Lo increíble de «Cerrar los ojos» (Víctor Erice, 2023). Parte II
Seguimos con la segunda parte del análisis de Cerrar los ojos (2023), el nuevo largometraje de Víctor Erice.
Devolver la mirada
En el último día antes de que Ana regrese a su casa en Madrid, la hermana consuelo le entrega a Miguel una caja con las pertenencias que Julio trajo consigo cuando llegó al asilo. En ellas se encuentra una postal de un buque en alta mar, una caja de cerillas con letras orientales y una figura de ajedrez: el rey. Al ver todos aquellos objetos, Miguel no puede evitar relacionarlos con la fotografía de Qiao Shu que parece que Julio llevó siempre encima e, inevitablemente, con los objetos clave de las escenas rodadas de La mirada del adiós: la foto, el rey (triste), la misión en China, la travesía… Y en esa aparente revelación decide convocar a Julio, Ana, Belén y las monjas del asilo en un cine abandonado del pueblo donde planea proyectar la última escena de La mirada del adiós. Miguel tiene la esperanza de que su mejor amigo, al verse representando en una de sus múltiples vidas en la ficción junto a la misteriosa niña de la fotografía que siempre a llevado a su lado, recupere la consciencia de quién es.
Max llega apresurado desde Madrid con las bobinas de la película. Él y Garay lo preparan todo, aun con la idea de que nada de su esfuerzo tenga un buen resultado. «No te has enterado que ya no existen los milagro desde que se murió Dreyer…» le dice el montador a su amigo abatido. Sin embargo, no queda otra que creer. Miguel Garay aparece en la sala donde aguardan todos. «Max, arranca» grita, y comienzan a aparecer las imágenes de la secuencia que jamás se atrevió a revelar, la última secuencia de La mirada del adiós donde monsieur Levy se reencuentra con su hija rescatada por el sr. Franch. Ella se niega a renunciar a la identidad de Qiao Shu, pero unas notas al piano tocadas por su padre comienzan a avivar el recuerdo de la infancia perdida en ella. Finalmente, Levy, a punto de perecer, consigue unirse con su hija a través de una canción tradicional sefardí y, sobre todo, a través de la mirada. En la sala del cine, todo es silencio. Nadie, excepto Miguel y Max entienden el verdadero contexto de la escena, pero la universalidad de la emoción que desprende la secuencia llega al alma de todos. En la pantalla, Judith y Franch miran abrazados a cámara. Miguel y Julio también lo hacen. Pero, Julio, decide cerrar los ojos. Un fundido a negro da por finalizado el largometraje.
La mirada de Víctor Erice
En el final del film comprendemos la trascendencia de los temas que ya nos presentaba la primera secuencia de la película. La idea de la identidad es explorada a través de diferentes elementos que cuestionan la naturaleza mutable de la personalidad del ser humano. Los nombres y apodos funcionan como motor de esa idea. Julio Arenas es Julio Arenas, pero también es Gardel y todos los personajes en los que se ha convertido en su vida de actor, como el Sr. Franch. A Miguel Garay sus amigos de Granada le llaman Mike. Ese apodo le permite ser una persona diferente de la que es en Madrid, donde los fantasmas pesan demasiado. A través de estos detalles, Erice explora la realidad de la condición humana, qué define verdaderamente nuestra identidad: nuestros recuerdos, la consciencia, nuestro nombre… y qué sucede cuando hemos perdido nuestros recuerdos… al final, la personalidad no la adquiere uno mismo, sino que la da la mirada de los demás sobre nosotros. En ese sentido, esa segunda clave, la mirada, deviene otro elemento primordial de Cerrar los ojos. Cuando las palabras no bastan, la manera de mirar de los personajes (en silencio) lo dice todo. Abrir o cerrar los ojos, no importa el gesto. La mirada va mucho más allá de los ojos. También se puede mirar al pasado, como hace Ana evocando el recuerdo/espíritu de su padre. Y esto nos lleva al terreno de lo paternal, ligado también con la pérdida. Miguel es padre de Mikel su hijo fallecido -una sombra que evoca en un flip-book a los Lumière, los padres del cine-, pero también es padre creador de sus personajes, del Sr. Franch, Levy, Qiao Shu/Judith… Julio Arenas es un padre que regresa a su condición de hijo cuando pierde la noción de su existencia. En ese momento es Ana, su hija, quien se transforma en una madre -es cierto que también es madre de un niño al que desea presentar a Miguel- que debe cuidar de su padre.
Víctor Erice explora estas cuestiones y más en una película de tempo pausado y una puesta en escena sencilla en apariencia, pero tan bien entramada que permite llevarnos con facilidad a donde quiere ir. Es, en varios momentos, muy emocional, pese a que todo en ella -sobre todo, los personajes- intenten conducir su pensamiento hacia la racionalidad. Pero no es emocional en el sentido más peyorativo de la expresión. No acude al llanto fácil. Es la sobriedad de las escenas y la verdad que desprenden la que permite al espectador conectar con ellas. La pérdida de un hijo, el encuentro con un amor del pasado, cantar acompañado de amigos… todo ello nos lleva a la identificación con unos protagonistas que llevan en sus hombros (y, sobre todo, en sus rostros y sus miradas) el paso y el peso de los años. Víctor Erice mira al Mundo y le devuelve su impresión sobre la vida, a través de la mirada reflexiva que, a la vez, se mira a sí mismo y a los maestros del séptimo arte que le han precedido.
