La fractura del alma: «Asesinato en el Orient Express» de Kenneth Branagh (2017)
Hace apenas cinco días que se estrenaba Asesinato en el Orient Express bajo la dirección de Kenneth Branagh, una película que había despertado una enorme expectación no solo por tratarse de una nueva versión de la obra de Agatha Christie que no había sido llevada a la pantalla desde 1974 con el casi icónico film de Sidney Lumet —con la salvedad de la TV movie de 2001 dirigida por Carl Schenkel— pero especialmente por el enorme elenco de actores que se ponía a las órdenes de Branagh. Esta expectación se veía más que justificada por el trailer que ya habíamos podido contemplar, que no hacía más que fomentar las ganas de ver una película que se mostraba enorme y en el que se intuían las coordenadas básicas que definen el cine que hace Kenneth Branagh. Y el trailer no mentía en absoluto.
Ya desde las primeras escenas de la película, Branagh va a delimitar cuáles son los ejes que van a desarrollarse en la historia en la que se nos narra la resolución por parte de Hercule Poirot —que no Hércules como él mismo se encarga de decir sistemáticamente en el film— del misterioso asesinato del mafioso y amenazado de muerte Ratchett en el viaje del mítico Orient Express desde Estambul a Londres. Poirot va a ser perfectamente definido como un personaje con una enorme capacidad de observación, con una mente analítica y una obsesión por el equilibrio y la simetría en todas las cosas; pero también va a ser configurado como un personaje cansado y con una cierta dosis de melancolía o dolor personal que intenta esconder detrás de su máscara pública como más que brillante detective.
Y es que la presentación concisa pero al mismo tiempo definidora del personaje ya desde el inicio del film es una de las características de las películas de Branagh —como vemos en su magnífico Hamlet de 1996 o en In the bleak midwinter de 1995 solo por poner algunos ejemplos— que va a hacer extensible al resto de los integrantes del reparto. La entrada en el tren de cada uno de ellos es, en este sentido, magistral: el espectador va a contemplar a través de los pasillos y ventanas del tren el desfile de unos seres de los que intuimos, no un misterio sino unas historias hasta cierto punto atormentadas. Un dolor personal, una fractura del alma como dirá el detective que afecta al propio Poirot quien desvelará parte de su pasado y de su amor por Katherine, que no es otra que Katherine Grey, su alter ego con la que comparte la resolución de un asesinato en otro tren, El misterio del tren azul, escrito por Christie en 1924. Una referencia que, desde nuestro punto de vista, se remarca constantemente en la reiteración de las imágenes del detective frente a la gran mole del Orient Express que, curiosamente, siempre tiene esa tonalidad.
Un diseño de personajes que va a contrastar con los clichés del género del thriller e incluso de las anteriores —y escasas, como hemos visto— versiones de las novelas de Agatha Christie. Esta definición de personajes va a verse acompañada de una tremenda dirección de actores por parte de Kenneth Branagh quien va a exprimirlos en todas sus facetas consiguiendo una interpretación coral no exenta de un halo teatral. Una afirmación que no es en absoluto peyorativa, todo lo contrario. Siempre hemos pensado que Branagh es un muy buen actor pero todavía es mejor director. El juego de miradas entre personajes, la disposición escénica del film, el planteamiento de las entrevistas que Poirot mantendrá con cada uno de los sospechosos de la muerte de Ratchett van a poner en evidencia la particularidad de cada uno de ellos de los que Poirot-Branagh extraerá su personalidad oculta aflorando sentimentos en estado puro. No nos extrañaría nada que Branagh hubiera hecho con ellos lo mismo que hiciera en Hamlet: un ensayo general de toda la obra el día anterior al inicio del rodaje de la película. Pero esto no es más que una suposición. Por eso las interpretaciones de Daisy Ridley, Michelle Pfeiffer, Johnny Depp, Judi Dench, Penélope Cruz, Josh Gad, Leslie Odom Jr., Willem Dafoe, Derek Jacobi, Olivia Colman, Lucy Boiton, Tom Bateman y Sergei Polunin son absolutamente orgánicas y tienen el mismo objetivo actoral, algo que a veces se echa de menos en producciones del calibre de Asesinato en el Orient Express.
Una dramaturgia centrada en la indagación del personaje y que, por tanto, alejará el planteamiento de Branagh de la pura resolución del caso que quedará, por decirlo de algún modo, relegado a un segundo plano. Y una dramaturgia que se hará extensible, como no podría ser de otro modo, a la puesta en escena desde nuestro punto absolutamente milimétrica y al servicio del desarrollo actoral. Unos actores-personajes que están aislados del mundo exterior en un entorno que les es hostil y que se convierte en un personaje más como el mismo tren. Pero independientemente de esta obviedad, la obsesión de Poirot por el equilibrio tendrá su correlato en una fotografía — firmada por Haris Zambarloukos quien ya había colaborado con Branagh en Thor (2011) y Cinderella (2015)— siempre enmarcada y simétrica y que tan solo se romperá en los momentos de los interrogatorios a cada uno de los personajes que serán vistos bien a través de espejos, bien a través de mamparas de cristal que desdoblan al actor. O lo que es lo mismo, muestran su fractalidad. Así, la aparente nitidez del argumento se verá rota estrepitosamente por la planificación de la película puesta al servicio de la idea esencial del film. Una nitidez que tendrá su apoyo fundamental en la música compuesta por Patrick Doyle, y también en un sutil juego de puntos de vista bidireccional entre el espectador y los personajes. Así, el público entrará en el mundo de los personajes a través de las ventanillas del tren pero también serán observados por los personajes —a veces de manera desafiante e incómoda— haciéndoles partícipes de su mundo y convirtiendo esas mismas ventanillas en enormes escaparates tras los que se esconde una tragedia humana.
Una multiplicación de puntos de vista que tendrá su colofón en los momentos finales de la película absolutamente alejados del cliché del detective-como-centro-de-la-historia y que confirmarán la idea esencial de que en la odisea del Orient Express no hay ni buenos ni malos, ni asesinos ni detectives, ni jueces ni acusados: es la catarsis de todos los personajes. Quizá por este motivo hemos leído en algunas críticas españolas a la película que los anteriores Hercule Poirot «molaban más» porque resolvían crímenes, no actuaban como catalizadores de los traumas del pasado. Justamente por eso nos gusta la propuesta de Branagh, por romper los esquemas del género para transformarla en otra historia totalmente diferente; algo que es una de las esencias de lo que se ha dado en llamar «apropiación» y que no implica el seguimiento del canon sino, como es nuestro caso, el completar las lagunas o las informaciones que se desprenden del texto.
Tal como se comenta al final de la película —como si de una pelicula de Marvel se tratara— y como ya había anunciado la prensa, hay una segunda entrega de esta «saga Poirot», Muerte en el Nilo. Veremos cómo se las ingenia Branagh, quien encarnará al personaje aunque todavía no haya confirmado la dirección de la misma, para ofrecernos esta visión postmoderna del detective belga.
Doctora en Filología Hispánica por la Universitat de les Illes Balears. Ha sido investigadora principal del grupo RIRCA y ha dirigido tres proyectos de investigación nacionales competitivos financiados por el gobierno español. Actualmente forma parte del proyecto «Ludomitologías» liderado por el Tecnocampus de Mataró (UPF). Trabaja en ficción audiovisual en plataformas diversas, especialmente en temas de arquitecturas narrativas. Tiene una especial debilidad por el posthumanismo y ha publicado distintos trabajos en revistas indizadas y editoriales de prestigio internacional.