Mitologías, pecados originales y horror sistémico: «Men» (Alex Garland,2022)
Esperaba con impaciencia el estreno de Men de Alex Garland por varios motivos. El primero no era otro que el anuncio de una nueva película de un director del que he seguido religiosamente su más que interesante trayectoria profesional marcada esencialmente la utilización de los esquemas del posthumanismo que, de manera evolutiva, se ha transformado en una reflexión místico-fantástica acerca del individuo y de su papel constructor/destructor en la sociedad y el entorno . El segundo, era un elenco fascinante que merece ser reivindicado y encabezado por Jessie Buckley (Beast, Wild Rose, I’m thinking of ending things, The Lost Daugther, War & Peace, The Last Post, Taboo, Chernobyl)) y Rory Kinnear (Penny Dreadful, Black Mirror, Years and Years, Penny Dreadful: City of Angels) y en el que también se anunciaba la presencia de Gayle Rankin (Glow, Perry Mason, Her Smell, Blow the man down). Tres nombres que se ligan a la versatilidad y a la exquisitez interpretativa pero especialmente a la tremenda canalización de la energía actoral que desprenden en cada uno de sus trabajos. A ello se unía la producción de A24. La combinación era, pues, perfecta. Y es perfecta, aunque la recepción por parte del público y de la crítica haya sido desigual.
El argumento sigue a Harper Marlowe (Jessie Buckley) quien, tras la trágica muerte de su esposo James (Paapa Essiedu), se traslada a una casa de campo en la localidad de Cotson para tranquilizarse y reorganizar sus ideas. En la aldea, Harper se verá envuelta en encuentros desagradables con algunos de los hombres del entorno (interpretados por Rory Kinnear) que desembocan en el acoso y persecución de la viuda quien solo tiene una comunicación exterior esporádica con su amiga Riley (Gayle Rankin). Una premisa sencilla, así planteada, que en una primera instancia asimilaría el argumento a los esquemas más evidentes del folk horror, un inicio aparentemente tópico como también sucede en Annihilation donde asistimos a una expedición que se adentra en un espacio natural en el que se ha producido un fenómeno inexplicable con tintes paranormales y fantásticos. Tal como sucediera en Annihilation a la que necesariamente debemos recurrir, Men plantea el viaje de la protagonista donde los estímulos externos, sean de la naturaleza que sean, implican un recorrido vital que va de lo individual a lo social. De este modo, ya instalada en Cotson, Harper recuerda los momentos de su relación con James como maltratador simbólico y físico: unos momentos del backstory del personaje perfectamente diferenciados en cuanto a fotografía (en manos del habitual colaborador de Garland, Rob Hardy) que no solo delimitan el posible contenido del film, sino también ofrecen imágenes recurrentes en el viaje personal en Cotson. Pero sobre todo presenta la atmósfera claustrofóbica, constante en Harper, como símbolo de un estado anímico generado exteriormente contra el que lucha en toda la película.
La llegada de Harper a Cotson inicia el despliegue de la mitología que atraviesa Men. La joven viuda comerá una manzana del árbol que está en el jardín, el árbol de la fruta prohibida de acuerdo con la tradición cristiana que le recordará amistosamente el casero Geoffrey, el único hombre que tendrá una personalidad propia en la película. Garland plantea, pues, no solo la visión secular de la mujer como madre de todos los males y perversiones, sino también el hecho de que la llegada de Harper a Cotson parece ser el desencadenante de instintos larvados (o no) en sus habitantes. Una mitología de la mujer que se amplia a la asimilación de Harper a una sirena que atrae a los hombres y los lleva a la ruina cuando, en su paseo por los alrededores de la casa, encuentra un túnel y juega con su eco. La aparición de un hombre al final del túnel ilustra la idea, pero también desencadena el miedo de la joven quien, a pesar de encontrarse en plena naturaleza, la considera como un espacio hostil y también claustrofóbico.Así, el film avanza en la creación de la tensión en el espectador que corre pareja a la de la joven a medida que los personajes masculinos de la película se encuentran con ella o a la inversa: el casero solterón y de mediana edad que no sabe tratar con las mujeres y que, en cierta medida, las minusvalora; el vicario (el estamento religioso) con su lascivia, el niño (quizá reprimido o regañado por una madre dominante, quizá un niño mal educado) que la desprecia e insulta; el policía ( el hipotético defensor) que no pretende actuar ante un acoso; o los hombres de la taberna (los ocupantes de lugares de ocio como bloque) que pretenden amedrentarla sexualmente. De este modo, el retrato de los hombres va de lo particular a lo general planteando el horror sistémico y cotidiano.
