El joven Sheldon: reseña de los episodios 10 y 11
El episodio 10, titulado «Una pluma de águila, una judía verde y unos hippies», me ha parecido de los mejores que he visto hasta ahora. Pone en práctica el viejo dicho de «No te das cuenta de lo que tienes hasta que lo pierdes». Y es que, la original idiosincrasia de Sheldon daba lugar casi inevitablemente a que resultara incómodo y a empatizar con quienes le rodeaban aguantando sus impertinencias. Hasta costaba creer que alguien tan distinto a él como resulta ser Meemaw sintiera interés y cariño por él (aunque quizá le brotaban estos sentimientos precisamente por eso).
En este episodio, el director del instituto, harto de recibir quejas por parte de todos los profes de Sheldon por sus impertinencias en clase (derivadas de sus conocimientos superiores a los de sus maestros), ofrece a sus padres la oportunidad de que su hijo vaya a una escuela con un nivel superior en Dallas (mismo sitio en que la abuela reconoce que solía comprar marihuana, hasta que se quedó embarazada de su hija, Mary, cuando dice -delante de ella- que empezó el aburrimiento). No es de extrañar que a la madre de Sheldon, que muestra siempre un alto nivel de protección hacia su pequeño Shelly, no le atraiga la idea en absoluto. Pero todo el mundo le intentaba hacer ver que era lo mejor para el pequeño genio. Incluso él mismo -contra el pronóstico de su madre- no se piensa un instante su respuesta afirmativa a la propuesta. Hasta Meemaw anima a su hija a llevarlo allí (aunque luego le confiesa que lo hizo para llevarle la contraria). Resultado: va a dicho colegio. Se aloja en casa de la directora y su marido jubilado, que resultan ser hippies (contrastando con la imagen seria de la directora en su despacho). Resulta técnicamente innovador a la vez que gracioso el que la serie ofrezca dos versiones de la llegada de Sheldon a esa casa, correspondientes a las dos sensaciones tan distintas que tuvieron la madre y el padre de Sheldon sobre el mismo acontecimiento. Esto aporta un toque distinto a la serie, que hasta ahora daba una impresión tan realista.
La llegada al nuevo instituto también resulta chocante hasta para el propio Sheldon, que, aunque os cueste creerlo, pregunta por qué sus alumnos son tan raros; y son tan estudiosos y aplicados que le llega a parecer que están medicados. Aunque en la serie no se dice abiertamente, ésta ofrece detalles que muestran que Sheldon echa de menos a su familia. Por ejemplo: a la hora de bendecir la mesa; al ver habichuelas en el plato (que le recuerdan a su hermana); al observar que su cuarto tiene un ventilador en techo, justo encima de su cama, por lo que teme morir decapitado; o al comprobar que su cama tiene un protector del povo (prueba ineludible de que hay polvo a su alrededor, porque si no, ¿para qué protegerse del mismo?) Y en su casa, a los miembros de su familia les ocurre algo parecido. La vida sin Sheldon no es lo mismo, a pesar de sus peculiaridades. Así, George Jr. aburre a Meemaw con una conversación de más de una hora sobre un tema tan intrascendente como las mascotas de equipos de fútbol y sus sombreros (acostumbrada a las lecciones magistrales de Sheldon como estaba); su hermanita, Missy, aparece hablando con la cama vacía de Sheldon; a la hora de bendecir la mesa, George Snr., echa de menos los mitones de Sheldon (y ahora entiende que quizá no son tan innecesarios como solía pensar)… Todas estas situaciones se suman para dar lugar a que el padre fuera a por su pequeño de inmediato para restablecer la alegría y normalidad en la familia Cooper, de la que se dan todos cuenta de que Sheldon es un miembro indispensable (bueno, todos menos George Jr., quizá, que no se da cuenta de casi nada). Creo que hablo por todos los espectadores cuando digo que la sensación de alivio al ver a la familia reunida no es exclusiva de ellos, sino que se transmite a través de las pantallas a quienes seguimos la serie (que, además, nos pudimos reír con la escena final en que los profesores necesitan echar mano del alcohol para tratar de afrontar el regreso del genio a sus aulas).
El episodio 11, «Demonios, escuela dominical y números primos» se adentra en un debate de fe -respetuoso- que tiene su punto de partida en la preocupación de Mary Cooper al comprobar que su hijito está participando en una partida de Dragones y mazmorras, no exenta de referencias a demonios. Tras procurar disimular delante de él su gran preocupación, decide hablar con los padres de los demás niños participantes en la partida: su amigo vietnamita Tam y Billy Sparks (el niño-granjero). Los encuentros con los padres aportan ciertas dosis de humor al episodio, al comprobar el contraste tan grande existente entre la preocupación de Mary y lo poco o nada que le importa a los demás que sus hijos jueguen al mencionado juego. Mary opta por hablar con el pastor Jeff, que se enfrenta a los controvertidos razonamientos lógicos de Sheldon, produciéndose una situación similar a la que vivían sus profesores de instituto en el episodio anterior. En la escuela dominical, Sheldon expresa sus ideas derivadas del estudio intenso de diversas religiones, e incluso llega a proclamar allí que va a fundar la suya propia a la que llama «mathology», inspirada en la «revelación» onírica (recordando al momento de fantasía del episodio anterior) de las «divinas» cifras 0 y 1, combinación binaria que -según esta nueva religión- da origen y explicación a todo cuanto existe. Resulta gracioso contemplar la propia escuela dominical de Sheldon con su único seguidor: Billy Spark, cuyo personaje contribuye a que la serie resulte interesante también cuando deja de centrarse en su protagonista, apuesta que será una de las bazas que contribuyan a la longevidad de esta serie, estoy segura.