‘The Office’ (EEUU) o el placer de la vergüenza ajena
Hace ahora dos años terminó la emisión de ‘The Office’, la versión norteamericana de la serie británica del mismo nombre creada por el humorista Ricky Gervais. Su emisión se extendió ocho años que completaron nueve temporadas y ciento ochenta y ocho episodios. Con este lapso de tiempo pasado desde su cierre, que ha permitido verla también en español, es quizá un buen momento para valorarla en su conjunto.
‘The Office’ presenta, en formato de falso documental (o quizá no tan falso, como veremos), el día a día de una oficina de empleados de la empresa productora de papel Dunder Mifflin en Scranton, Pennsylvania. De entre ellos, destaca el director de la sucursal, Michael Scott (Steve Carrell), que actúa siempre por impulsos y de una manera completamente infantil, y que ejerce de todo menos de un director eficiente para la empresa.
‘The Office’ es una serie que, como algunos han señalado de forma acertada, o te encanta u odias. Principalmente porque su humor se basa en las situaciones absurdas o embarazosas, en el comportamiento excéntrico de sus personajes y la interacción entre ellos. Es difícil ver la primera temporada sin que te embargue un profundo sentimiento de vergüenza ajena. Pero eso es precisamente lo que explota la serie: nos enfrenta exactamente a lo que no es una oficina: un sitio gris y aburrido, lleno de personas que trabajan en silencio sobre algo que ni les interesa ni les llena.
Una de las principales virtudes de ‘The Office’ es el elenco de personajes. Si en las primeras temporadas, el foco de atención está puesto en el jefe, Steve Carrell, y su comportamiento aniñado (es, en cierta forma, una evolución del personaje de ‘Mr. Bean’), en las siguientes vemos como los personajes secundarios se van desarrollando, creando su propia voz e interaccionando entre ellos (llegan las relaciones personales amorosas). De manera que, al final de la serie, en las dos últimas temporadas, cuando Steve Carrell abandona la serie y parece que el barco va a zozobrar, son estos personajes secundarios los que lo salvan del desastre.
La importancia de estos secundarios es debida tanto al trabajo de los guionistas por convertir a unos oficinistas grises en verdaderos personajes llenos de sorpresas: Dwight Schrute (interpretado por Rainn Wilson), el subdirector regional y sus extrañas ideas de la vida del campo; Jim Halpert (John Krasinski), de la sección de ventas y rival en todos los frentes del anterior; el becario trepa Ryan Howard (B.J. Novak); el equipo de contabilidad, con la maniática Angela (Angela Kinsey), el tragón e infantil Kevin (Brian Baumgartner) y Oscar (Oscar Martínez), que paródicamente representa a la minoría étnica latina, y es, además, homosexual.
Estos son algunos de ellos, pero son muchos más, cada uno con una profundidad que consigue el espectador se encariñe con todos. Evidentemente, esto no sería posible sin el magnífico trabajo actoral y coral que realiza el reparto de la serie. Y eso se consigue gracias a (¿o a pesar de?) un escenario limitadísimo, casi teatral, que se circunscribe, la mayor parte del tiempo, a las instalaciones de la propia oficina. Un espacio casi claustrofóbico en el que la interacción entre los personajes se convierte en obligatoria, y por tanto, en fuente de conflicto (y de humor).
La duración de los episodios de la serie es de veinte minutos cada uno, aunque en algunas ocasiones, a final de temporada, se rodaron algunos especiales algo más largos. Esa brevedad, de la que ya muy pocas series se aprovechan, permitía crear una serie fresca y no saturar al espectador del humor tan típicamente sarcástico y muchas veces incómodo del que hacía gala.
Si bien es cierto que, en las temporadas octava y novena, la serie parecía haber entrado en caída libre por la salida de Michael Scott (Steve Carrell), lo cierto es que acercándose al final definitivo, toma nuevo aire y realizando un doble salto mortal es capaz de terminar con broche de oro una dilatada trayectoria televisiva. Con la resolución de los conflictos entre personajes (la relación entre Jim y Pam, Angela y Dwight, el puesto vacante de director en la sucursal…) y el hecho de que, el formato de falso documental tenga un propósito real, y es que finalmente se estrena para los personajes el documental ‘The Office: an american workplace‘, ese por el que las cámaras habían estado siguiendo, ante su incredulidad, a los empleados durante tantos años (porque una cosa curiosa de la obra, que no se repite en otras como ‘Modern Family’, rodada con el mismo estilo, es que los personajes son conscientes de estar siendo grabados: las miradas al espectador y la ruptura de la cuarta pared son una constante en la serie). Así, la propuesta narrativa formal cumple también un propósito en la trama y el círculo metaficcional se cierra. El último capítulo es especialmente interesante porque se aparta de la bufonada general que era la serie para hacer un emotivo balance de lo que han supuesto estos casi nueve años de rodaje para los personajes, y también intuimos que para sus creadores.
Como comentábamos más arriba, es difícil recomendar ‘The Office’ y acertar: es una serie de extremos, sin grises: rídicula o genial, terrible o sublime. Quizá todo a la vez. Pero quien entra en su juego tiene por delante una experiencia única como espectador.
Filólogo, profesor en Secundaria, lector todoterreno, melómano impenitente, guionista del cómic ‘El joven Lovecraft’; bloguero desde 2001, divulgador y crítico de cómic en diversos medios (Ultima Hora, Papel en Blanco, etc.); investigador de medios audiovisuales y productos de la cultura de masas en RIRCA; miembro de la ACDC España.