Representación, Ideología y Recepción en la Cultura Audiovisual

RIRCA recomienda: los mejores documentales (I)

El cine nace como voluntad de entender la realidad y los misterios del mundo a través de representar y capturar la vida. Los Lumière siempre estuvieron obsesionados con plasmar la vida parisina: los trenes, las calles de París, la salida de los trabajadores… También sus propias vidas. Cortometrajes como Repas de bébé (1895) o Le déjeuner du chat (1895) plasman sin filtros el día a día de la familia y la sencilla e inocente esencia de la vida. En esa acción se encuentra la voluntad de documentar, de dejar constancia del mundo.

Películas como Nanook of the North (1922) de Robert Flaherty, El hombre de la cámara (1929) de Dziga Vertov o Las Hurdes (1933) de Luis Buñuel son tres ejemplos reconocibles de cómo distintos cineastas se han aproximado al lenguaje documental. Lo mas interesante de sendas películas es el grado de ficción y de recreación que se oculta en ellas, y es que se podría afirmar que, en palabras de Chantal Akerman, «no hay diferencia entre el documental y la ficción». Desde luego para muchos cineastas la línea que separa la ficción del documental es muy fina. Todo artificio bebe de la realidad y del lenguaje del documental (pensemos por ejemplo en la generación del New Hollywood y cómo representan la sociedad americana a través de una cámara desestabilizada que parece no tener el control de la acción), y a su vez en todo documental hay algo de ficción. Sin embargo los cineastas que se aproximan al mundo a través del documental luchan contra lo impredecible, la precariedad y la soledad intrínseca en una forma cinematográfica denostada.

Por suerte el documental ha ido poco a poco retomando su importancia. A día de hoy, el documental aparece a través de diferentes formas y géneros. Unos más periodísticos, otros mas observacionales donde el autor deja que las cosas sucedan delante de la cámara. Otros cineastas se adentran de lleno siendo un personaje más de la película. En otras tantas ocasiones, el documental ha trascendido a la pantalla del cine y se ha ubicado en museos y salas culturales ofreciendo una experiencia única multipantalla.

A continuación les propondremos varios documentales clave de la historia del cine para (re)descubrir esta forma de aproximarse a la vida a través del lenguaje cinematográfico:

Guillermo Amengual: Innisfree (José Luis Guerín, 1990)

En el panorama del cine español, destaca un cineasta cuya filmografía transita entre el documental y la ficción: José Luis Guerín. Desde su ópera prima —Los motivos de Berta— ha demostrado una inteligencia digna de admiración a la hora de aproximarse al lenguaje cinematográfico. Cintas como Tren de sombras (1997), En la ciudad de Silvia (2007) o La Academia de las musas (2013) dan fe de una calidad artística única e inigualable que fue galardonada en 2002 con el premio Goya por su documental En construcción (2001).

Ya en su primera película, Los motivos de Berta (1984), demostraba ser un gran conocedor de la puesta en escena con la que trasladaba todo lo aprendido de maestros como Robert Bresson, Carl T. Dreyer o Chaplin. Además, la cinta posee una atmósfera mística que gira en torno al discurso metacinematográfico que lleva extendiéndose a lo largo de toda su filmografía. Ese amor por el cinematógrafo y por los maestros del séptimo arte cobra más presencia todavía en segundo largometraje: Innisfree (1990). La película nos ofrece, tal y como se expone al principio a través de un cuadro de texto, “Cosas vistas y oídas dentro y a los alrededores de Innisfree entre el 5 de septiembre y el 10 de octubre de 1988. ¿Pero qué es Innisfree? Con este nombre fue bautizado un pequeño pueblo del norte de Irlanda. Allí, en 1951, el célebre director norteamericano de ascendencia irlandesa John Ford, rodó The quiet man (1952) junto a su actor fetiche John Wayne y Maureen O’Hara.

En su película, José Luis Guerín —gran admirador del realizador de películas como The searchers (1956)— se adentra en el pueblo de Innisfree 37 años después del paso de Ford y compañía para atender y comprender cuánto de la vida del pueblo influyó al director y, sobre todo, cuánto de The quiet man ha quedado en el olvidado pueblo. Guerín nos muestra desde el primer momento su intención. En la primera escena del documental rueda la misma secuencia que abre el film de Ford: la llegada del personaje de John Wayne a la estación de tren del condado dispuesto a llegar hasta Innisfree para retomar la casa de sus antepasados. José Luis Guerín toma la banda sonora de la escena —ruidos, sonidos, diálogos…— y la monta con los mismos planos —escala y ángulo de cámara exactos— que usa Ford, pero 37 años después. Sobre las voces de John Wayne y compañía vemos una estación abandonada donde uno se pregunta por cuánto más se podrá mantener la llama de los fantasmas del pasado. Y es que todo el pueblo parece vivir, en cierto modo, del recuerdo de aquel 1951 que cambió sus vidas. Los ancianos del pueblo recuerdan entre tragos y silencios en el bar de Innisfree cómo vivieron la llegada de los americanos, que trajeron, por unas escasas semanas, puestos de trabajo y ganancias por encima de los sueldos que solían cobrar los habitantes del pueblo que colaboraban en cualquier faena del rodaje consiguiendo un sustancioso sueldo que gastaban ipso facto en la cantina.

