Representación, Ideología y Recepción en la Cultura Audiovisual

Diario de los muertos (IV): ‘La invasión de los zombies atómicos’ (1980)

En 1980, Romero ya había estrenado dos de sus más grandes películas de zombies y así había dado comienzo oficialmente la explotación del género a ambos lados del Atlántico. En Europa, uno de los que supieron mejor surcar esa ola fue Lucio Fulci en Italia, que con sus películas de género marcó el camino a seguir a muchos otros. Ciertamente no eran producciones muy ambiciosas: la mayor parte de ellas quería tan sólo sacar un rédito a la fama del género de terror que estaban explotando. No obstante, en algunas ocasiones, pese a lo infame del resultado final, podemos encontrar materiales interesantes entre estos films.

Uno de estos casos es la película La invasión de los zombies atómicos (1980), una coproducción italo-méxico-española bajo la dirección de Umberto Lenzi y en la que, sorpresivamente, encontramos como actores (reconocibles hoy en día) a Mel Ferrer (La caída del Imperio Romano, Falcon Crest) y a nuestros Paco Rabal y Manuel Zarzo (este último, en un papel terciario). El ataque zombie en este caso proviene de un avión militar que transporta a un científico nuclear. Algo ha pasado (un escape de gas, al parecer) para que todos los pasajeros y tripulantes hayan estado expuestos a una radiación que les ha convertido en seres deformes y ávidos de sangre. Cuando el avión aterriza, la invasión toma proporciones pandémicas.

Es cierto que la cinta no es precisamente un dechado de virtudes. Es más, como producto cinematográfico es pésimo, y hacia ahí se encaminan la inmensa mayoría de reseñas que se pueden encontrar en internet. Pero no dejan de sorprendernos algunos detalles que, o bien señalan una propuesta original, o bien indican qué recepción y qué lectura se había dado de las películas de Romero y su poso cultural y social. Los zombies (así denominados en la película, aunque no sé si es cosa del doblaje: en una entrevista, el director se negaba a ponerles nombre: «llamadles como queráis») son quizá de los primeros que corren, se mueven rápidamente, usan herramientas, sabotean teléfonos e incluso se comunican entre ellos, aunque de forma pedestre. De hecho, más que zombies (no hay señales de corrupción en la carne, ni miembros ausentes, tan sólo se muestra su estado por una terrible desfiguración en el rostro), parecen vampiros, puesto que no comen carne sino que tan sólo buscan la sangre de sus víctimas. Lenzi podría haber visto The Omega Man (1971) y The Last Man on Earth (1964), películas ambas basadas en la conocida novela Soy leyenda de Richard Matheson. George Romero ya había explicado muchas veces que sus zombies tienen mucho de la concepción de Matheson, y de hecho La invasión de los zombies atómicos podría perfectamente pasar por una precuela de Soy leyenda: el origen de los vampiros contra los que lucha Neville. Los zombies son rápidos, decíamos  (Lenzi se está anticipando a toda la moda, muy posterior, de zombies/infectados), e incluso van armados. No pueden ser dañados por las armas (ni físicas ni espirituales), y no tienen ningun punto debil más que el cerebro. Usan técnicas de guerrilla, así que casi podríamos hablar de terroristas, de un movimiento organizado. De hecho, en una de las primeras escenas, cuando el avión que los transporta (un Hércules militar) hace caso omiso de la torre control y toma tierra, la escena nos recuerda a las escenas de terrorismo que todos sabemos… Claro que para ello faltaban 31 años.

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Lo más interesante, no obstante, de la cinta, es que, al igual que No profanar el sueño de los muertos (1974), que el director seguramente también tenía en mente, contiene un mensaje de denuncia, en este caso, antinuclear y antimilitarista, en la linea del ecologismo del film anterior. Es más que probable que Lenzi viera que la cinta de Jorge Grau poseía un subtexto atractivo, a lo que se sumó cuatro años más tarde la segunda cinta de Romero, Dawn of the Dead, que era un alegato apabullante contra el consumismo exacerbado.

