Majors, minors y… streaming: «Mank» (David Fincher, 2020)
El 20 de noviembre se estrenaba en las pantallas la nueva película de David Fincher, Mank, producida por la cadena Netflix. Si bien puedo comprender aunque no compartir exactamente que haya personas que prefieran esperar su inclusión en el catálogo de Netflix, cosa que ha sucedido este 4 de diciembre, me fui al cine a ver el trabajo de uno de mis directores favoritos. Un interés personal ya que su último film había sido la fascinante Gone Girl (2014) y un interés que se había acrecentado a medida que aparecían las noticias y los trailers sobre Mank donde se apreciaba el alejamiento de las temáticas y sordidez de sus anteriores trabajos. Porque aunque Mank comparta esa noirness previa, debe reconocerse que la creación del guion de Citizen Kane como argumento metaficcional es una novedad en la filmografía del director. Una lista de la que no escapan sus colaboraciones previas con Netflix como creador de las series House of Cards (hasta 2018) y Mindhunter (2017 y 2019) a la que debe añadirse la serie de animación Love, Death & Robots (2019-2020).
Así, la historia de Mank se sitúa tras el accidente del polémico guionista Herman J. Mankiewicz (Gary Oldman) que le «obliga» a retirarse a una casa del desierto de Mojave para dedicarse de manera exclusiva a la redacción del guion de la nueva película del niño mimado de RKO Orson Welles (Tom Burke), Citizen Kane. Esta simple premisa sirve a Fincher para desplegar una narración acerca del funcionamiento de Hollywood como epicentro de la industria cinematográfica de los años 40 a la par que para trazar el proceso de Mankiewicz en su turbulenta relación con los estudios y magnates de la industria. Una relación a la que no es ajeno su alcoholismo que repercute en su vida personal y profesional. Sin embargo, este resumen tan sucinto como la premisa inicial de la película esconde, por decirlo de alguna manera, una quizá excesiva complejidad metaficcional que se desarrolla de manera muy desigual a lo largo de la cinta.
Sin duda alguna, el primer elemento de esta metaficción fincheriana es el propio guion firmado por Howard Kelly «Jack» Fincher, escrito por el padre del director en la década de los 90. Basado en el texto Raising Kane de la crítica cinematográfica Pauline Kael (1971) que iniciaría la controversia acerca de la autoría de Citizen Kane y cuyo rodaje pensaba iniciar Fincher tras finalizar «The Game» (1997) con Kevin Spacey y Jodie Foster como protagonistas pero que no pudo llevarse a cabo por motivos económicos. Así, Mank puede interpretarse como la recuperación hasta cierto punto nostálgica del proyecto. Una nostalgia que se extiende a la estética de Mank como recurso metaficcional esencial: una cinta en blanco y negro que utiliza las técnicas de rodaje de los años 40 (sonido, planificación, interpretación. retroproyecciones, títulos de crédito) que funciona a la perfección en el primer acto de la película donde se recronstruyen las maneras de hacer cine de la década y donde se replican planos y escenografías de Citizen Kane asimilados al personaje central de la película de Fincher. De hecho, todos los posters promocionales de Mank se encargan de recordárnoslo. Y también un primer acto que sienta las reglas del juego de la película centradas en los saltos temporales entre el pasado y el presente de Mankiewicz, por una parte, y la mezcla entre la realidad del personaje y la ficción del guion que Mank está redactando para RKO, por otra parte.
Justamente este último aspecto va a incidir directamente en el concepto de creación y, por extensión, de autoría como subtexto esencial de la película. Sin embargo, la maestría del desarrollo del primer acto va a verse trastocada de manera estrepitosa en su continuación. Una segunda parte con un ritmo lento, distanciado emocionalmente, y capaz de provocar la somnolencia en el espectador. Justamente este planteamiento casi antiempático de Mank coincide con el relato de los entresijos de la industria cinematográfica cuyo centro es la guerra de estudios etiquetados como majors —MGM y Universal— y los, en aquellos momentos, innovadores minors —RKO— a la que no es ajena la incidencia de los magnates de la prensa en las políticas del país y que no dudan en utilizar a la industria cinematográfica para sus objetivos. Un planteamiento más que interesante y que hubiera precisado de mayor clarificación en el guion de Mank que resulta ser extremadamente denso y hasta críptico para un espectador no cinéfilo que no tiene porqué conocer el peso específico en la industria de Louis Mayer (Arliss Howard), Irving Thalberg (Ferdinand Kingsley), David O. Selznick (Toby Leonard Moore) o saber quién era Marion Davies (Amanda Seyfried), el único personaje también marginado que mantiene una relación positiva con Mankiewicz.
