En la mente del monstruo: «Manhunt – Unabomber»
En mi mente el fenómeno “Unabomber” estaba asociado a los años noventa. Una época de prosperidad ‘Clintoniana’ y escándalos sexuales en la que Estados Unidos aún se resistía a perder la inocencia sobre su propia vulnerabilidad. La década que vio el primer ataque al World Trade Center (1993) y que tuvo pesadillas con Timothy McVeigh, quien en 1995 mató a 168 personas en Oklahoma atentando contra el edificio federal Alfred P. Murrah. Yo asociaba las gafas oscuras y las portadas de revistas mencionando la genialidad del “Unabomber” a esa misma oleada de lo que los americanos llaman ‘violencia doméstica’. Y sin embargo, todo venía de mucho más atrás.
La miniserie Manhunt: Unabomber, una producción de ocho episodios de Discovery Channel estrenada el año pasado, ha llegado para recordarme lo que pasó con aquel hombre blanco lleno de odio en particular. Theodore Kaczynski, el “Unabomber” que tuvo en vilo al FBI y cuya persecución ficcionalizada hemos visto en España a través de Netflix, empezó a mandar paquetes explosivos a finales de los años setenta. Para cuando le atraparon en 1996, había matado a tres personas y herido a 23 más, y se había hecho famoso por su manifiesto sobre la sociedad industrial. Fue condenado a ocho cadenas perpetuas, y cerró un trato que le mantendrá en prisión hasta su muerte: sus defensores no alegarían enfermedad mental, y él no solicitaría nunca libertad condicional o la revisión de su sentencia. “Unabomber” quería que quedara claro que era consciente de lo que hizo, que eligió hacerlo y que no se arrepentía.
La complejidad de este asesino, matemático metido a ermitaño, misógino y misántropo casi a partes iguales, es el centro de la narrativa de la serie creada por Andrew Sodroski. Planteada como una lucha entre dos mentes, la del criminal y la del analista del FBI que se obsesiona con su arresto (Jim Fitzgerald, interpretado por un poco expresivo Sam Worthington), la producción de Discovery Channel plantea preguntas de calado: ¿Debemos tratar de entender al terrorista, o solo darle caza? ¿Es posible que la lógica de quien mata convenza al ‘hombre bueno’ hasta el punto de llevarle a vivir como él, pero sin sangre en las manos? ¿La brutal violencia del Kaczyinski adulto tiene origen en su infancia y juventud? ¿Es producto del rechazo de una mujer, de la manipulación de un mentor sádico? ¿Hasta dónde llega el amor fraternal cuando tu hermano reparte bombas por los buzones? ¿La inteligencia extraordinaria aplicada al mal sigue siendo genialidad? Y algo que como filóloga me ha interesado igualmente: ¿para qué sirve un lingüista?
Además del retrato de una guerra concebida en binario y sin matices (policía vs. asesino, bien vs. mal, sistema vs. antisistema), Manhunt: Unabomber nos muestra también el nacimiento de una disciplina: la lingüística forense. Con una pasión no tan contagiosa como debería por la floja actuación de Worthington como “Fitz”, cada episodio nos va adentrando un poco más en el mecanismo de comprender una mente a través de sus formas de expresión. El manifiesto del “Unabomber” se convierte en la biblia del agente que le pisa los talones, y con técnicas muy rudimentarias vemos cómo se acerca a él gracias a sus palabras. La lógica matemática frente al lenguaje como espejo de la personalidad. Una batalla fascinante en medio de un mar de exclusivas mediáticas, presiones gubernamentales, burlas de burócratas y descalabros personales. Si Kaczynski acabó entre rejas, Fitzgerald –al menos el de la ficción– también terminó en su propia prisión interior.
Dentro de este marco narrativo, sin duda lo mejor de la serie dirigida por Greg Yaitanes es su protagonista. Paul Bettany (A Beautiful Mind, Master and Commander, saga Iron Man…) hace el que a mí me parece su mejor papel hasta la fecha. No es solo que consiga parecerse al “Unabomber” real (que también), sino que su voz, su gestualidad y todo su cuerpo se ponen al servicio de la misión letal de ese hombre atormentado. Sus escenas cara a cara con Fitzgerald son impecables, pero aún más reveladoras del hecho de que Kaczynski no era un loco sin más son aquellas en las que le vemos interactuar con un niño del pueblo cercano a su cabaña, o las que nos ofrecen sus reflexiones en forma de monólogo interior. El “Unabomber” de los noventa, demacrado, aislado y hambriento de afectos, aparece hecho carne en un Bettany que necesita hablar poco y en voz muy baja para enviar su mensaje. Aunque solo fuera por él, merecería la pena ver esta serie. No lo duden.