Representación, Ideología y Recepción en la Cultura Audiovisual

Sobre Koreeda (XVI): «Monster» (2023) o las mentiras que nos contamos

 

To be held within one’s self is deathlike, oh I know

Fleet Foxes, «Third of May / Ōdaigahara»

 

La película Monster (2023) no solo supone la relocalización espacial de Hirokazu Koreeda en su Japón natal, sino que, simultáneamente, también supone el regreso simbólico al mundo de la infancia para un director que ha tomado esta circunstancia como uno de sus temas fetiche. Si bien no es algo de lo que se haya olvidado en ninguna de las dos películas que configuran su ciclo internacional —en The Truth (2019) tenemos a Charlotte y en Broker (2022), al bebé con el que Sang-hyeon y Dong-soo trafican o a Hae-jin, el niño que se les une en la aventura—, su tratamiento en ambos productos dista del protagonismo que ha tenido en filmes anteriores y se coloca en una posición suplementaria. En Monster la cosa cambia al ofrecernos una narrativa que tiene como núcleo absoluto la experiencia de dos chicos preadolescentes en una Japón demasiado condicionada por las apariencias como para permitir un espacio seguro en el que crecer libremente sin ser objeto de prejuicios y vejaciones.

De esta manera, Koreeda se beneficia del premiado guion de Yuji Sakamoto —hecho que marca la primera ocasión desde Maborosi (1995), guionizada por Yoshihisa Ogita, en la que el director nipón no es el autor original del guion— para adentrarnos en la vida de un abanico de personajes que se nos presentan debidamente a lo largo de tres secciones fácilmente diferenciables. Durante el primer arco, atendemos a lo que podría considerarse el punto de vista de Saori Mugino (Sakura Andō) respecto a toda una serie de problemas que presenta su hijo, Minato Mugino (Sōya Kurokawa), en el instituto, incluyendo aparentes agresiones llevadas a cabo por el profesor Hori (Eita Nagayama). En el segundo arco, será este profesor, Michitoshi Hori, quien hará las veces de protagonista, planteando la oportunidad de ver los hechos desde su propia experiencia. Finalmente, el tercer arco pertenecerá a Minato Mugino y a Yori Hoshikawa (Hinata Hiiragi), cuya relación traerá consigo la esperada contestación a todas aquellas preguntas que quedaban colgando en los dos segmentos anteriores. La historia nos llevará por tortuosos caminos de dolorosa humanidad que replanteará, a nivel individual, aquellos prejuicios que presentamos hacia el otro y, a nivel social, la cerrazón ante la libertad identitaria de una Japón que, si bien inserta en las fluctuantes ondas de la globalización y contemporaneidad, presenta arduas dificultades para alejarse de su atavismo tradicional. Dicho esto, y como siempre, en la presente entrada abundarán los spoilers.

Con Yori (Hinata Hiiragi) y Minato (Sōya Kurokawa), Koreeda vuelve a invocar el mundo de la infancia, tantas veces representado en sus películas.

La estructura se beneficia del enfoque narrativo múltiple para dar cuerpo a las historias de los cuatro protagonistas. De buenas a primeras, pareciera que Sakamoto —quien, repetimos, escribe el guion— está tomando como referencia la Rashômon (1950) de Kurosawa, película reconocida internacionalmente por su notable uso de la multiperspectiva para imbricar un suceso y, de esta manera, esconder la verdad de lo que realmente sucedió. Sin embargo, mientras Kurosawa explota esa misma subjetividad para explorar la naturaleza líquida y caprichosa que puede acoger la verdad cuando la consecución de esta se pone al servicio de los intereses propios, el guion de Sakamoto apunta hacia derroteros distintos. La imbricación en Rashômon aparecía cuando una parte fundamental de la historia era contada de distinta manera en función del personaje que estuviera hablando. De esta manera, los relatos de cada uno de los caracteres se pisaban los unos a los otros, embarrando la realidad de los hechos. En Monster, no existe ese tipo de imbricación, porque aquello que se nos cuenta, por ejemplo, desde la perspectiva de Saori, no aparece de forma propiamente dicha en los segmentos del maestro Hori o del propio Minato. Así pues, no es que cada uno de los personajes tenga una versión de los hechos distinta a la de los demás, sino que hay hilos escondidos que no se revelan hasta que tenemos el privilegio de ser testigos del arco del personaje. En Rashômon (1950), el espectador era directamente un personaje más de esa historia —fácilmente ubicable en la situación de los jueces— al tratar de diferenciar entre la realidad y la mentira. En Monster, tarde o temprano, llegaremos a esa verdad: tan solo hace falta esperar. Cada uno de los segmentos forma parte del rompecabezas que es la historia.

