Representación, Ideología y Recepción en la Cultura Audiovisual

Las mujeres sufrientes son para el verano

Viva el verano. Viva los flamencos hinchables gigantes. Viva las carnes y los sudores propios y ajenos. Viva las familias gritonas en primera línea de mar. Viva el quedarte sin la caña más fresca por las tremendas habilidades de la juventud que, siempre más alta, puentea cualquier atisbo de envalentonamiento. Y desde el universo seriéfilo, viva las mujeres sufrientes. 

Con la modorra veraniega, cierto es que ponerse al tanto de lo mejorcito que pulula por los canales digitales, es “El plan”.  Armada con un buen baso de hielo con lo que sea, y evitando a toda costa que el sofá o las baldosas tatúen sus pliegues o juntas en todo el plano dorsal del cuerpito -más que nada por lo que pueda doler el ‘despegue’-, las lentas horas de las tardes no serían las mismas sin poder sumergirme en la pantalla. Mas, cuando queriendo recuperar el tiempo perdido, muchas son las protagonistas o los personajes femeninos que esperan.

Ante tal expectativa, las expectativas son muchas. Las más de las veces, cumplidas y celebradas. Pero no sé si será por los calores, o por qué el desasosiego veraniego invita a un estado ‘cetme’ latente, que de tanto sufrir con las mujeres en las pantallas, he sufrido, y mucho.

El primer padecimiento fue con las de Monterey al descubrir que la denuncia de las violencias machistas y la habilidosa personificación, a modo de coro griego, de la apatía y complicidad social en su permeabilidad cotidiana, ya no era el objetivo de la segunda edición de Big Little Lies (HBO 2017-). En vez de esto, a modo de relato intimista, y desde una concepción tan telúrica como implacablemente promovida por los discursos del bien y el orden – ¡hola patriarcado! -, pareciera que, en esta ocasión, el objetivo era una suerte de aleccionamiento a todas sus protagonistas: todas pagarán y recibirán el merecido por haberse tomado la justicia por su mano.  Aun cuando el acto reflejo del desenlace final de la temporada anterior fuera en defensa propia. Depresiones; insomnios; ansiedades; falta de autoestima; el mal karma en forma marido fraudulento; la sublevación del marido bonachón como el justo correctivo a un liderazgo femenino narrativamente frivolizado; el perpetuo sentimiento de culpa. Son solo algunos de los castigos que van a empañar el derecho de estas mujeres a rehacer sus vidas.

Bien pudiera ser que, tanto mal vivir, no fuera más que la constatación de que las violencias machistas son eternas y que el premio a combatirlas es el no librarte nunca de ellas. Así está de bien armada y enraizada. Pero aún falta la sorpresa mayor. Mejor dicho, el lloro mayor. Pues de todos los castigos, el peor, el más peor, es el que le cae al personaje interpretado por Nicole Kidman, cuyo marido golpeaba a la vez que la sometió a una relación sexual de lo más tóxica: el personaje de la Mítica Suegra. Esta sí ha sido la figura del auténtico sufrir. Por un lado, por qué en el fondo da como pena que el super-personaje que construye Maryl Streep – ¡qué bendición de ejercicio de contención! – sea tan mala. Por el otro, por el alcance de su maldad. Pues ella solita se encarga de legitimar toda rumorologia desautorizadora de las violencias machistas. No sólo ataca a su nuera por creerla cómplice de la relación violenta y, por tanto, buscada y consentida durante años. No sólo trata de transformar las secuelas de su trauma como impedimentos para la cordura y maternidad. Es que, al final, la trama solamente le sabrá hacer frente convirtiéndola en la gran culpable de que su hijo fuera un violador y un maltratador. Sólo ella, la suegra, con un pasado oscuro y por ser el perfecto mito de la transmisión de culpabilidad ancestral de la masculinidad mal llevada, es la culpable de que el hijo fuera quien fue. Nada de abusos de poder. Sólo un pobre desvalido emocional que no supo transmitir sus sentimientos si no fue a través de la violencia. Ya se sabe, las suegras, son lo peor.

