de la oscuridad que promueve la atmósfera, el progreso argumental —siempre centrado en el concepto de la familia— deja un espacio elemental y luminoso a la aparición de pequeños fragmentos de felicidad, diversión e inocencia. Se nos muestra a los niños jugando en esos escarpados páramos, moteados por generosos cuerpos acuáticos y abandonadas construcciones humanas. Se sigue hilvanando, de esta manera, la aparición prácticamente mágica de lo cotidiano como algo que trasciende la mera rutina para constituir algo que bien podría llamarse vida con énfasis. Sin embargo, siempre debemos tener presente que el fondo coral de lo que construye Maborosi se sustenta sobre aguas turbulentas, de manera que esos momentos de ternura deben concebirse más como parones en la narrativa principal del duelo, aunque quizá sea precisamente esto lo que les otorga esa valía que tienen: por muy mal que vayan las cosas, en algún lugar de tu campo de visión se están produciendo pequeñas explosiones de realidad positiva, algo que te permite reconstruirte en el tan indeseable marco de la tragedia repentina.

El paisaje comparte un protagonismo dolorosamente sutil a través de sus colores, iluminaciones e intensidades.

Hablaba en uno de los párrafos sobre cómo, para la redacción de esta entrada, he preferido quedarme con la traducción «fantasma» de «maborosi». La motivación detrás de esta decisión no solo responde a motivos intrínsecos a la película, como espero haber dejado claro a lo largo del artículo, sino que también encuentra parte de su razonamiento en la propia perspectiva del director para con su producto. Previo a la realización de esta película, a Koreeda le poseía un fantasma. Ese espectro era la protagonista del documental However… (1991), dirigido por el mismo director. El centro de la experiencia asociada con este documental tiene que ver con el relato de esta mujer acerca de su marido fallecido (2022, 103). Al tratarse de un tema lo suficientemente pesado como para generar inquietudes, Koreeda decidió cristalizar sus propias dudas acerca del tema y de la ética de retratarlo en la gran pantalla a través de la película que aquí hemos analizado. Esto no hace otra cosa que facilitarle al espectador una pequeña ventana al tren de pensamientos del director y una oportunidad de oro para conocerlo de forma más profunda. La honestidad y la apertura de Koreeda no solo quedan plasmadas en Maborosi. Su cine posterior es prueba de ello. Nos veremos en próximas entradas.


MUÑOZ GARNICA, M. (2022). Hirokazu Koreeda. Madrid: Cátedra.

 

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