Allí, en Innisfree, nos encontramos personajes y lugares que Guerín trata de una forma mística y única. Una joven muchacha pelirroja que busca trabajo nos lleva al rostro de Maureen O’Hara. La chica acabará trabajando en el museo dedicado a The quiet man que hay en el centro del pueblo reviviendo al personaje femenino principal. En el teatro hay proyecciones casi diarias de la película de Ford y todos parecen vivir suspendidos en el momento. La maestría de Guerín se palpa en su capacidad para montar y superponer imágenes y sonidos que conforman secuencias evocativas. John Wayne tira su sombrero por el campo y Guerín hace que unos niños lo atrapen allí donde ha caído y se pongan a jugar con él. En la carrera de caballos anual junto al lago, el realizador español inserta fragmentos de los jockeys que participan rodándolos al estilo clásico dentro de un estudio con una pantalla de fondo sobre la que pasan las imágenes, creando la ilusión del movimiento. Estas y más escenas suceden con la voluntad de construir una obra que honra al cine como ese arte capaz de cambiar vidas y de construir realidades más poderosas que las que vivimos.

Patricia Trapero: Death of a President (Gabriel Range, 2006)

Sin ningún género de duda, el ataque a las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001 es un punto de inflexión histórico que supuso la ruptura de las coordenadas simbólicas que determinaban hasta ese momento la experiencia de la realidad transformando el imaginario cultural de Occidente. El terrorismo va a convertirse desde ese día en un fenómeno transnacional cuyas consecuencias políticas van a convivir con las experiencias individuales de la tragedia desde puntos de vista muy diferentes. De manera inmediata se produjeron reacciones desde los distintos actores culturales de entre los que destacan los productos audiovisuales. Así, los textos audiovisuales posteriores al 11-S van a transformar en imágenes fragmentos de la historia ofreciendo a las audiencias lecturas diversas de los acontecimientos que van desde lo individual y emocional a lo político desarrollando los temas clave derivados de los ataques: la cultura de la conmemoración, la cultura del miedo social y cotidiano, los efectos colaterales de las acciones militares o las repercusiones en las interacciones personales con la Islamofobia como centro conceptual. En cualquier caso, el audiovisual plantea (re)construcciones o (re)presentaciones de la historia de tal manera que es obligada la referencia a dos términos: ficción y realidad. Dos términos que, juntamente con la idea de forma y contenido van a dar lugar a una multiplicidad e hibridez genérica de entre la que destaca el llamado «falso documental».

Y es justamente en estos parámetros en los que situamos Death of a President de Gabriel Range (2006), una película  cuya forma se corresponde con la imagen de la realidad y su contenido es totalmente ficticio (un what if ucrónico en toda regla) que condensa de manera magistral buena parte de los marcos referenciales del post 11-S. Así, Range narra el asesinato del presidente George W. Bush en una convención que tiene lugar en un hotel de Chicago. Mientras miembros del FBI, algunos ciudadanos testigos de lo acontecido y la esposa del presunto asesino —el único trabajador musulmán del edificio— protagonizan los footage de los momentos de la detención del presunto magnicida, las audiencias asisten al juramento como nuevo presidente de Dick Cheney, auténtico inspirador de la War On Terror y del sistema de control global derivado de ella. Si bien el argumento no difiere aparentemente de películas conspirativas basadas en informes de comisiones oficiales de magnicidios reales —como la interesantísima Executive Action (David Miller , 1973), JFK (Oliver Stone, 1991) o The Day Reagan Was Shot (Cyrus Nowasreth, 2001)—  Death of a President construye un sólido aparato crítico contra la administración Bush en el poder  y su retórica. De este modo, la detención e interrogatorio del presunto magnicida condensan las consecuencias de la promulgación del US Patriot Act desde la razzia islamofóbica hasta las implicaciones bélico/económicas —algo que también se denuncia en la magnífica escena final de The Green Zone de Paul Greengrass (2010).