Pero la cosa no queda ahí. Pues el nivel de padecimiento y aburrimiento desborda ante la que iba a ser la nueva promesa narrativa de la pobre Generación Z que vive de un modo frenético la ansiedad que les produce un plan de vida sin futuro, y el profundo sometimiento al universo de las relaciones de poder que las redes sociales posibilitan. Dirigida por Sam Levinson, director que hace evidente en la serie su ‘marca de la casa’ que tan bien ha registrado en su escasa filmografía, Euphoria (HBO, 2019) se construye como una narración pretendidamente subversiva en el que las drogas, el sexo, y la violencia – tópicos necesarios para cualquier narración que coquetee con la irreverencia-,  se recrean en planos que, junto con los universos interiores y mucha purpurina, pretenden dar cuenta  del tormento adolescente mientas quiere denunciar el mundo que la adultez construye a golpe de fracaso y competitividad. Quizá es mucho decir que lo que se vertebra sea un desencuentro generacional. Pero la cuestión no es que sea una narración manida sino que, teniendo la oportunidad de poder narrar un corolario de personajes casi todos chica, con sus traumas-sus-cuerpos-sus relaciones-familaires-y sus cosas; y, sobretodo -el auténtico regalo-, teniendo la inmensa oportunidad de poder narrar la historia de amor ente las protagonistas, Rue y Jules (las amo), una drogadicta y una chica en transición, va, y Sam Levinson flaquea. Se pierde ante la tentación de recrear y explicitar a mansalva cuando, en realidad, la sobre-exposición no cuenta, sino que distrae. Entonces, si bien el cuento ya es muy estereotipado, el realismo impostado con el que juega imposibilita toda voluntad de subversión. No sabe salir del binarismo chico-chica para poder contar y justificar más allá de lo que el orden social permite y lo que las relaciones de poder han naturalizado. Representar el universo chica, viéndolas explícitamente sufrientes, humilladas, violadas y violentadas, no explica nada. Justificar las violencias de ellos a golpe de trauma, testosterona confusa, y presión socio-ambiental, nos deja más que frías. Por otro lado, la trampa visual acaba acorralando a la propia narración. De tanto intentar conseguir una postiza transgresión visual e intento de superación de cliché por la simplicidad del intercambio binario, gana la desvergüenza, pero pierde la insurrección. Cuerpos marginados socialmente falsamente autorizados –¿sólo la violencia los empodera? -; la genitalidad y la ‘sexualidad viciosa’ masculina al descubierto para amortiguar millones de años de sometimiento y abusos a las mujeres; trances, suspiros y apatías para intentar justificar una impostada y mariconsabidísima mística de la impotencia; toda una suerte de errores que no están a la altura de lo que sus personajes demandan y, lo más peor, para que nada se mueva. Para constatar que, mujer, el sometimiento y el sucumbir siempre te harán. Todo para justificar el final de traca: la sublimación de la antiheroina. Y al final, se sufre por cansancio y por vacuidad. 

Sé muy bien que el corolario veraniego de las sufrientes debería coronarse, como no, por quién es ya el auténtico icono de la femme souffrante: Offred. Pero créanme si les digo que, de tanto padecer, la contemplación del sufrimiento por el sufrimiento ha impedido que genere ninguna empatía –por el momento- con una historia sin rumbo y sin final. Pues, seré yo y mi agonía veraniega, hace mucho que ya no sé qué combate exactamente The hansmade Tale (HBO 2017-).

Al final, resultará que el verano nos lo salvó Tarantino. Flemática unas veces, redundante otras, vacía unas pocas. Aun así, gracias a sus maravillosos travellings por las inmensas avenidas; por las nostalgias siempre concentradas en un neón; por hacernos descubrir que los hippies siempre fueron zombies; Once upon a time… in Hollywood convierte a Tarantino en el auténtico “Principe Azul”, el único ser capaz de salvar a Sharon Tate de su eterno sufrimiento.

 

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