Black Mirror y “15 millones de méritos”; una prisión fundamentada en un sistema de pantallas, interfaces y avatares
Cada episodio de Black Mirror es un deleite para los seguidores del género de la distopía o antiutopía—es inevitable. La serie critica abiertamente el impacto de las nuevas tecnologías en sociedad, y lo hace planteando en cada uno de sus episodios distintos futuros imaginados en los que la humanidad viviría de modo disfuncional debido a su dependencia de las innovaciones que se irían desarrollando e implantando en sociedad. En otras palabras, en la serie se ven reflejados los peligros que podrían entrañar los avances científicos y tecnológicos en desarrollo en la actualidad en caso de ser llevados a ciertos extremos, y me gustaría comentar el segundo episodio de la primera temporada de esta interesante serie, ya que considero que es uno de los más certeros a la hora de reflejar ciertas tendencias y obsesiones—¿incluso adicciones?—contemporáneas.
Bing Madsen—el protagonista—es un chico que vive recluido en un centro en el que su trabajo consiste en pedalear sobre una bicicleta estática para proveer de energía a todos los aparatos que conforman el entramado del lugar. El resto de habitantes, idiotizados hasta el extremo, se dedican a realizar exactamente la misma tarea día tras día, viéndose así sometidos a un estado de servidumbre total. Estas personas alternan entre el espacio de pedaleo y sus habitaciones individuales, ambos proveídos de pantallas. En el caso de las habitaciones, todas las paredes son pantallas con las que se puede interactuar—por ejemplo, para jugar a un videojuego—y de las que no se puede escapar, mientras que cuando están pedaleando tienen también una pantalla delante en todo momento que les acompaña durante su jornada laboral.
Por tanto, la primera crítica se refiere a nuestra adicción a las pantallas y a las interfaces. Estamos conectados de modo prácticamente ininterrumpido a todo tipo de pantallas—televisores, monitores, móviles, tabletas, etc—cada cual con su propia interfaz, a través de las cuales interactuamos con estos aparatos ya sea por motivos laborales o de ocio. En el mundo representado en este episodio, las personas visualizan programas de televisión o juegan a videojuegos al tiempo que trabajan, de modo que son contadísimas las ocasiones en que no están conectados a algún tipo de interfaz. Se trata de una sociedad hipermediatizada, y la abundancia de pantallas provoca en el espectador una cierta sensación de agobio o asfixia, en especial cuando vemos la habitación en la que vive Bing. ¿Pero, resulta tan descabellado imaginar un futuro como el que aquí se plasma?
Pero aquí no queda la cosa. Además de esto, cada persona cuenta con su propio avatar, que le representa en los entornos virtuales con los que interactúa. A medida que pedalean acumulan puntos—o méritos—que más tarde pueden canjear por objetos para decorar sus avatares, o por contenidos digitales de distinta índole, como nuevas aplicaciones, videojuegos o pornografía. El ser de carne y hueso pasa a ocupar un segundo plano en un contexto en el que uno no se plantea obtener ropa real que ponerse—entre otras cosas, porqué no se le ofrece dicha posibilidad—sino objetos digitales con los que equipar a su “yo virtual”. No hablaríamos ya de consumismo, sino de consumismo virtual, y, por tanto, de “consumismo hiperreal”. Esto es similar a lo que sucede en la actualidad en gran cantidad de videojuegos, en los que se vende contenido digital, como las famosas skins, que no son otra cosa que nuevas apariencias para los personajes controlables en el juego.
¿Pero, que es lo que mueve a esta gente a mantenerse conectada y a seguir pedaleando, en lugar de tratar de rebelarse contra el sistema? Básicamente este mismo sistema de bonificaciones y premios con el que está equipado el sistema, y que es un fiel reflejo de uno de los mecanismos que podemos encontrar también en los videojuego, desde el más clásico hasta el MMORPG más moderno. Pantallas, interacción y avatares son elementos comunes en el medio del videojuego, y aquí la advertencia parece ser clara: cuidado, no vayamos a olvidarnos de que existe una diferencia entre lo que está dentro y fuera de las pantallas, o terminaremos por verternos en su interior y desaparecer. Aunque, claro, esa es la eterna promesa de la realidad virtual, y debemos tener algún tipo de fijación, porqué seguimos intentando alcanzar una experiencia de inmersión en entornos virtuales que sea capaz de convencer a nuestros sentidos de que realmente estamos habitando un mundo artificial.
Pero volviendo al sistema de recompensas, este no resultaría suficientemente efectivo ni es creíble como elemento de disuasión ante una posible revolución obrera. El gran aliciente para estas personas es alcanzar la cifra de quince millones de méritos, lo que les granjearía la posibilidad de comparecer ante un jurado televisivo de un programa llamado Hot Shot—idéntico al que podemos encontrar en programas reales como Factor X o Tu sí que vales—y demostrar que cuentan con una habilidad especial por la que merecen ser eximidos de volver a la bicicleta.
En esta dimensión un miembro de la clase obrera se libera cuando contribuye con su talento a mantener a los otros pegados a sus pantallas; cuando es capaz de demostrar que puede contribuir a la perpetuación del sistema establecido. Por poner un ejemplo, el que demuestre tener la habilidad del canto se liberará de su cadena, pero, a su vez, ayudará a mantener a los demás—que querrán seguir sus avances a través de la televisión—atados a las suyas. Pero no existe posibilidad real de liberación. Estos también siguen pedaleando, siguen al servicio del sistema, pero de distinto modo. Lo único que se les ofrece es la ilusión de la liberación, y no la liberación en si misma. Por tanto, crítica también dirigida a los talent shows de la programación.
De forma similar se critica también la publicidad agresiva e idiotizante con la que somos bombardeados a diario por todo tipo de canales—por ejemplo, cuando queremos ver un video en youtube. Las personas de este mundo tienen que soportar la proyección repentina e inesperada de anuncios—en muchas ocasiones de contenido pornográfico—en las paredes de sus habitaciones, y, como este es otro mecanismo destinado a mantener sus neuronas a raya y a ellos a merced del sistema, el hecho de omitir el anuncio tiene por efecto una deducción automática de puntos de su cuenta, con lo que dicha acción supone alejarse de la posibilidad de alcanzar los quince millones de méritos y acercarse así a su particular “sueño americano.”
En definitiva, este episodio toma elementos prestados del videojuego en tanto que los protagonistas de la vida de estas personas no son tanto ellas mismas como sus avatares y el sistema de puntos que los esclaviza, al tiempo que les ofrece la falsa ilusión—a través de un programa de televisión—de un futuro en el que serían especiales y libres. Resulta también interesante el modo en que se critica aquí la preponderancia de las pantallas e interfaces en sociedad. Debemos admitir que esto es ya una realidad consumada, y el siguiente paso es preguntarse hacia dónde terminará por llevarnos esta tendencia. Cualquiera que se haga estas preguntas u otras similares debería ver Black Mirror.