Representación, Ideología y Recepción en la Cultura Audiovisual

La venganza según Park Chan-wook: «Sympathy for Mr. Vengeance» (2002), «Oldboy» (2003) y «Lady Vengeance» (2005)

Cuando el único juicio que de verdad importaba era aquel de naturaleza divina, los que quedaban vagando en tierra tenían que reajustarse las cuentas por la vía vengativa. Las ofensas, inquinas y malas acciones que uno perpetrara contra otros ocasionaban una escarpada turgencia en el paisaje moral de la comunidad que debía allanarse con efecto prácticamente inmediato. Hace falta entender esta coyuntura en base a los usos marcados de un fervor religioso que colocaba al ser humano entre las celebraciones del paraíso y los abismos tartáricos, esto es, dos extremos cuyo acceso dependía exclusivamente de la férrea suscripción del individuo a un prohibitivo inventario de conductas. Independientemente de cuál sea la religión o tendencia espiritual a la que nos refiramos, el hecho vengativo era algo que quedaba relegado a un uso de la ética en el que algo no podía ser restituido si de por medio no se llevaba a cabo algún sacrificio, fuera este un pago en metálico o especias, alguna parte del cuerpo o, incluso, la propia vida.

Sea como fuere, la venganza se levantaba como un mecanismo de orden social que, como comenta Lipovetsky, reincidía en la idea de la prevalencia de la colectividad por encima de la individualidad (175, 2000). Los esfuerzos egoístas de uno suelen reñirse con las exigencias de la sociedad. Lejos de ser algo que quede relegado a manías del pasado, esta misma coyuntura es la que se repite diariamente en todos los juzgados del mundo, en los que un delincuente tiene que enfrentarse a las consecuencias de su propio egoísmo de cara a un cuerpo judicial que viene a representar el azote de la opinión social. ¿No es esto, al fin y al cabo, una forma de venganza? Aunque maquillemos este hecho con una pátina de civilización y complicado argot jurídico-social, en el presente siglo seguimos vengándonos de aquellos que nos ofenden y ultrajan. Por suerte, los efectos del humanismo más ilustrado nos han llevado a un punto histórico en el que esa venganza no acostumbra a realizarse a través de sangrientos combates y lacerantes torturas.

En la contemporaneidad, la cara tan catártica como morbosa de la venganza queda apartada para que los productos culturales se beneficien de ella. La línea más canónica y primitivista de las tendencias vengativas aparece recogida en cosas como el díptico Kill Bill (Quentin Tarantino, 2003-2004) o la saga John Wick (2014-2023), películas en las que la estructura argumental está urdida con el fin de llevar al protagonista de la historia a un término en el que el ofensor tenga que enfrentarse a la dura mano del ofendido. Este tipo de productos recuperan el tono medievalista de la venganza al convertirlo en un espectáculo de masas. Sin embargo, y aprovechando la figurativa masa líquida que trae consigo la posmodernidad, en las últimas décadas han nacido películas que han buscado precisamente transgredir la idea base de la venganza y hacerse preguntas acerca de su validez y aceptabilidad. En terreno norteamericano, hemos presenciado célebres revisiones del fenómeno vengativo a través de películas como True Grit (Joel y Ethan Coen, 2010) o Prisoners (Denis Villeneuve, 2013), pero tendremos que irnos a enclaves orientales para encontrar vulneraciones del esquema que se construyan en una verdadera clave interrogativa.

En esta entrada, nos mudamos momentáneamente a Corea del Sur para recuperar aquellos tres reputados trabajos cinematográficos de Park Chan-wook que colocaron en su núcleo argumental el tema de la venganza. Vinculada a modo de tríptico por los críticos en su época —a pesar de que no hay un eje narrativo entre ninguna de las tres más allá de su tema—, la llamada “trilogía de la venganza” está conformada por Sympathy for Mr. Vengeance (2002), Oldboy (2003) y Lady Vengeance (2005). Además de ser películas interesantes por lo que tratan y, realmente, por lo que son, también ayudaron a sedimentar el prestigio del cine surcoreano fuera de las fronteras del país, popularidad de la que todavía hoy —gracias a los esfuerzos de cineastas como el propio Chan-wook, Bong Joon-ho o Lee Chang-dong— sigue disfrutando. A lo largo de toda la entrada, y dada la lejanía del estreno de las películas discutidas, habrá spoilers importantes.

