Ciclo LGBTQ+: «Tangerine» (Sean Baker, 2015)
En el primer post de este ciclo, dedicado íntegramente a la My Own Private Idaho (1991) de Gus Van Sant, mencionábamos de forma algo esquemática la presencia del New Queer Cinema, una suerte de nueva veta estilística que abogaba por la exploración de la sensibilidad queer más allá de los limitados confines del cine comercial de la época. Aunque este movimiento muchas veces se haya limitado al contexto de la década de los 90, es innegable que gran parte de esta filosofía representacional ha sangrado en el siglo XXI para ayudar a configurar y asentar nuevas narrativas que buscan hacerse oír en una época en el que el elemento normalizador debería ya darse por hecho, incluso si la realidad —como han demostrado de forma insistente productos como Love, Simon (Greg Berlanti, 2018)— es otra. De esta manera, hemos tenido el privilegio de ver películas como Blue is the Warmest Colour (Abdellatif Kechiche, 2013) —con su buena dosis de controversia por su enfoque male gaze— o las premiadas Moonlight (Barry Jenkins, 2016) y Everything Everywhere All At Once (Daniel Kwan & Daniel Scheinert, 2022). Comparten estos tres títulos un gusto y una tendencia por la excentricidad, fijándose en cuestiones como la exclusión social o familiar, ya sea a nivel sistémico o interpersonal.
Una de las narrativas que más complicada resulta de sistematizar se corresponde con la de sujetos transgénero o transexuales. Su periplo es uno que, no es que corra paralelo a la de los homosexuales, sino que forma parte orgánica de su intrahistoria. Nombres como los de Marsha P. Johnson y Sylvia Rivera, cofundadoras de STAR (Street Transvestite Action Revolutionaries), lideraron las acometidas contra el statu quo del Estado del bienestar durante la insurrección de Stonewall en 1969. Desde entonces, las personas trans han tenido que verse protagonistas de un proceso de reasignaciones terminológicas y esclarecimiento de principios y derechos básicos que deberían ser comunes a todos los ciudadanos de los países desarrollados. La sociedad del Estado del bienestar se ha enfocado en la problematización constante de las bases humanas intrínsecas a cada ser humano. Estas cuestiones de lucha, activismo y resiliencia están, por cierto, todavía sin resolver, siendo objeto de debates tan acalorados como los llevados a cabo en el marco de la constitución de la nueva «Ley Trans». ¿Cómo ha representado la cultura al colectivo trans? El camino, como es de esperar, ha sido largo y arduo. Comienza con la inocencia y naïveté del primer Lubitsch, el del período alemán, con su No quiero ser un hombre (1918), que nadaba a nivel de superficie en las implicaciones de género existentes en la brecha de derechos entre hombres y mujeres al plantear como protagonista a una mujer que comenzaba a codificarse como un hombre. Aunque haya implícito algo de caricatura en la representación que lleva a cabo Lubitsch, nada será tan sangrante como la llevada a cabo por el icónico y kitsch Ed Wood en su Glen or Glenda (1953). Por suerte, no tardaría en llegar la caballería: Andy Warhol produciría la película Women in Revolt (Paul Morrissey, 1971) y Rainer Werner Fassbinder estrenaría Un año con trece lunas (1978), ambos productos que ayudarían a aportar visibilidad al movimiento trans. En esta estela vendrían las grandes películas trans de las décadas siguientes: la colorida The Adventures of Priscilla, Queen of the Desert (Stephen Elliott, 1994), la premiada Boys Don’t Cry (Kimberley Pierce, 1999), la españolísima Todo sobre mi madre (Pedro Almodóvar, 1999), la musical Hedwig and the Angry Inch (John Cameron Mitchell, 2001) o la celebérrima y emotiva Tomboy (Céline Sciamma, 2011). El mundo también vio a Laverne Cox, actriz transexual, convertirse en una estrella en la serie Orange is the New Black (Netflix, 2013-2019), configurando uno de los episodios más marcados e icónicos de la historia de los individuos trans en la cultura popular. Todas aportan su grano de arena al tratar con todo el respeto posible la identidad trans en un mundo de asentimiento ante la conformidad de género decimonónica, pero si tenemos que destacar una película que recoge este mismo hilo y lo hilvana en un argumento de ricas interrelaciones, esa película es la que aquí tratamos: Tangerine (Sean Baker, 2015).
Tangerine nos cuenta la historia de Sin-Dee Rella (Kitana Kiki Rodríguez) y Alexandra (Mya Taylor), dos prostitutas callejeras transgénero con dos historias que corren paralelas, con breves intervalos de perpendicularidad, durante toda la película. Sin-Dee Rella, recién salida de prisión, se entera de que su novio, Chester (James Ransone), le ha sido infiel con Dinah (Mickey O’Hagen), otra prostituta. Mientras tanto, Alexandra va repartiendo panfletos a cada persona que ve —sean o no amigos o conocidos— para que asistan a su show musical esa misma noche en un bar de mala muerte de alguna calle suburbana de esa zona de Los Ángeles. Invocando una suerte de vorágine absorbente entre ellas dos, tanto Alexandra como Sin-Dee Rella ven limitados sus marcos de acción al tener cada una que formar parte de los intereses de la otra. Esto iniciará una dinámica que pondrá a prueba su longeva y supuestamente férrea amistad.