Un distinto tratamiento de los personajes hubiera ayudado extraordinariamente a comprender la decisión de Mankiewicz de construir Citizen Kane como un reflejo de sus vivencias en la industria y su determinación por firmar el guion a pesar de estar en juego su futuro en el cine. Como tampoco deben conocer las audiencias el papel de William Randolph Hearst (Charles Dance) en el nacimiento de las «modernas» campañas electorales, reflejado en Mank en el ataque a través de la construcción de «fake news» sobre el escritor-gobernador de California Upton Sinclai, trasladada ficcionalmente en el personaje de Shelly Metcalff (Jamie McShane) que accede a ello como único medio de prosperar en una industria partidista y endogámica. Así, las más que imponentes y críticas propuestas de Fincher, asimilables a lo que se ha etiquetado como «the power and the glitter», van a presentarse de manera un tanto farragosa y sin una línea conductora que facilite la comprensión —y, por tanto, la empatía— del espectador. En definitiva, una complicación conceptual que ocupa el centro de la película que, afortunadamente, recupera de nuevo el ritmo en un tercer acto donde el personaje central asume no solo las consecuencias de la escritura de su guion y se convierte, por decirlo de algún modo, en el crisol —hasta cierto punto mesiánico— de la necesidad de un cambio en la gestión industrial del cine. En definitiva, Mank es una buena película que esconde más cosas de las que cuenta.
Y es en este punto donde debemos ubicar el título de nuestro post que responde a la hipótesis de relación de Mank con la situación de la industria audiovisual contemporánea, aunque, como hipótesis que es, no podemos asegurar que la intención de Fincher a la hora de plantear Mank fuera esa. Es más, posiblemente no sea cierta nuestra hipótesis pero tampoco creemos excesivamente descabellada la referencia a la teoría de la «ecología de los medios» planteada en 1964 por Marshall McLuhan y desarrollada por Neil Postman desde 1971. En sus postulados, ambos proponían el análisis de cómo el ambiente/entorno afecta al cambio y funcionalidad de los medios de comunicación obligándolos a adaptarse a las distintas prácticas sociales como mecanismo de supervivencia. Y es que si en Mank se establece una pugna entre los grandes y los pequeños estudios por ocupar un espacio diferencial en la industria cinematográfica de los 40 dando lugar posteriormente a una especie de evolución de las especies en que las minors no solo sobreviven sino que ocupan el lugar industrial y jerárquico por el que peleaban, ¿no es posible trasladar este esquema a la actualidad? ¿no están convirtiéndose las cadenas en streaming en las nuevas minors? ¿no se siente amenazada la industria tradicional por las nuevas fórmulas de este tipo de cadenas?
La respuesta es, sin duda, afirmativa. Ni Fincher ni otros directores como Scorsese o showrunners como el omnipresente Ryan Murphy son ajenos a esta dinámica. De hecho, Mank no solo es la consecuencia de la colaboración del director con Netflix sino que antes de su estreno se hacía público el contrato «en exclusiva» del director por cuatro años más. Una expresión utilizada por el propio Ficher que tanto recuerda a los contratos de los estudios en los años 40 contra los que se rebelaron actores, actrices, directores y trabajadores de la industria. Quizá se vuelva de manera inconsciente a este esquema fomentado no solo por Netflix (Fincher, Murphy) sino también por Amazon (Phoebe Waller-Bridge). Una millonaria captación de talentos esperemos que no tan dictatorial como en la década retratada en Mank aunque nos lleguen noticias de inesperadas cancelaciones de series, especialmente por parte de Netflix, entre las que paradójicamente se encuentra Mindhunter.
En cierto modo, este post es una reflexión «colateral» suscitada por el visionado de la película de Fincher y por la asistencia a una sala prácticamente vacía de público. Porque los cambios en los mecanismos de producción, distribución y exhibición de las ficciones audiovisuales iniciada con la entrada de las cadenas en streaming se ha visto agravada durante la pandemia, un entorno ecológico desfavorable en el que hemos asistido a constantes retrasos de estrenos etiquetados ya como sin fecha (como Death on the Nile de Kenneth Branagh, Dune de Villeneuve, o No time to die de Cary Fukunaga) y hemos visto estrenos propios de cadenas de video on demand con precios suplementarios (como Mulan , ya disponible en abierto en Disney + tras el fracaso de una propuesta industrial más que discutible). Pero también hemos asistido a posicionamientos reivindicativos de todos y cada uno de los agentes del proceso industrial cinematográfico y defensores de la imprescindible comunicación entre el film y sus audiencias a través de ese ritual social que es «ir al cine»: la apuesta de Warner con el experimento del estreno no americano de Tenet de Christopher Nolan y el empecinamiento de Patty Jenkins por seguir con el estreno mundial en las pantallas de Wonder Woman 1984 independientemente de su programación para HBO Max son absolutamente reseñables. Quizá nuestra reflexión no resulte tan colateral al fin y al cabo.
Doctora en Filología Hispánica por la Universitat de les Illes Balears. Ha sido investigadora principal del grupo RIRCA y ha dirigido tres proyectos de investigación nacionales competitivos financiados por el gobierno español. Actualmente forma parte del proyecto «Ludomitologías» liderado por el Tecnocampus de Mataró (UPF). Trabaja en ficción audiovisual en plataformas diversas, especialmente en temas de arquitecturas narrativas. Tiene una especial debilidad por el posthumanismo y ha publicado distintos trabajos en revistas indizadas y editoriales de prestigio internacional.