Se muestra una posición escéptica en cuanto a la mano del hombre. En una conversación entre el protagonista y su pareja, se dice: «Forma parte del ciclo vital de nuestra raza. Crear para destruirnos a nosotros mismos (…)». El periodista protagonista compara la situación del apocalipsis zombie con la conquista del antiguo Oeste, es decir, en términos de lucha y de conquistadores/conquistados, aunque no queda claro quiénes son aquí la amenaza para los indígenas. «De todos modos, la culpa no es de la ciencia y de la tecnología, sino de los hombres. Nos orgullecemos de haber inventado los ordenadores y no hemos sido capaces de prever una matanza como ésta. (…) Todos tenemos nuestra parte de culpa. Basta pensar en la vida que hemos llevado tantos años, encerrados dentro de ciudades absurdas, en una jungla de acero y cemento, como robots. Tenía que suceder lo peor para que abrieramos los ojos.» En los albores de la era nuclear, los zombies irradiados son la muestra de hacia dónde va esta sociedad cada vez más deshumanizada y despreocupada por su entorno: hacia una destrucción total y exponencial. La ciencia y la tecnología no son malas de por sí, el problema está en su mal uso. En el fondo, como siempre, el hombre es un zombie para el hombre, parafraseando a Hobbes.

En este nuevo mundo que se abre al abismo, hay que encontrar nuevas soluciones. La pareja protagonista se ve atacada dentro de la iglesia por un párroco vampirizado. Anteriormente, la chica ha afirmado que «los demonios y los vampiros no pueden entrar en territorio sagrado. Estaremos a salvo», pero la premisa no funciona, el clérigo intenta acabar con ellos: las viejas ideas ya no son válidas en el nuevo statu quo.

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En todo ello tienen mucho que decir los medios de comunicación y el sector militar. Siguiendo el estudio que hace Phillip Mahoney en su artículo Mass Psychology and the Analisis of the Zombie: from Suggestion to Contagion, se puede decir que ambos poderes se alían para mantener fuera de la opinión pública la invasión zombie. De no ser así, razona el general Hutchinson (interpretado por Mel Ferrer en la película), se correría el riesgo de que la población entre en pánico, y el ejército entonces tendría a dos «enemigos» que controlar para que no triunfe el caos absoluto. Zombies y población entonces se convierten en un juego de espejos, se igualan, y eso concordaría con la intención del director de no poner nombre a sus infectados. Al fin y al cabo, somos lo mismo. E, igualmente, el ejército es incapaz de controlar a invasión. Al final de la película, con una huida en helicóptero que es sin duda un préstamo de Romero, Lenzi se niega a una resolución tranquilizadora para el espectador. Nuestro protagonista despierta de una pesadilla y ese mismo día acude a cubrir una noticia… al aeropuerto donde aterriza el misterioso Hércules, con lo cual todo vuelve a empezar. Este final tiene varias lecturas, pero en la nuestra, se demuestra que este nuevo orden mundial tiene que hallar nuevas formas de encararlo; de lo contrario, estamos obligados a repetir perpetuamente los errores del pasado. Como dice Mahoney, «the drama can only repeat again and again until the humans recognize their ultimate solidarity with the infected».

En lo que respecta a los golpes de efecto, a pesar de que los maquillajes dejen bastante que desear, Lenzi sube el listón y planta cara a Fulci y Grau en lo que se refiere al mal gusto: vemos cabezas que explotan, ojos que revientan e incluso el director italiano recoge el guante de No profanar… y vuelve a ofrecernos una «mastectomía zombie», como lo expresaría el experto Kyle Bishop. Habría mucho que decir también de esta cinta en cuanto a la imagen de la mujer: como película de postfranquismo, las escenas de destape no faltan, y la mujer se ve reducida prácticamente a un cuerpo que vejar y destruir. De la calidad actoral o las localizaciones (no se cita en ningún momento dónde transcurre la acción, pero son reconocibles las afueras de Madrid) mejor no hablar.

Pese al lamentable resultado que resulta como ejercicio cinematográfico, La invasión de los zombies atómicos resulta preclara en muchos aspectos: se avanza al pánico nuclear que, cuatro años más tarde, será realidad en Chernóbil; al nacimiento del «mal del siglo XX» que fue el sida (se da como inicio de la era del VIH el año 1981), y bajo cuya mirada el film alcanza una nueva interpretación; y a la modernidad de los zombies infectados, que ahora son comunes en el género. Una película que vale la pena visionar ni que sea por todo ese sustrato semiótico que se le puede sacar a su cadáver.

 

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