50 shades of Grey
Aunque ya hace poco más de un año del estreno del film 50 Shades of Grey, basado en la primera entrega de la trilogía literaria que encumbró a E.L. James como una de las autoras más populares de la literatura erótica femenina, en este mes tan señalado en el que tanto se habla y reflexiona acerca de la situación de las mujeres en nuestra sociedad, parece de lo más oportuno y urgente valorar esta superproducción cinematográfica que consiguió que las mujeres acudieran al cine de un modo masivo.
Urgencia que no solamente nos asalta por el hecho de que la obra o la saga en sí se escriba sobre un orden narrativo de lo más retrógrado, sexista o machista. Hecho que es verdad, es así. Tanto como lo fueron en su momento míticos carteles cinematográficos que hoy forman parte de la memoria popular como An Officer and a Gentrleman (Tylor Hakford, 1982) o Pretty Woman (Garry Marshal, 1990), y como otros que se incluyen en el canon de los clásicos contemporáneos como The Bridges of Madison County (Clint Eastwood, 1995). No obstante la urgencia de seguir hablando y reflexionando sobre 50 shades of Grey, entronca con el hecho de que tras este melodrama romántico al uso, subyacen toda una serie de estrategias que encumbran el mito de la libre elección, tan popular y tan reivindicado por la feminidad contemporánea, como estrategia para legitimar la reasignación de las mujeres a la sumisión patriarcal como si este fuera un hecho natural
50 shades of Grey nace, crece y se reproduce en un momento y contexto muy determinado que no nos debe pasar por alto. El momento en el que según los discursos institucionales, amparados por el cambio social que las mujeres hemos protagonizado en las últimas décadas, las cuotas de igualdad entre mujeres y hombres se encuentran más equilibradas que nunca. Hecho altamente discutible por parte de los feminismos, pero que el proyecto económico y cultural del neoliberalismo se empeña en enmascarar. Pues a los ojos del gran proyecto de desregulación social, lo más importante es que hoy las mujeres ya hemos normalizado nuestra presencia en el mundo académico y en la cultura laboral y, por lo tanto, ya somos económicamente activas. Ya podemos, como los hombres lo han hecho tradicionalmente, sintetizar nuestra relación con el mundo desde una perspectiva puramente económica, que es la que cuenta y es la que hace progresar al mundo. Pues bien, tras esta racionalización de los procesos de igualdad de las mujeres, hoy la industria del consumo nos interpela como seres libres, que tenemos la capacidad de invertir en nosotras mismas. Y la mayor estrategia mercantil que la cultura del consumo pude usar como reclamo es la de la sexualidad/industria del sexo. De este modo, en los últimos años las mujeres hemos ido ganando acceso a una industria que de forma tradicional se dirigió a un público eminentemente masculino. Hoy las mujeres protagonizamos los anuncios de Durex Play, podemos provisionarnos de lencería y latex en las boutiques eróticas a plena luz, y podemos hablar de nuestras experiencias sexuales sin rubor. Accesos que ahora tenemos y de los que podemos gozar, y que la propia industria se ocupa de asociar con la idea de una nueva feminidad por fin liberada de las estructuras patriarcales a los que antaño estuvo sometida. Por lo tanto, instrumentaliza lo que las feministas tanto hemos reclamado: independencia, autonomía, derecho al propio cuerpo y libertad sexual. Y todo esto por qué ya somos consideradas agentes económicas activas. Entonces, no es de extrañar que la industria también apueste por la super-producción de una película (pretendidamente) erótica dirigida a un público específicamente femenino como algo que entiende y valora como un ejercicio de democratización sexual.
Si lo pensamos, ¿qué tiene de malo que hoy las mujeres seamos las protagonistas de los relatos eróticos y que, para variar, se hable de nuestros orgasmos y no solamente y únicamente de los de los hombres? ¿Qué tiene de malo que hoy las mujeres no seamos consideradas solamente y únicamente objetos sexuales pasivos, sino mujeres que no tenemos miedo a mostrar nuestra sexualidad activa? Pues lo que tiene de malo, es que por mucho que queramos asociar este ejercicio de democratización sexual con el uso de la libre elección, esta libre elección sigue sustentándose y escribiéndose sobre un orden social y narrativo machista, sexista y retrógrado.
50 shades of Grey es el paradigma de la ilusión de la libre elección. De hecho, funciona como el estandarte de una sociedad que cada vez más necesita diluir las políticas de la diferencia o el sentimiento feminista, para hacernos creer que hoy somos nosotras las que elegimos responder y adecuarnos a un imaginario cultural que sigue siendo regulado por la mirada masculina. Muy a pesar de que Anastasia, la protagonista, elija libremente sellar un contrato sexual con Grey, y muy a pesar de que el libro ponga el orgasmo y el placer sexual femenino a primera línea, la historia se sigue escribiendo sobre un orden narrativo melodramático que legitima que esta libre elección suponga acceder a que el protagonista gobierne y controle su vida, y que construya o moldee su sexualidad.
Ya desde un punto de vista textual, la película no puede ser más plana. Quizá lo que más recordamos tras su visionado es el cuerpo desnudo de la protagonista – nunca el de él-, el helicóptero, sus vestidos, la música y los buenos vinos. De la historia de amor entre los dos no es necesario recordar nada. No por qué sea la historia más antigua más contada, no por qué no proponga nada nuevo, sino por que si de lo que se trata es de vender ‘libre elección’ no es de extrañar que el espectáculo del film se centre en proponer una sexualidad normativizada, del mismo modo que normativizados son los actos de flirteo y conquista –lujo, música, bebida-. Pues el fetiche de la libre elección no deja de ser un estilo de vida.