La postmortalidad en clave de comedia: «The Good Place» llega a su fin
Cuando se anuncia el final de una serie por la que sientes fascinación siempre te asaltan dos sensaciones: una, de tristeza en todas sus variantes porque ya no seguirás las andanzas de unos personajes con los que has empatizado desde el primer momento y que, de alguna manera, forman parte de tu existencia; la segunda, de dudas «vitales» centradas en un what if esencial ¿qué pasará si los guionistas cierran precipitadamente el argumento? ¿responderá ese cierre a las expectativas desarrolladas en las temporadas anteriores? Todo esto independientemente de si el cierre de la serie es el que queríamos, algo a lo que últimamente nos tiene muy acostumbrados el fandom más hater transformado un guionista-experto que se cree con el derecho de cuestionar el trabajo de otros. Pues bien, el cierre de The Good Place es, sin duda, uno de los mejores finales vistos últimamente, un cierre nostálgico, sin estridencias y extraordinariamente orgánico. Y es que el final de la serie creada por Michael Schur pone en evidencia la extrema planificación de todo el argumento. En cierta medida, y contrariamente a algunas ficciones televisivas, el punto final de la serie es la premisa inicial de todas las temporadas en las que hemos visto a Eleanor, Chidi, Tahani y Jason deambular por los tres mundos que la religión propone tras la muerte, un tránsito en el que han sido acompañados por la(s) más que inefable(s) Janet(s) y por Michael, nuestro demonio angelical, arquitecto de todo este entramado.
Porque Michael Schur hace que las audiencias visualicen la postmortalidad cómodamente sentados en sus asientos del mismo modo como Eleanor al inicio de la serie. Y, también como Eleanor, reflexiona acerca de cómo se diseña una «buena persona» que no necesariamente tiene que coincidir con los estándares —cuantificables de acuerdo con la serie— marcados por la religión o por la sociedad. De este modo, The Good Place tiene una arquitectura narrativa perfecta y quizá no sea casual que el arquitecto de la serie y el de los mundos ofrecidos se llamen Michael. Aunque esto seguro que es una divagación personal.
Al finalizar la primera temporada de emisión, nuestra compañera Nuria Vidal nos ofrecía cinco razones para engancharse a The Good Place. Pues bien, esas cinco razones, que a veces se transmutan a lo largo de otras temporadas de algunas ficciones, son más que válidas. Aún más, van en aumento en las cuatro temporadas de la serie. Así, las clases de filosofía impartidas por Chidi a Eleanor para convertirla en digna habitante del «cielo» y su ejemplificación que constituyen el centro de la primera temporada van a verse subvertidas por giros argumentales espectaculares que harán que los seis personajes protagonistas transiten hacia el «infierno» tras pasar por un «purgatorio» situado en medio de la nada más absoluta, y tengan que convencer a la jueza (Hydro)Gen que tiene su despacho en la Zona Neutral para que dé una oportunidad a la humanidad. Los personajes, pues, seguirán literalmente el esquema del viaje del héroe de manera que, en cada una de las temporadas, se da un paso literal del umbral hacia mundos donde viven situaciones absolutamente delirantes. Cada una de las experiencias suponen elementos conclusivos para la conformación de los personajes de Eleanor, Chidi, Tahani y Jason, pero especialmente para Michael quien se convierte casi en el verdadero centro de la historia. y, especialmente, de su cierre. Pasos del umbral que deben ser considerados como reflejo de las grandes cuestiones de la postmortalidad, es decir, de parte de la ontología humana en su aspecto más etéreo y, sin duda, misterioso: ¿realmente existe un más allá y si existe, cómo es? ¿cómo debemos enfrentarnos a la muerte? ¿y a la vida?, ¿en qué consiste la trascendencia? y así sucesivamente.
