“Cuphead”, un plataformas extremo inspirado en los dibujos animados de los años 30
Una de las críticas más recurrentes en el medio del videojuego hace referencia a la escasa originalidad de la que gozan muchos títulos, en una industria en la que tienden a repetirse hasta la saciedad fórmulas que demuestran ser exitosas en términos de ventas, pero que poco a nada aportan a nivel creativo. Pues bien, Cuphead se opone a estas sinergias, poniendo sobre la mesa una experiencia artística y sorprendentemente novedosa sobre la mesa. Tras múltiples (y, a juzgar por el resultado final, justificados) retrasos en su fecha de lanzamiento, el pasado 29 de septiembre los desarrolladores de Studio MDHR finalmente liberaban a su bestia. Desde entonces, en cuestión de unas pocas semanas, la obra se ha convertido en todo un superventas, amasando récords rara vez vistos en la esfera de los videojuegos indie.
El aspecto más destacado de Cuphead, y por el que muchos jugadores han estado esperando su lanzamiento ansiosamente durante largos meses, es su apartado artístico. Esto incluye un aspecto visual inspirado en los dibujos animados de los años 30, basados en diseños realizados a mano, y una serie de composiciones de música jazz original que acompañan a la acción en todo momento, dotando a los tres mundos y los múltiples niveles de los que se compone la aventura de una esencia propia jamás antes vista. En ocasiones, los personajes guardan un exageradamente sospechoso parecido con iconos como el mismísimo Mickey Mouse (es el caso del propio Cuphead), Betty Boop, el Pájaro Loco, Tom y Jerry, o Brutus, el archienemigo de Popeye.
En cuanto a la historia, esta es sencilla. Los hermanos Cuphead y Mugman se han jugado sus almas en el casino del diablo, y, como cabía esperar, las han perdido. Para saldar su deuda deberán visitar a todos los demás deudores y recolectar sus contratos, con el objetivo final de entregárselos a su enemigo, y así salvarse a sí mismos. Una vez nos situamos en el mapa, la estructura que nos encontramos es similar a la de Super Mario World (1990), donde en ocasiones podíamos escoger entre distintos caminos. Sin embargo, aquí nos encontramos con diferentes niveles al más puro estilo plataformero, y otros tantos en los que prima la acción, y en los que debemos enfrentarnos directamente a bosses; enemigos poderosos que presentarán batalla. Un dato curioso es que es mayor el número de niveles del segundo tipo, cuando en la mayoría de videojuegos del género estos enemigos se encuentran al final de ciertos niveles, y no suelen abundar.
Pero el apartado más destacable, además del visual, es sin duda el de la jugabilidad, y es que en Cuphead se aúnan dos aspectos que se combinan a la perfección. Por un lado, el control del jugador sobre los movimientos del personaje (saltar, agacharse, disparar, lanzarse con un movimiento rápido, o parar un golpe) está calibrado a las mil maravillas, a diferencia de otros indie games, en los que los controles están menos depurados. No puede ponérselo un solo pero a este aspecto, que raya la perfección. Pero, por otro lado, la dificultad de los diferentes niveles es elevadísima. Esto propicia que el usuario tenga la sensación de tener en sus manos unos controles de grandísima precisión, pero al mismo tiempo sea incapaz de completar los niveles a la primera, teniendo que repetir una y otra vez los mismos hasta lograr avanzar al siguiente. No se trata únicamente de diseñar una estrategia perfecta, seleccionando habilidades de entre las diferentes que podemos ir desbloqueando con las monedas que obtenemos a medida que avanzamos en la aventura, sino también de ejecutar el plan a la perfección. De no cumplirse estos dos requisitos indispensables, el nivel se resetea, empujando al jugador a la frustración, e incluso a recuperar aquellas rabietas propias de la infancia, cuando nos enfrentábamos a videojuegos que requerían un elevado grado de habilidad, como, por poner un ejemplo, el mítico Super Ghouls ‘N Ghosts (1991), considerado como uno de los videojuegos más difíciles de completar de la historia, y al que podemos jugar de nuevo en Súper Nintendo Mini, la videoconsola retro que Nintendo lanzó escasas semanas atrás.
Cuphead es como aquellos juegos de antaño, con una salvedad: la velocidad. Gran parte de las acciones en pantalla se producen a un ritmo vertiginoso, complicándose más según el nivel de dificultad seleccionado (fácil, normal, o extremo), y dependiendo de si nos proponemos desbloquear todos los logros que nos propone el juego una vez ya lo hemos completado. Entre ellos se encuentra el de derrotar a King Dice, el principal secuaz del diablo y penúltimo boss de la aventura, sin recibir un solo golpe, cuando este enfrentamiento consiste en realizar distintas tiradas de dados sobre un tablero, dependiendo del resultado de las cuales nos enfrentaremos a unos u otros rivales (normalmente tres) antes de tener la posibilidad de despachar al susodicho. En definitiva, hablamos de un nivel de dificultad verdaderamente endiablado, que puede llegar a conducir al jugador a odiar la estridencia de las composiciones de jazz que contribuyen considerablemente a la ambientación de la aventura, y a elevar por las nubes la tensión en cada enfrentamiento.
La principal crítica sustancial que ha recibido la obra de Studio MDHR tiene que ver con su duración, pero lo cierto es que el nivel de exigencia que impone Cuphead alarga considerablemente la vida útil del juego, más todavía si uno se propone completar todos los retos disponibles. Y bien es cierto que la obra podría beneficiarse de un modo online, pero su opción para dos jugadores permite disfrutar (o desquiciarnos) en compañía, lo cual es un punto más a su favor.
Más allá de su imponente apartado visual, Cuphead abre un interesante debate entorno a los videojuegos que se producen en la actualidad. ¿Son, por lo general, demasiado fáciles de completar? ¿Es esta una señal de los tiempos que vivimos, en los que la tolerancia a la frustración para haberse visto considerablemente reducida? ¿Sería deseable una vuelta a la mecánica de los videojuegos de los 80 y 90, que solían ofrecer retos mayores? Y, sobre todo, ¿qué hacemos con el controvertido concepto de adicción? ¿Es, acaso, un videojuego como Cuphead adictivo? Y, en caso de respuesta afirmativa, ¿es esto deseable? ¿Debería un producto de la cultura popular enganchar a sus usuarios, conduciéndolos, en ocasiones, a la compulsión? ¿Dónde está el límite? Si me preguntaran a mi acerca de Cuphead, diría que lo adoro por no pocos motivos. Pero también lo odio con toda mi alma.