En esta estructura, Koreeda encuentra un importante aliado al comenzar a desarrollar su humanismo en base a la lógica que opera en ella a través del mote «monstruo». La historia de Minato —y, consecuentemente, la de Yori— se nos deja para el último arco. Durante, prácticamente, la mitad de la película, somos testigos de las acciones de Minato a través de la perspectiva de Saori, en tanto que madre preocupada, y Hori, como uno de los principales daños colaterales. En el arco de Saori, la supuesta «monstruosidad» de Minato aparece contenida en una neblina en la que su madre es incapaz de reconocer qué es aquello que le está sucediendo a su propio hijo. Tras conocer que las actitudes de Minato pueden deberse a los malos tratos llevados a cabo por el maestro Hori hacia su hijo, la neblina pierde espesura, pero la recupera al ver que la expulsión de Hori del colegio no pone fin al sufrimiento de su hijo. La ingenuidad y desconocimiento por parte del espectador le pueden llevar a pensar que, en efecto, Minato tiene algún componente monstruoso que, por razones determinadas, no podemos ver. Quien abogue por un tono más realista —quizá algún espectador avezado en la filmografía del director—, podrá ver esa monstruosidad manifestada a través de un caso de bullying que Minato no sabe procesar, razón de su extraño comportamiento. Sin embargo, luego seremos testigos de la perspectiva del maestro Hori y encontraremos que, desde aquello que él ve, la naturaleza aparentemente monstruosa de Minato abandona su cualidad de víctima y acoge la forma del perpetrador. Hori, a través de su parcial mirada, ve en las actitudes de Minato —explosiones de rabia, abusos de poder hacia Yori— la clara silueta de un abusón. Simultáneamente, aquello que Saori experimenta como un torpe silencio institucional y una falta de sensibilidad —nos referimos a la escena en la que, debidamente, va a quejarse ante el consejo administrativo del colegio por la aparente violencia que el maestro Hori ha ejercido sobre su hijo—, el punto de vista de Hori demuestra que hay intereses ocultos, como la imagen del instituto o la idea de que ese mismo centro es todo lo que la directora Humiaki Shoda (Akihiro Tsunoda) tiene. De esta manera, la pérdida/expulsión de Hori como docente del centro —una expulsión que trae consigo acarrear con las culpas de algo que no ha hecho— parece ser el problema más resoluble. Como el lector podrá imaginar, en tanto que quizá ya haya visto películas como Nobody Knows (2004), The Third Murder (2017) o Shoplifters (2018), todas de Hirokazu Koreeda, la lectura que parece filtrarse a través de estas escenas tiene que ver con no juzgar al prójimo de forma demasiado repentina. Hay que dedicarle espacio y tiempo a la comprensión del otro con el fin de poder entender el por qué de la manera en la que actúa. Un mensaje que está tipificado en la filmografía del director, pero que nunca parece dejar de ser necesario.

El universo adulto, planteado en esta película como apoyo fundamental a la narrativa de los dos personajes infantiles, es representado esencialmente por Saori (Sakura Andō) y Michitoshi (Eita Nagayama).

Decía que esta estructura tripartita supone un gran aliado para que los temas de Koreeda salgan a la luz de forma paulatina y eficiente, y es verdad. Sin embargo, la manera en la que algunos de sus hilos narrativos se deshilvanan resultan muy poco finos para lo que nos tiene acostumbrado el tokiota. El colofón del primer arco consiste en ver a Saori entrar en la habitación de Minato, donde el niño debería estar, para, en su lugar, encontrarla vacía. Se acerca a la ventana, la abre y un soplido de viento desordena algunas hojas que Minato tenía sobre el escritorio. Dado el neblinoso progreso del arco, en el que Minato demostraba actitudes que perfectamente podrían equipararse con un cuadro sintomático depresivo, este colofón, en el que Koreeda corta para dar paso al segundo segmento, parece dejar abierta la idea de que Minato puede haber saltado por la ventana y haber puesto fin a su vida. Esta visión de los hechos viene acentuada cuando, en una escena anterior, la madre muestra claras señales de ansiedad al buscar por todo el colegio a su hijo y entrar en estado de negación —“No, no, no”, se repite— cuando baraja la posibilidad de que Minato pueda haberse precipitado hacia el abismo al saltar por el balcón. Un maestro la tranquiliza: Minato no se ha suicidado, pero narrativamente ha sentado un precedente que no podemos ignorar a la hora de prestarle atención a este cambio de segmento. Yuji Sakamoto, con el colofón que comentábamos, ha creado una instancia cliffhanger en la que no sabremos, hasta prácticamente tres cuartos de hora después, si Minato, realmente, ha terminado con su vida. El abanico moral de cada uno depende exclusivamente de su idiosincrasia y de su manera de ver las cosas, pero hay algo de trampa explotacionista en este tipo de recursos para mantener la tensión. Trampas que no le son propias a un director como Koreeda, que siempre ha tratado los problemas de frente para evitar caer en imbricaciones innecesarias que puedan llevar al espectador a no empatizar con sus personajes. La claridad en sus narrativas es fundamental para que el humanismo se desarrolle felizmente y llegue a buen cauce, a saber, la sensibilidad de los espectadores. En este caso, se nota que Monster no nace de la mano y pluma de su director, pues la puesta en marcha de mecanismos narrativos tramposos nunca ha sido una de las estrategias de Koreeda para hacer funcionar sus películas.

