Black Mirror y “Playtest”; La (¿ansiada?) llegada de la «verdadera» realidad virtual
El pasado 21 de octubre al fin llegó a nuestras pantallas la tercera temporada de Black Mirror, ahora bajo el ala de Netflix. Esto tiene varias implicaciones a nivel de distribución, como lo son una mayor expansión dentro del mercado americano y, sobretodo, la posibilidad que se le brinda al espectador de gozar de los seis episodios cuando se le antoje, sin tener que esperar semana tras semana a la publicación de una nueva entrega. Aunque a decir verdad se trata de una serie que conviene consumir tomando ciertas precauciones, ya que una sobredosis puede provocar una severa indigestión mental. Y es que a menudo nos descubrimos en shock tras visionar lo que la producción de Charlie Brooker nos propone imaginar. Como ya hemos comentado en otras ocasiones Black Mirror resulta incómoda, porque podemos reconocernos fácilmente en ella. En esta ocasión hablaremos de «Playtest», el segundo episodio de la temporada, que nos llega de la mano del director Dan Trachtenberg, y nos acerca a conceptos como los de realidad aumentada o realidad virtual, además de poner también el foco de atención sobre las vicisitudes del uso contemporáneo de los teléfonos móviles y de sus múltiples aplicaciones.
El protagonista en esta ocasión es Cooper (Wyatt Russell), un viajero americano que decide recorrer el mundo en un supuesto intento por alcanzar el autoconocimiento tras la muerte de su padre, que padecía Alzheimer. En su recorrido de un país a otro su smartphone es su inseparable compañero de viaje, el que le permite escenificar su periplo a base de selfies que hemos de suponer que irán directos a las redes sociales, así como contactar con chicas a través de Tinder o buscar trabajos en tiempo real que le sustenten económicamente en Oddjobs. Se trata de un viaje realizado móvil en mano (¿Acaso no lo son ya todos?), y es este el primer nivel de crítica del director, que no duda en poner en tela de juicio el uso que le damos a estos terminales, y nuestra en ocasiones exacerbada dependencia de ellos.
Cooper no solo vive permanentemente adherido a su smartphone, sino que además le resulta inquietantemente fácil relacionarse con extraños y confiar plenamente en ellos, al tiempo que evita las llamadas de su madre. Esto queda patente cuando tras conocer a Sonja (Hannah John-Kamen) no duda en aceptar su sugerencia de participar en el último proyecto de una puntera desarrolladora de videojuegos que opera en Londres bajo el nombre de Saito Gamer. De hecho no le quedan muchas más opciones, ya que ha agotado sus reservas económicas, y en lugar de pedir ayuda a sus allegados opta por involucrarse en los tests que el genio Shou Saito (Ken Yamamura) está realizando—algo así como la fase alfa o beta de un videojuego del género survival horror con una particularidad digna de mención; se sustenta en un sistema de realidad aumentada. Cooper, en todo momento cordial y dicharachero, se lo toma todo con buen humor, y accede sin rechistar a participar. Para ello, le injertan un pequeño chip en la nuca y con la ayuda de un casco de realidad virtual a través del cual se hace posible cargar información al cerebro—muy al estilo Matrix—el experimento hecha a rodar en una lúgubre mansión alejada del mundanal ruido.
¿Con estas premisas, que podría salir mal? Bueno, en realidad todo. Quizás Cooper no tuvo en cuenta que un videojuego de terror no está precisamente poblado por graciosas criaturas al estilo de las que podemos encontrar en Pokémon GO, pero es que además a esto debemos añadirle que el sistema que utiliza Saito está específicamente diseñado para nutrirse de los miedos personales del jugador e incorporar elementos audiovisuales en el entorno en base a estos. Es decir, que si uno padece de aracnofobia, resulta evidente que las arañas harán acto de aparición en algún momento, como le sucede a Cooper.
Tal vez el hecho de que en una experiencia de realidad aumentada todo aquello que no es real, es decir, la capa digital que se añade sobre el mundo orgánico, sea claramente diferenciable de lo tangible—precisamente porque no podemos tocarlo ni puede tocarnos, y, por tanto, pareciese que no pueda hacernos ningún daño, por lo menos en lo que a lo físico se refiere—justificaría el envalentonamiento de nuestro protagonista a la hora de involucrarse de buenas a primeras en un experimento de estas características. La ausencia de corporalidad de las imágenes proyectadas en el videojuego ciertamente contribuyen a tranquilizarlo; en estos términos se trataría de una tecnología audiovisual sin mayores complicaciones.
Sin embargo, pronto descubrimos que esto no es todo lo que «Playtest» nos depara. A partir de aquí la experiencia de Cooper se torna psicodélica, y tal vez debamos conceptualizarla como una cebolla, con sus distintas capas, entre las que uno se pierde y le resulta imposible mantener la noción de la realidad. Esto recuerda a lo experimentado por el personaje de Jude Law en la película eXistenZ, de David Cronenberg. Y es que terminamos por descubrir que este no es un proyecto de realidad aumentada, sino más bien de lo que podríamos denominar como realidad virtual total; total en tanto en cuanto el sujeto se encuentra inmerso al cien por cien en un entorno virtual, y es incapaz de percibir que todo cuanto le rodea es artificial. Trachtenberg nos engaña al hacernos creer que Cooper habitaba una realidad poblada de una capa extra de elementos digitales, cuando en realidad en todo momento estuvo navegando en un entorno íntegramente ficcional. A grandes rasgos, lo que diferencia a este tipo de realidad virtual—que por el momento solo cabe en nuestra imaginación—de aquellos sistemas que se encuentran actualmente en el mercado, como Oculus Rift o Playstation VR, es que aquí estamos hablando de engañar de forma efectiva a todos los sentidos simultáneamente, de tal modo que la simulación se pone al nivel de la propia realidad. La falso alcanza un nivel de verosimilitud tal que el sujeto no es capaz de discernirlo de lo verdadero, ni tan siquiera cabe realizar esta reflexión, pues aquello que se experimenta se antoja tan real como lo real a todos los efectos. La hiperrealidad está servida.
¿Seremos capaces en el futuro de desarrollar sistemas de realidad virtual de tal nivel de sofisticación? Y, sobretodo, ¿es esto deseable? Evitaremos incurrir en spoilers, pero la experiencia que atraviesa Cooper es suficientemente ilustrativa de los peligros de una verdadera realidad virtual, de un simulacro perfecto. Y un brillante guiño final; lo que termina por propiciar el descalabro del personaje no es otra cosa que su smartphone. En su desesperado intento por alejarse de todo en general, y de su madre muy en particular, Cooper se divorcia de la realidad de forma definitiva. Pantallas, interfaces, sistemas de realidad virtual. ¿Adónde nos conducirá todo esto? Autores como William Gibson con su obra Neuromancer o Neal Stephenson con Snow Crash, por poner tan solo dos ejemplos, ya imaginaron como sería una realidad virtual similar a la que aquí se plasma. Pero es que ni siquiera fueron ellos los que lo empezaron. Resulta curioso como primero lo imaginamos, ya sea a través de la literatura, del cine o, en este caso, de una serie de televisión, y más tarde la ciencia y la tecnología ponen los medios para que podamos implementarlo. ¿Sucederá esto también con la realidad virtual? ¿Son los actuales sistemas de realidad virtual un primer paso hacia la realización de esta fantasía que nos lleva acompañando durante décadas?