Representación, Ideología y Recepción en la Cultura Audiovisual

«FAR: Lone Sails» (Okomotive, 2018): solo motas de polvo

Los espacios de la distopía son diversos: la ficción publicada en los últimos años es la prueba. En la literatura, lugar donde tiene su primera y más célebre aplicación imaginativa, hemos visto desde como los comienzos se corresponden con la estructuración de productos novelísticos que atenten contra un statu quo político. De entre ellos, destacan aquellas primeras entradas de mano de Jack London, con su El Talón de Hierro (1908), o de Yevgueni Zamiatin, con su Nosotros (1920), ambas suponiendo representaciones dispares de la incipiente práctica de los preceptos comunistas. Esta estela, por supuesto, se ha ido completando con nuevas formulaciones del espacio distópico, algunas de ellas completando el ciclo político, como puede ser la celebérrima 1984 (1948) de Orwell y, otras, introduciendo cuestiones de biopolítica, como en la The Handmaid’s Tale (1985) de Atwood, y eminentemente tecnológicas, como Klara and the Sun (2021), del Premio Nobel Kazuo Ishiguro. Los productos de ficción televisiva y cinematográfica, por su parte, también se han visto arrastrados a la vorágine de la creación distópica a partir de productos tan diferentes en temática como pueden ser A Clockwork Orange (Stanley Kubrick, 1971),  Akira (Katsuhiro Otomo, 1988) o V of Vendetta (James McTeigue, 2005), en lo que a películas se refiere, y The Leftovers (HBO, 2014-2017), Colony (USA Network, 2016-2018) o Raised by Wolves (HBO Max, 2020-2022), en el terreno eminentemente serial. Finalmente, y aquí comenzamos a entrar ya en materia, los videojuegos han querido formar parte de la conversación y exponer sus propias propuestas con las que pretende lidiar crítica y analíticamente con el estado de las cosas. Desde las sagas Fallout (Interplay/Bethesda Softworks/Xbox Game Studios) y Bioshock (2K Boston) hasta iteraciones mucho más recientes del subgénero, como Detroit: Become Human (Quantic Dream, 2018) o Atomic Heart (Mundfish, 2023), estos productos reformulan el principio de pasividad existente en los otros medios para sumergir al jugador en experiencias absorbentes en las que él tiene la agencia. Es en esta última categoría, la de los videojuegos, en la que vamos a movernos en esta entrada al hablar de FAR: Lone Sails (Okomotive, 2018).

El vehículo —mitad coche, mitad casa— será nuestro único acompañante durante la breve historia del juego.

Este videojuego se sitúa en la misma línea que The Penultimate Truth (Philip K. Dick, 1964), literariamente hablando, y que The Book of Eli (Albert Hughes & Allen Hughes, 2010) o Finch (Miguel Sapochnik, 2021), en lo que a referencias cinematográficas se refiere, en tanto que la podríamos enmarcar en los confines de la distopía post-apocalíptica. El juego nos arroja directamente a su universo desde el principio como esta figura vestida con atuendos rojos que espera a que el jugador la mueva ante un árbol sobre el que se apoyan una pequeña casa destrozada y el retrato de una persona que parece hacer las veces de lápida funeraria. La primera escena es, en efecto, un entierro. El escenario abunda en tonos oscuros y el fondo lo configura un manto espeso de nubes grises que parecen avecinar tormentas. El comienzo de FAR: Lone Sails supone la integración del jugador en un mundo asediado por la pérdida, lo desangelado y melancólico, un estado de las cosas que de buenas a primeras acoge una escala individual, pero que no tardaremos demasiado en entender que puede homologarse a una escala de cariz más universal. Sea como fuere, esta primera toma de contacto con el juego goza de una fantástica salud al indicarnos los tonos emocionales que veremos desarrollados a lo largo de su corta duración.

Los grandes logros de la humanidad —construcciones, avances tecnológicos, etc.— parecen suponer un acceso tanto a lo melancólico como a lo absurdo.