Uno de los elementos más admirables que pone Tangerine sobre la mesa tiene que ver con cómo representa a las mujeres transgénero. Es una tendencia en las narrativas queer el hecho de plantear un argumento en el que la razón de la sexualidad o condición sexual del sujeto configuren el núcleo de la película. Por ejemplo, en la ya mentada Love, Simon (Greg Berlanti, 2018) el centro absoluto del argumento tiene que ver con cómo Simon, el protagonista, lidia con su recientemente descubierta sexualidad en un mundo en el que, según él afirma, esta no resulta bienvenida. Esto es lo que se conoce como «narrativa esencializadora», esto es, el hecho de pulir o suprimir cualquier tipo de coyuntura argumental externa a la sexualidad del sujeto protagonista con tal de que esta misma condición resulte el atractivo principal de la película. Esto, per se, no debe resultar algo negativo. Hay ejemplos, como Closet Monster (Stephen Patrick Dunn, 2015) o Summer of 85 (François Ozon, 2020) que, aun con matices, han sabido recoger este mismo tropo argumental y reconfigurarlo para crear historias sentidas, críticas y enriquecedoras para el panorama queer. Sin embargo, este tipo de argumentos acostumbran a formar parte de un activismo cinematográfico que, aunque en muchas ocasiones necesario, puede llegar a desnaturalizar la idea del sujeto LGBTQ+ protagonista como ser humano en pro de una concepción esencialista de este tipo de personas. Pues, como decíamos, Sean Baker y Chris Bergoch, guionistas de Tangerine, trascienden esta concepción estereotípica del guion de una película queer y plantean a unas protagonistas cuya condición transgénero aparece como una parte importante de su ontología, sí, pero no como el centro absoluto de su identidad. De hecho, los comentarios acerca de su condición trans aparecen a cuentagotas y, normalmente, con un enfoque cómico al manifestar una jerga muy propia del colectivo queer en Estados Unidos. Lo que se consigue con este enfoque es la inclusión de unos personajes poliédricos en un contexto geográfico y social realista cuya credibilidad aparece elevada por el uso de unos medios que poco o nada perdonan los defectos de sus participantes, tanto dentro como fuera del mundo diegético creado por la película. Al fin y al cabo, el dispositivo que se utilizó para grabar la película fue un iPhone 5S.
El estilo tan particular por el que ha optado Sean Baker a la hora de presentar su película supone uno de sus principales aliados a la hora de configurar cualquier ápice de crítica social que podamos ver en su historia. Una de las más curiosas y aptas para la temática central de Tangerine tiene que ver con una suerte de histeria de género en el que todo lo que sea opuesto a uno es motivo de ofensa. En una de las escenas con Razmik, un cherokee borracho se sube a su taxi. Este se presenta y anuncia que se llama Mia. Normalmente, «Mia» es nombre que suele asignarse a mujeres. Esta cuestión es algo que Mia no tarda en reconocer, pero en su justificación de por qué se llama así —»Mia» es cómo llaman en cherokee a los pájaros— se nota un principio de ansiedad ante la posibilidad de que Razmik pueda llegar a pensar de que, en efecto, le pusieron un nombre de chica. Además, esta justificación no es cosa de una sola vez, sino que a lo largo de su escena lo menciona unas veces más, como para dejar claro que hay una razón de peso y totalmente normal detrás de su nombre. Lo que en la película se cristaliza como una escena francamente cómica, genera en realidad varias preguntas cuya respuesta puede o debe buscarse en algunas dinámicas sistémicas en contra del género femenino. ¿Una mujer se habría ofendido tanto si le hubiesen puesto nombre de hombre? Y, en el caso de que fuera así, ¿estaría tan desesperada en justificar que hay una explicación lógica detrás de por qué tiene un nombre aparentemente masculino? O, quizá, es solo cosa del hombre promedio, que ve en todo lo femenino una superficialidad, un amaneramiento y una falta de dignidad lo suficientemente alarmante como para entrar en una situación de histeria con motivo de cuestiones de género.
Hay una razón —o más de una— por la que hablar de una película como Tangerine: necesitamos más historias así. En cierta manera, dado el clima político actual en el que gran parte del mundo parece estar inclinándose de forma cada vez más preocupante hacia ideologías restrictivas, ahogantes e intolerantes, toda narrativa queer, sea esencializadora o no, es más que bienvenida. Pero ¿qué mejor manera de grabar a fuego una práctica identitaria que camuflándola con el paisaje sociopolítico de una época en concreto? Con camuflar no queremos decir invisibilizar, sino, más bien, manifestarla como parte intrínseca y orgánica de un espacio y un tiempo en concreto. Es decir, normalizarla a través de un tratamiento algo más anecdótico y no tan centralizado de la sexualidad o condición sexual. En la línea de lo trans, Tangerine puede perfectamente crear escuela y suponer un punto de inflexión en lo que a representación de este colectivo se refiere. Así conseguiremos narrativas emergentes, enturbiadas por los nuevos usos sociopolíticos, que algo tengan que decir de cómo funcionan las cosas en un clima en el que la verdad se manufactura y las malas intenciones encabezan los discursos.
Graduado en Lengua y Literatura Españolas por la Universidad de las Islas Baleares (UIB), donde también cursó el Máster en Lenguas y Literaturas Modernas —especialización en Estudios Culturales— y el Máster de Formación de Profesorado y donde se encuentra actualmente realizando un Doctorado en Filología y Filosofía. Interesado en el panorama ‘queer’, la ecocrítica y las representaciones discursivas y ficcionales de la otredad, acude a la llamada de las artes en busca de refugio y santuario para evitar perder el poco juicio que le queda.