De este modo, Death of a President se convierte en un documento de denuncia de los intereses comerciales como detonantes de la guerra de Irak exponiendo los elementos de la llamada deception culture como reflejo de la idea imperialista y anticonstitucionalista de la presidencia estadounidense, cuestionada especialmente desde 2005.  No es soprendente, pues, el año de estreno del film de Range como tampoco lo es el escalofriante futuro distópico global que dibuja con Cheney ocupando la Casa Blanca. En definitiva, Range se sirve de un no-tan-falso documental para mostrar las deficiencias democráticas de un sistema político y, a través de él, crear una conciencia crítica en el espectador. Un planteamiento recogido por otros productos desarrollados en la década siguiente a los atentados de 2001 como la ya mencionada The Green Zone, Rendition (Gavin Hood, 2007), la serie Battlestar Galactica (2003-2009) o  la premonitoria The Siege (Edward Zwick, 1998), y que, desgraciadamente, no se plantea en productos actuales y ciertamente extemporáneos y expositivos como The Mauritanian (Kevin Macdonald, 2021). Y es que los falsos documentales, independientemente de su valor narrativo y estético de acercamiento de personajes irreales a las audiencias en una ruptura de los códigos de la ficción, se demuestra como una fórmula con una fuerte capacidad crítica que acerca  hechos no reales pero , sin duda, posibles a la conciencia del espectador. A productos como Un día sin mexicanos (Sergio Arau, 2004), CSA: The Confederate States of America (Kevin Willmot, 2004), Bruno (Larry Charles, 2009) o las dos entregas de Borat (Larry Charles, 2006 y Jason Woliner, 2020) nos remitimos.

Nuria Vidal: Phoenix Rising (Amy J. Berg, 2022)

La violencia sexual se ha convertido en uno de los puntos de denuncia de la cuarta ola feminista a raíz del movimiento #MeToo. Un movimiento global esencialmente mediático que cobra especial relevancia a partir de 2017 con la aparición de las primeras denuncias por acoso y agresión sexual contra el productor Harvey Weinstein por parte de actrices como Ashley Judd, Rose McGowan o Mira Sorvino. La conciencia colectiva acerca de estas prácticas en el ámbito laboral no solo rompió el silencio acerca de estos comportamientos, sino también evidenció los abusos de poder como reflejo de una violencia física y simbólica sistémica contra la mujer. Además de propiciar un cambio en las políticas de los estudios cinematográficos para combatir el acoso sexual laboral con regulaciones jurídicas que amparan a los/las trabajadores/as, las reivindicaciones del #MeToo se han visto reflejadas en un cambio narrativo y temático en la forma de tratar el abuso sexual. Así, las producciones contemporáneas se alejan de la visualización del acto violento para construir emocionalmente la memoria post-traumática de las víctimas tal como relatan películas como The Assistant (2019), Bombshell (2019), Promising Young Woman (2020) o She Said (2022), paradigmas de esta vertiente de denuncia sistémica.

En este contexto se enmarca Phoenix Rising (Amy J. Berger, 2022), un documental producido por HBO en el que la actriz Evan Rachel Wood encabeza la denuncia de la violencia doméstica y los abusos sexuales que Brian Warner, conocido como Marilyn Manson, perpetró durante sus tres años de relación entre 2007 y 2010. En las dos partes del documental, asistimos a las etapas del proceso de sanación de Wood mientras también realiza un recorrido por su testimonio y las pruebas que tiene contra Warner. Un testimonio que es doloroso y horripilante, pero que es necesario escuchar y analizar. A pesar de centrarse en el caso Wood, el documental plantea una radiografía del ciclo de abuso de poder de la violencia de género y hace hincapié en la experiencia traumática de las víctimas en un proceso que atraviesa la humillación, la culpabilidad, la depresión y la vergüenza.

Si bien el documental presenta una estructura clásica de cine de denuncia, la narración contiene una carga emotiva enorme. Así, la controversia del documental no se hizo esperar ya que su objetivo es claramente la búsqueda de justicia por parte de las víctimas de Warner. El equipo legal del cantante mantiene las acusaciones de difamación hacia Wood y está a la espera de querellarse contra ella. Unas acusaciones que ya le han valido un gran precio personal a la actriz a quien los fanáticos de Manson han tachado de mentirosa y narcisista. Sin embargo, más allá de los aspectos legales que se encuentran en marcha hoy en día; debemos reconocer la figura de Evan Rachel Wood como activista. Mientras la lucha contra el sistema se lleva a cabo de manera intermitente en Hollywood donde las actrices vociferan sus alegatos feministas (que no se malinterprete, nada en contra de ello); Wood realiza su lucha activa desde lo silencioso y efectivo y no desde lo grandilocuente y lo mainstream. El documental es, pues, una parte importante para poner en valor su labor por la defensa de los derechos de las mujeres dentro del proyecto The Phoenix Act, una ley promovida por ella misma y varios senadores que propone alargar el tiempo legal para las denuncias de los casos de violencia doméstica. Una ley que ya está activa en California desde 2020 y que se está intentando aprobar en el resto del país. Algo que no se le elogia lo suficiente a Wood ni a las mujeres que están peleando contra el sistema desde dentro. Aprovechamos el apunte para recomendar I am Evidence (2017), un documental producido y conducido por la actriz Mariska Hargitay que podéis encontrar en los links del final de este post.

En definitiva, Phoenix Rising es un manifiesto poderoso, aún demasiado discreto en lo que a conocimiento del público se refiere, sobre el movimiento #MeToo que es de obligado visionado. La historia de Evan Rachel Wood merece ser escuchada por todos y, aunque sea terrorífica y desgarradora, es un relato que no olvida ni la esperanza ni reivindicación de la dignidad individual y colectiva.

 

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