La edad avanzada de estos protagonistas nos hace pensar en filmes como El dorado (Howard Hawks, 1966) que cuenta la historia del reencuentro de dos viejos amigos interpretados por John Wayne y Robert Mitchum en edad avanzada para andar como pistoleros en un oeste cuya hostilidad sobrepasa sus posibilidades de supervivencia. El Mundo, para ellos, ya no es lo que era, pero la aceptación de sus limitaciones y la fe en la amistad y en ellos mismos les da la fuerza para continuar un nuevo round. Miguel y Julio son, en cierta medida, un reflejo de esos dos personajes del film de Hawks. Asimismo, Cerrar los ojos también bebe de la tragedia de las películas de Nicholas Ray y su tratamiento del género noir.
Desde luego, se mira en maestros europeos como Carl Theodor Dreyer y en el carácter sagrado que otorga a cada escena -pensemos en cómo Erice cierra secuencias a través de un fundido a negro que invita a la reflexión de lo que acabamos de ver- y cada objeto del film; veo en las sábanas que ondean cuando Miguel y Julio encalan una pared las mismas sábanas que ondean al principio de Ordet. Bresson también está muy presente en la mirada de Erice. Dos de sus anotaciones -de Notas sobre el cinematógrafo– vienen a mi al ver el film: «Retoque de lo real con lo real» y «Ninguna foto bella, nada de bellas imágenes, sino imágenes y fotografía necesarias.» Esta última responde a cómo el estilo de Erice ha cambiado durante los años. A pesar de haber seguido con devoción la estela de Bresson, su construcción de la imagen ha ido depurándose de ese esteticismo superficial que nada tiene que decir sobre el significado verdadero de la escena. En Cerrar los ojos, cuyo director de fotografía -Valentín Álvarez- repite con Erice tras Vidros Partidos (2012), las imágenes no son bellas en el sentido más superficial de la palabra, sino que adquieren su emoción y hermosura por el peso de la secuencia y la relación con los demás elementos -actuaciones, sonido, encuadre…- tal y como también definía otro aforismo de Bresson: «Conmover no con imágenes conmovedoras, sino con relaciones entre imágenes que las vuelvan a la vez vividas y emocionantes.» De este modo, Erice, toma de lo real aquello que más le interesa -sutilidad, silencio, verdad…- y lo devuelve a través del lenguaje cinematográfico para crear una realidad y una verdad única.
Víctor Erice estudia y bebe de sus maestros, pero nos da en sus obras un filtro de las lecciones aprendidas aplicadas a su propia mirada. No vemos en su film a Hawks, Ford, Ray, Bresson o Mizoguchi, sino que vemos a Erice como cineasta discípulo de todos ellos. A colación de este apunte, me refiero al hecho de ver en Cerrar los ojos a Erice, deberíamos preguntarnos si acaso «se le ve» demasiado en otros sentidos. Quien haya seguido la figura del cineasta de muy de cerca advertirá trazos de la personalidad y vivencias del cineasta en los personajes del film. Esto es, en mi opinión, un hecho evidente y difícil de negar; incluso necesario, diría, para plasmar su mirada individual y autoral. El mismo Erice afirma que él está en todos sus personajes. Quizá el error sería pensar que tan solo se encuentra en el personaje de Miguel Garay por su condición de cineasta. Del mismo modo, podremos ver ecos de obras anteriores de Erice y nos llamarán la atención, sobre todo, las referencias a La muerte y la brújula y a La promesa de Shanghai, dos filmes basados en relatos -el primero de Jorge Luis Borges y el segundo de Juan Marsé- que Erice estuvo a punto de adaptar (existen los dos guiones sendas películas) y rodar hasta que fueron cancelados. Triste-le-roy, la escultura del dios Jano en el patio, el personaje de Franch y su misión de ir a Shanghai… y más elementos evocan esos proyectos frustrados. El hecho de que el rodaje de La mirada del adiós se viese interrumpido también nos hace recordar la interrupción del rodaje de El Sur.