Todo por un riñón: Sympathy for Mr. Vengeance (2002) o manual sangriento para justicieros principiantes

Sympathy for Mr. Vengeance - Filmin

¿Qué relación hay entre un sordomudo, una anarquista, un presidente de una empresa de fabricaciones y una mujer al borde de un fallo renal? Esa es la pregunta que quiere venir a contestar Sympathy for Mr. Vengeance (2002), película con la que Chan-wook inicia su particular periplo por el universo temático de la venganza. La respuesta, por compleja que pueda ser, puede resumirse de la siguiente manera: todos los personajes buscan resistir ante las inclemencias sociales de la contemporaneidad. Ryu (Shin Ha-kyun) es un obrero sordomudo que está intentando pagar el trasplante de riñón de su hermana, interpretada por Im Ji-eun. A pesar de tener el dinero listo con el que pagar la operación, no aparece ningún donante. Desesperado, trata de conseguirlo por la vía del mercado negro, pero los supuestos intermediarios terminan por quedarse con uno de sus riñones y con el dinero requerido para llevar a cabo la operación a través del método institucional. Poco después de este evento, un donante aparece en la lista para poder llevar a cabo el trasplante, pero ¿con qué dinero va a pagarlo Ryu? Con la ayuda de su amiga/amante anarquista, Cha Yeong-mi (Bae Doona), secuestrarán a la hija de Park Dong-jin (Song Kang-ho) y exigirán un intercambio monetario equivalente a la cantidad que se tenía que abonar para la operación. Esto iniciará un complejo de dinámicas en el que la venganza se situará como hilo conector de cada uno de los hechos.

A pesar de que Sympathy for Mr. Vengeance no tarda demasiado en entregarse a una debacle sangrienta de venganzas y justicias, considero de especial importancia hacer hincapié en aquello que lo inicia todo: un silencio institucional que es incapaz de dar soluciones a aquellos que más las necesitan. Algo que, en una situación como la que se nos presenta, se ve notablemente agravado por la dinámica económica que plantea. Ryu, incapaz de encontrar alternativas a través de los métodos legales, decide tomar las riendas de la situación y tratar de resolver las cosas a su manera a través de la ilegalidad. El desespero que demuestra a través de sus acciones no supone otra cosa que un poso de patetismo sobre el que el espectador puede dibujarse y tratar de empatizar con la situación. Algo similar sucedía en una serie tan celebrada como Breaking Bad (AMC, 2008-2013), al proponernos un inicio en el que podíamos hacer poco más que simpatizar con la injusticia del caso de Walter White. Sin embargo, y esto es algo que une esta serie con la película de la que aquí hablamos, la cosa no tarda en dar un volantazo hacia la izquierda, algo que puede provocar una pérdida del foco central de la situación. Así como en ningún caso podríamos entender a Walter “Heisenberg” White como algo distinto a una creación monstruosa del sistema médico estadounidense, tampoco podríamos agenciar por completo la culpabilidad de todo a alguien que, como Ryu, ha tratado de salvar a un ser querido a través de vías no recomendables.