El próximo paso, que será el que seguiremos reiterando a lo largo de toda la historia, es comenzar a moverse en dirección opuesta a la tumba de ese supuesto ser querido en un vehículo motorizado que también nos sirve de habitáculo para resguardarnos de las inclemencias temporales. El periplo de nuestro protagonista consistirá en este alejamiento de ese espacio marcado por la muerte —clara metáfora del proceso de duelo— a través de paisajes que irán cambiando su superficie, pero que seguirán remarcando el claro enfoque distópico de la historia. Nos moveremos a través de complejos industriales abandonados, casas en ruinas y puentes que chirrían al no haber sido usados durante un período de tiempo considerable. Transgrede la poética del abandono, lo que vendría ser un proceso activo en el que todo se deja a su merced, para situarse directamente en un estado de las cosas muertas, inertes, vacías de todo hálito que podamos considerar mínimamente vital. La imagen está clara y la atmósfera pesa con todo su significado. Sin embargo, a nivel jugable, los tiros van hacia otros objetivos.

Durante una gran parte del juego, la escueta narrativa nos deja libertad suficiente como para avanzar en nuestra particular odisea hasta el fin de todo. Esto implica que el jugador sea invitado a someterse a un proceso de inmersión en el que su paisaje emocional pueda homologarse con el del juego, tanto a nivel físico, como espiritual. El minimalismo apocalíptico visual, que encuentra a un feliz compañero de viaje en los breves intervalos musicales que enaltecen la experiencia, se asienta correctamente como estética principal. Sin embargo, y este es el gran «pero» que puede manifestársele a FAR: Lone Sails, el videojuego quiere seguir siendo un videojuego y fuerza algunas dinámicas tipo puzle en las que el jugador tiene que abandonar el estado contemplativo al que se ve arrastrado orgánicamente por la naturaleza del juego y pasar a resolver incógnitas simplonas para seguir disfrutando la experiencia. Sin duda, este planteamiento surge como una suerte de divorcio entre el mensaje que quieren mandarnos y el código a través del cual esto se hace posible. Este cortocircuito jugable podría haberse evitado a través de, o bien, un replanteamiento mucho más walking simulator de la acción, o bien, una reformulación del género en el que se encuentra encorsetado. Otros juegos como Journey (Thatgamecompany, 2012), ABZU (Giant Squid, 2016) o Cloudpunk (ION LANDS, 2020) tienen un fuerte componente ambiental que no se ve interrumpido por la trama. Esto sucede así, en gran parte, porque te permiten habitar el mundo que muestran, en lugar de establecer una sola línea horizontal que tengas que seguir a rajatabla para poder superar los objetivos planteados.

Las entrañas de nuestro más fiel compañero de viaje.

FAR: Lone Sails es, en efecto, una propuesta que se ha visto limitada —y, en cierta parte, traicionada— por su propia concepción. Propone un trasfondo simbólico y un preciosismo estético reseñables, a partir de los que resulta francamente sencillo para el jugador dejarse llevar por lo que sea que está sucediendo en pantalla. Los momentos en los que el vehículo va a todo vapor, mientras la inclemente lluvia repiquetea en su chasis y una banda sonora minimalista, pero innegablemente épica, redobla el traqueteo de los motores en una sinergia de paisajes sonoros son instancias verdaderamente disfrutables que esconden una manera de ser en el mundo y de ver las cosas intrigante y vitalista. Sin embargo, la dinámica que plantea el juego no tardará en ponerte un tope con el que el vehículo se va a chocar o te verás obligado a correr como un loco para frenar lo antes posibles y evitar un más que posible incendio en una de las máquinas. Ambos sistemas son interesantes por sí solos, pero una vez los unes —en especial, en las circunstancias tan particulares en las que se enmarca FAR: Lone Sailsse restan el uno al otro. Y aunque no impida esto que la experiencia general sea notable, sí que tira hacia abajo de un videojuego que perfectamente podría haber sido mucho más que lo que ha acabado siendo.

 

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