Sin embargo, en este sentido, temo que Erice haya sido un poco excesivo en lo autoreferencial o, peor aún, que parte de la crítica alabe la película por ello. A mi modo de ver, que Víctor Erice haya evocado su pasado no tiene nada que ver con saldar cuentas pendientes o exorcizarse a sí mismo, sino con el retrato de la existencia haciendo uso de elementos extraídos de la realidad para llegar a esa verdad que para el cineasta es tan importante llegar. No obstante, me interesa, por encima de todo, la experiencia y la opinión del espectador más ajeno al conocimiento de la vida de Erice, pues serán ellos quienes valoren puramente lo debido: la obra fílmica en sí más allá del contexto de su autor. Pienso mucho en las acertadas palabras de la crítica Mireia Iniesta que compartía en redes su decepción ante la película de Erice reflexionando sobre cómo gran parte de la crítica celebra más lo (auto)referencial y el «regreso» de Erice que cualquier cosa que esté en el discurso fílmico. Coincido con ella en ese «temor», pues, a pesar de que para mí no se trata de una película decepcionante (más bien, lo contrario), sí consideré digerirla y pensarla como debe hacerse una obra artística sin dejarme llevar por el nombre que firma la obra; por quien, innegablemente, siento gran admiración. Pienso que dar valor a Cerrar los ojos porque Erice haga referencias a sus obras imposibles es un error. Se puede destacar como curiosidad, pero ¿por qué se iba a decir que es buena porque hace referencia a otras películas? Es buena por cómo, bebiendo de otras obras (finitas o incompletas) es capaz de construir un discurso con sentido y emoción: algo que sin duda consigue.
Lo milagroso en el cine
En 1997, el crítico de cine Miguel Marías escribió para el octavo número de la revista Nickel Odeon -que analizaba en profundidad los entresijos de Ordet (Carl Th. Dreyer, 1955) y Vertigo (Alfred Hitchock, 1958)- un artículo titulado Lo increíble de Ordet; de ahí viene el título de la crítica que están leyendo. En él, Marías afirmaba que pese a que Ordet fuese una de sus películas favoritas, era la que más le costaba entender, pues detrás de la aparente sencillez y trasparencia con la que están contadas las cosas es una película que destila y genera en el espectador una fuerza, una emoción, una conmoción difícil de describir y explicar.
También siento lo mismo al ver Ordet y, de igual manera, siento lo mismo con Cerrar los ojos. En su primer visionado quedé perplejo. Es una película que sentí muy diferente a otra cosa que hubiese visto. En este punto, me perdonarán hablar desde la primera personal del singular, pero lo siento necesario para realizar mi valoración personal del film. Cerrar los ojos me impactó, la sentí, sin duda, pero dudé de si la había entendido. Reflexioné sobre la película intentando eludir las entrevistas y artículos tan explicativos que se han dado de ella y la volví a ver. En ese segundo visionado comprendí muchas más cosas. Pude pausarme en el estilo y en la trascendencia de cada secuencia. No sé todavía si se trata de una obra maestra, como muchos no han dudado en calificar con extremada rapidez. Creo que el tiempo lo dirá. Sin duda es una película de lo más especial. Un milagro que se haya hecho, pues, en su aparente sencillez y clasicismo, considero que toma un riesgo tremendo. Sé que lo ha hecho cuando leo a Erice contar que por poco no se realiza, que costó tener financiación, que tuvo que trabajar con el guionista Michel Gaztambide para poder tener un guion «institucional» con el que pasar la criba de las ayudas del estado (¿es quizá ese el motivo por el que en ocasiones los diálogos resultan algo explicativos?), que el rodaje fue muy exigente y que Erice indicó a José Coronado que, para interpretar al personaje de Julio Arenas, olvidase todo lo que había aprendido. Me hace pensar en lo que relataba Bresson sobre sus rodajes: que nadie parecía entenderle, que hasta los técnicos dudaban de sus métodos y que, hasta su última película (ya era un director consagrado) le costó encontrar financiación. No obstante, afirmaba que una vez finalizadas sus películas (faltaba darle vida a las imágenes y sonidos en la sala de montaje) todos se sorprendían de la precisión y la trascendencia de la obra a la que no habían depositado ninguna esperanza.
Víctor Erice, tal y como apunta José Luis Guerín en un artículo de la revista Caimán: Cuadernos de cine, es un realizador a contracorriente que, en la posibilidad de «modernizarse» e intentar adaptar las formas de rodar de los últimos tiempos, ha decidido ser fiel a su estilo y brindarnos una película que bebe da la grandeza de los clásicos que, paradójicamente, ahora se han convertido en vanguardia. Eso se nota en cada imagen, en cada sonido, en cada decisión de la edición de Cerrar los ojos y, sobre todo, en el peso existencial y milagroso que adquiere la última secuencia de la película. La sala de cine como un lugar al que consagrarse ante imagen y sonido. No sabemos si Julio recobrará la memoria ni la consciencia, pero lo que cuenta es la esperanza en ello. En la pantalla, Judith y Franch parece que miran a cámara esperando que la voz del director -la acción de «Corten»- les devuelva a su identidad verdadera. Miguel Garay y Julio miran su creación. También miran al espectador en la búsqueda de una complicidad que trasciende a la palabra. Julio Arenas cierra con consciencia los ojos con al esperanza de evocar -igual que hizo ya su hija al reencontrarse con él- su propio espíritu. En todo ello se encuentra el milagro y lo increíble de Cerrar los ojos.
Graduado en Comunicación Audiovisual en el Centro de Enseñanza Superior Alberta Giménez (Universidad de Comillas). Apasionado por el cine, las series de televisión, los cómics y toda forma de arte secuencial. Interesado en toda obra filosófica, transgresora e innovadora.