Aunque el problema social ya está planteado per se en ese silencio institucional que comentábamos, el aprieto interpersonal no llega hasta que añadimos a Dong-jin a la ecuación. Esto es, básicamente, porque, hasta un momento dado, los principales afectados son Ryu y su hermana, y aquello que está llevando a cabo Ryu para ponerle solución al tema —es decir, involucrarse con el mercado negro de venta de órganos— es una cruzada propia e intransferible. Pero desde el momento en el que traspasas esa responsabilidad a otra persona, como es Dong-jin, al problema le crecen patas que uno nunca llegaría a pensar que pudiera tener. La venganza en el caso de Sympathy for Mr. Vengeance es doble: la que lleva a cabo Ryu para con aquellos que lo estafaron —personas localizadas y no blindadas por una armadura de protección social, cosa que no pasa en el caso institucional: ¿hasta qué punto hay una trasposición simbólica de uno en el otro?— y la perpetrada por Dong-jin contra el propio Ryu. Si bien la primera se lleva por un camino clásico, donde la sangre y la catarsis son protagonistas, la de Dong-jin goza de la incógnita posmoderna de la búsqueda del sentido. ¿Entiende la gente que, dadas las circunstancias, haya tenido que llegar a ese punto? ¿Hasta qué punto es justificable? Al final, tras matar a Ryu, Dong-jin muere asesinado por los amigos anarquistas de Cha Yeong-mi —otra venganza—, dejando al aire la pregunta para que sea el propio espectador quien se encargue de darle sentido en su propia manera de ver el mundo. Aun así, y de alguna manera, estas mismas cuestiones serán tratadas de forma más concreta en la próxima entrada de la trilogía de la venganza: Oldboy (2003).

(In)satisfacciones: Oldboy (2003) y la ontología del vengador

Con Oldboy, Chan-wook no quiso complicarse más allá de los aspectos formales. Mientras que en Sympathy for Mr. Vengeance, al final se nos revelaba que, realmente, la venganza se había efectuado a tres bandas —Ryu, Dong-jin y los anarquistas—, en esta aclamada obra maestra del cine surcoreano los elementos participantes en la ecuación son dos: Oh Dae-su (Choi Min-sik) y Lee Woo-jin (Yoo Ji-tae). También se deslinda el director de cualquier pretexto de crítica social para embarcarse en un tratamiento mucho más profundo del concepto de la venganza en sí, sin contingencias de cariz político, social o económico de por medio. Todo lo que sea necesario para contarnos el encarcelamiento durante 15 años de Dae-su —una versión muy surcoreana del conde de Montecristo— a manos de Woo-jin y el posterior idilio amoroso de aquel con Mi-do (Kang Hye-jung), una chef de sushi que traerá consigo más penas que alegrías.

A pesar de que, como decíamos, Chan-wook haya economizado sus preocupaciones y se centre con Oldboy en la esencia misma del hecho vengativo, eso no quiere decir que en los confines de esta película no se permita jugar con elementos estructurales. Durante la primera mitad de la película, el director solamente nos hace partícipes del periplo de Dae-su, a quien podemos considerar un majadero de enciclopedia, pero al colocarse como centro absoluto de la experiencia emocional de la historia y al ser el espectador testigo de su circunstancia, uno termina por empatizar con él. De esta manera, acompañamos a Dae-su a través de las varias puertas simbólicas que lo llevan cada vez más cerca de la verdad hasta que, finalmente, en medio de la historia —con un giro de los acontecimientos que uno puede juzgar, sin enfrentar demasiados reproches, como repentino y fullero— se nos perfila el misterioso personaje de Lee Woo-jin, una suerte de figura que había guiado a Dae-su durante toda la película, pero que nunca se había manifestado plenamente de forma personal. Conocemos que Dae-su, de adolescente, fue testigo de un acto de incesto entre Woo-jin y su hermana Lee Soo-ah, y habría revelado a algunos compañeros aquello que vio. Con esto en mente y tras sufrir un caso de embarazo psicológico, Soo-ah decide acabar con su vida. Lo que queda es historia: un Woo-jin cargado de desconsuelo y aflicción que hará lo posible para vengar a su hermana.