Por este motivo, la mayoría de críticas de la película la han definido como un retrato de las masculinidades tóxicas donde «todos los hombres son iguales». Y es verdad hasta cierto punto. Quizá el planteamiento demasiado expositivo de Garland sea una debilidad de Men, como también lo es en buena medida en su serie Devs. Ya desde la aparición de los mismos rostros en los personajes masculinos, sabemos qué nos plantea Garland, sabemos a dónde nos conduce, algo que rompe y probablemente anula parcialmente la creación del horror psicológico evolutivo que encontramos, por ejemplo, en las producciones de Darren Aronofski —con el que Garland parece «encontrarse»— o de Ari Aster. Eso no es un demérito si tenemos en cuenta que el diseño del film se centra en el viaje emocional de Harper (como la mujer) a partir de su confrontación con los otros, entendida como una alteridad agresora e intimidatoria. Una mujer que jamás es retratada como una víctima pasiva bien al contrario en cuyo desarrollo juega un papel importante el despliegue de la mitología celta que subyace en Men como complemento a las anteriormente especificadas.
Si nos hemos referido antes a la simbología cristiana y a la mitología clásica al equiparar a Harper con la sirena y la mujer causante de los males, lo atávico va a atravesar Men, tal como avanzan los relieves que se encuentran en la pila bautismal de la Iglesia de Cotson donde vemos a dos personajes de la mitología celta: el hombre verde y a Sheela na Gig. El primero como deidad benéfica y símbolo del iniciador que conduce a un viaje interior, la segunda como diosa de la fertilidad tal como muestra su más que exagerada vulva. Una declaración de intenciones que refuerzan la centralidad de Harper, de manera especial en sus encuentros con el hombre verde que no solo desencadenan las relaciones hostiles con los hombres del pueblo, sino especialmente inician un proceso revelador —que no necesariamente purificador— en Harper quien se enfrenta a las acciones y actitudes de los personajes masculinos situadas en el límite entre la realidad y el onirismo en un ejercicio, de nuevo, de traslación de lo individual a lo colectivo. Ambas figuras y su iconología, recurrente también en la película, van a unirse de manera sorprendente en el momento especialmente gore del final del film. Y creemos que es en este punto donde se sitúa el valor de Men: el ser una cinta con un argumento aparente simple y un claro mensaje, como he comentado, extraordinariamente expositivo que, a través de una precisa iconografía, propone una lectura sociocultural. Así, Garland presenta un film situado en el terror psicosociológico, por llamarlo de algún modo, que combina lo fantástico con lo cotidiano reiterando las características esenciales de sus producciones anteriores.
Como he comentado al inicio, la crítica y el público han reaccionado de manera diversa y excesivamente maniquea ante la película, como también sucediera con Annihilation y Devs. Las últimas noticias que tenemos acerca de Alex Garland es su deseo de abandonar la dirección al finalizar el rodaje de su proyecto Civil War y dedicarse exclusivamente a escribir guiones. Sea como sea, estaremos pendientes de las historias que nos quiera contar mientras seguimos visionando sus magníficas producciones.
Doctora en Filología Hispánica por la Universitat de les Illes Balears. Ha sido investigadora principal del grupo RIRCA y ha dirigido tres proyectos de investigación nacionales competitivos financiados por el gobierno español. Actualmente forma parte del proyecto «Ludomitologías» liderado por el Tecnocampus de Mataró (UPF). Trabaja en ficción audiovisual en plataformas diversas, especialmente en temas de arquitecturas narrativas. Tiene una especial debilidad por el posthumanismo y ha publicado distintos trabajos en revistas indizadas y editoriales de prestigio internacional.