Más allá de problemas que podamos encontrar en la trama y la idea de que, a nivel estructural, se nota que es una película que no está escrita por Koreeda, los temas que se arremolinan alrededor de los personajes sí que parecen encontrar el camino hacia los usos comunes del director. Es la primera película en la que el tokiota experimenta con la narrativa queer aplicada a las sexualidades, y aunque se utilice como recurso narrativo para dar fin a esa búsqueda comprensiva que efectúan el maestro Hori y Saori, termina por convencer. No negaré que esta revelación está algo maltratada por el juego del gato y el ratón que tanto Sakamoto —por escribirlo— como Koreeda —por consentirlo— han querido plantear a través de esa estructura, pero, por suerte, el cómo se plantea y hacia dónde apunta queda al servicio de algo mucho más general y positivo que termina por crear un escenario de ecología narrativa que facilita una lectura feliz de los hechos. La sexualidad de Minato y Yori les fuerza una otredad que se justifica generalmente a través de la consideración que se tiene a nivel nacional de las sexualidades alternativas. Japón queda cómodamente inserto en el proceso globalizador, pero todavía mantiene un cierto atavismo limitante, prohibitivo y opresor que impide que sus minorías se desarrollen felizmente en el país. La crítica que Sakamoto y Koreeda enarbolan en Monster, no solo tiene como centro reivindicativo los derechos LGBTIQ+, sino que se generaliza a todas aquellos individuos que, por actos condicionantes de los usos y desusos tradicionales, ven en su derecho a la libertad un ideal poco asequible. De esta manera, tanto la interiorización traumática de Minato como el bullying que sufre Yori, no solo tienen que entenderse como ataques directos hacia los individuos que perpetúan estos abusos, sino hacia los códigos sociales nacionales que justifican y legitiman que estas actitudes sigan desarrollándose sin prácticamente represalias. Esta tesis aparece recogida en las palabras de la directora del centro, Humiaki Shoda, en una conversación que mantiene con el propio Minato: “Si solo algunas personas pueden tenerla, entonces no es felicidad. Eso es un sinsentido. La felicidad es algo que todo el mundo puede tener”. Con suerte, las palabras que escribe Sakamoto y graba Koreeda no queden recogidas como una mera utopía y se lleve a cabo una verdadera democratización de la felicidad entre las minorías japonesas.

La infancia, filtrada en esta película a través de una sutil, pero igualmente efectiva codificación «queer», es aprovechada por Koreeda para retornar a uno de sus otros temas recurrentes: la otredad.

Reprimimos aquello que no vemos reproducido en la sociedad o cuya reproducción responde a un estado indeseable de las cosas. Siempre y cuando nuestra idiosincrasia se acomode y resulte recíproca al código social, la felicidad será algo que tendremos al alcance, pero desde el momento en el que la extrañeza —la otredad, la queernessse instale en nuestras actitudes y formas de ver el mundo, aquella felicidad perderá peso y terminará por difuminarse en un borrón informe. En Monster, la palabra «monstruo» se utiliza como un método de sometimiento y subyugación al ser utilizada como dedo apuntando a aquello que se define más por la excepción que por la norma. Debido a la hipérbole asociada al concepto, el término «monstruo» es un superlativo que busca deformar al sujeto con el fin de que, a la larga —y esta era la intención del padre de Yori—, uno pueda formarse de nuevo utilizando como base los modelos impuestos por la normatividad social. La estructura de la película, si bien tiene algunos puntos con los que me resulta difícil estar de acuerdo, parte de una base encomiable: qué poco conocemos del otro y qué dispuestos estamos de, rápidamente, juzgarlo. Esos encuentros en los que se produce el juicio, si bien con suerte no acostumbran a llegar al abuso físico, sí que pueden considerarse sin miedo a equivocarse como violencia simbólica. Cambia el sujeto en apariencia, actúa de forma «respetable» y se acomoda al statu quo. Sin embargo, por dentro sigue abriéndose la verdadera naturaleza, aquello a lo que nos impulsa nuestra propia manera de ver el mundo, tratando de ocupar aquel espacio que saturan, tristes, las mentiras que nos contamos.

 

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