Así, los cuatro protagonistas que mueren jóvenes y de una forma más que estrambótica serán los elegidos —como vemos en la miniserie para youtube The Selection lanzada justo antes de la cuarta temporada— para el experimento ideado por Michael de manera que cada uno de ellos tendrá enfrente a hipotéticas almas gemelas que en realidad serán su tortura particular. La egoísta Eleanor deberá convivir con un poco resolutivo y monotemático Chidi, la frívola y parlanchina Tahani deberá compartir su vida con el hipotético monje budista Jason y, evidentemente a la inversa. Todos ellos evolucionarán en su comportamiento a lo largo de las temporadas debiendo ajustarse a las reglas de los mundos por los que transitan: un utópico lugar de descanso eterno tremendamente parecido a The Village de The Prisoner (1967) donde serán conscientes de sus debilidades y donde, aparte de sus almas gemelas, tratarán con otras personas que representan valores odiados por cada uno de ellos; un desbaratado infierno regido por auténticos burócratas que son incapaces de innovar las torturas a las personas que se lo merecen, y que siguen patrones de evaluación estandarizados; una zona neutral como lugar de toma de decisiones judiciales sobre los destinos de los humanos y, finalmente, un aburrido paraíso más parecido a un geriátrico que a un lugar placentero donde los humanos tienen todo lo que quieren pero donde se encuentran absolutamente despersonalizados y faltos de vida ( nunca mejor dicho). Este trasiego de mundos servirá para cuestionar no sólo la frágil línea divisoria entre el bien y el mal sino también para trastocar el imaginario cultural por el cual nuestras acciones en la tierra tienen su recompensa tras la muerte; bien al contrario, los personajes sólo encontrarán su verdadera esencia una vez muertos, solo en ese momento serán capaces de trascender. Una premisa que convierte el ideario religioso cristiano en un planteamiento zen donde la reflexión sobre uno mismo implica la trascendencia espiritual; en definitiva, la adquisición de la sabiduría. En cierta medida, The Good Place se podría asimilar al planteamiento que hiciera Michel Foucault al referirse a las tecnologías del sujeto como construcción identitaria individual de (re)conocimiento de uno mismo.
Un tránsito por mundos habitados por personajes sin los cuales la serie no sería la misma. Y no podemos aquí dejar de referirnos a Michael (Ted Danson), un demonio innovador e inmortal, como no podía ser de otro modo, quien decide crear la tortura perfecta para un humano: un enfrentamiento eterno y en bucle con su hipotética alma gemela/su contrario como reflejo de las propias debilidades, carencias o defectos. Una clara subversión de la idea sartriana de que «el infierno son los otros» que se irán consolidando en cada una de las temporadas. Michael evolucionará al mismo tiempo que Eleanor, Chidi, Jason y Tahani siendo finalmente consciente de sus carencias, necesidades, y de su extraordinaria empatía con lo humano. Justamente la evolución de Michael hará que, finalmente, se convierta en el eje vertebrador de la serie por encima del personaje de Eleanor. Como también cobrará importancia el personaje de Janet (con una más que magnífica D’Arcy Carden) que, sin dejar de ser uno de los grandes comic relief de la serie juntamente con Jason, dejará su funcionalidad robótica y multiplicadora para convertirse en ese ser omnipresente y omnisciente que guía al resto de los personajes en su tránsito espiritual. O si se prefiere, Janet es equiparable a la idea de divinidad; una divinidad amable contrapuesta a la alocada juez Gen (una sin par Maya Rudolph) extraordinariamente ceñida a la tradición y a un cierto papel represor no abierto a novedades. ¿Una nueva contraposición conceptual respecto a la religión?. Aún así, a la juez Gen se la puede seducir fácilmente, basta con ofrecerle un burrito, como fan de la serie Justified traerle a Timothy Olyphant o, finalmente hacerla bailar, con la letra cambiada, al son de «Ring my bell» de Anita Ward. Todos ellos, momentos insuperables de The Good Place. Como también es insuperable la creación de la sucesora de Michael, Vicky (Tiya Sircar), actriz del método.
De este modo, The Good Place es mucho más que una comedia, es una joya de la televisión con una construcción perfecta, sin fisuras, donde nada sobra ni tampoco falta nada porque cualquier artificio y cualquier personaje tiene una función específica y se recupera en algún momento de la narración. Una serie que ha sabido desarrollar de manera más que brillante una premisa habitualmente destinada a géneros más «potentes» en el sentido negativo de la palabra y habitualmente relacionados con el posthumanismo y las inteligencias artificiales como trascendencia de su creador. Una serie con personajes tremendamente empáticos a los que echaremos de menos pero a los que siempre recordaremos con una sonrisa en los labios, con cierta nostalgia, y con alguna que otra lágrima. Y es que The Good Place tiene todos los requisitos para ser considerada ya como una serie de culto.
Doctora en Filología Hispánica por la Universitat de les Illes Balears. Ha sido investigadora principal del grupo RIRCA y ha dirigido tres proyectos de investigación nacionales competitivos financiados por el gobierno español. Actualmente forma parte del proyecto «Ludomitologías» liderado por el Tecnocampus de Mataró (UPF). Trabaja en ficción audiovisual en plataformas diversas, especialmente en temas de arquitecturas narrativas. Tiene una especial debilidad por el posthumanismo y ha publicado distintos trabajos en revistas indizadas y editoriales de prestigio internacional.