Para cuando se nos revela toda esta información, la venganza de Woo-jin ya se ha efectuado de forma prácticamente plena. ¿Cuáles han sido los pasos? Mantener a Dae-su preso durante 15 años no ha sido un mero capricho de poder: es el tiempo indicado para que la hija de Dae-su creciera lo suficiente como para comenzar a hacer su vida de forma independiente. En efecto, Mi-do, la chica de la que se enamora en la película —situación que, como se nos revela, no es más que la fruición de los efectos de un proceso de hipnosis llevado a cabo durante la reclusión de Dae-su—, es su hija. A estas alturas, ya han mantenido relaciones sexuales, objetivo principal de la venganza de Woo-jin: que lleve a cabo ese mismo acto que Dae-sun, en su juventud, consideró tan escandaloso como para esparcirlo nerviosamente por todo el instituto. Con esto, Woo-jin tiene la suficiente fuerza como para arruinarle la vida tanto a Dae-sun como a Mi-do. Sin embargo, no todo es tan sencillo como parece, y tras la revelación pesa sobre la cabeza de Woo-jin una bruma de decepción. Aquello por lo que ha trabajado tanto durante todos estos años ha tocado su fin dejando un notable vacío. Al hacer de su ansia vengativa la razón primera de su existencia, Woo-jin se encuentra enfrentándose al vacío de un futuro sin motivos de ser vivido. Tras dejar a un Dae-sun derrotado, perplejo y asqueado en la habitación donde todo se ha revelado, Woo-jin toma el ascensor. Se abren las compuertas, se escucha un disparo y el cuerpo de Woo-jin, impulsado por la acción de una bala estrellándose contra su cráneo, invade la escena. Se ha suicidado.

La inmediatez con la que sucedían las cosas en Sympathy for Mr. Vengeance no permitía un estudio plenamente sesudo de la idea de venganza. En su lugar, lo que encontrábamos era el shock de haberse visto presa de arrebatos de esa naturaleza y la posterior duda acerca de la justificación de esos actos. La acción de Oldboy se construye a lo largo de décadas enteras, tiempo suficiente para que el hecho vengativo se posicione en el centro absoluto de la existencia de uno. Cuando le restas espacio a otros elementos del día a día para que tus ansias vengativas puedan acomodarse adecuadamente, terminas por entender que cada paso que das va hacia un fin concreto. Pero ¿y una vez ha llegado ese fin? Como le sucede a Woo-jin, solo queda el vacío. Chan-wook deconstruye la figura del vengador para colocarlo en una línea profundamente trágica. La consecución de la venganza ya no es algo que incremente de forma exponencial la satisfacción catártica del vengador, sino que le hunde más en la miseria y le fuerza un autorreconocimiento tristemente revelador. El director no priva al espectador de la purificación argumental —al fin y al cabo, terminamos por hallar respuesta a todas aquellas incógnitas que surgen a lo largo del visionado—, pero va más allá para señalarnos que una sonrisa puede no ser un final plausible para una historia de venganza.

Tofu y fantasmas: Lady Vengeance (2005) y la redención imaginaria

Sympathy for Lady Vengeance : cerise sur le gâteau ? - Cinépsis

A estas alturas, ya debemos dar por sabido que para una venganza, además de los motivos, necesitas un objetivo. En Sympathy for Mr. Vengeance, hemos visto que la semiótica propia de la venganza se les aparece de forma tan repentina y desasosegada que la consecución de ese objetivo se hace en clave de perplejidad. Con Oldboy, las cosas acogen un tinte más lúgubre al convertir ese objetivo en una suerte de demonio que te posee y, una vez te deja libre, te encuentras ante la amarga tesitura de no tener más razones por las que vivir. Pero ese objetivo, simultáneamente, también puede aparecer construido de forma aparentemente positiva: una redención. Has obrado mal en el pasado, has pagado una penitencia y, ahora, quieres equilibrar las cosas para tratar de exorcizar aquellos fantasmas que vagan libremente por tu conciencia. En base a esto, Chan-wook configura la tercera y última película de tan curiosa saga: Lady Vengeance (2005). ¿La historia? Dice así: Lee Geum-ja (Lee Young-ae) sale de prisión tras prácticamente una década de condena penitenciaria por el secuestro y asesinato de un niño de 5 años. Posteriormente, conoceremos que el asesinato no fue cosa suya —pero el secuestro sí—, sino que fue llevado a cabo por el señor Baek (interpretado por Choi Min-sik, que hace doblete con Chan-wook tras Oldboy). Tras engañar a todas sus compañeras de celda y a los miembros de la institución penitenciaria con su comportamiento angelical, Geum-ja deja la prisión con el único objetivo de buscar y hacer pagar por sus hechos al verdadero asesino del niño, quien ha seguido secuestrando, abusando y matando criaturas desde entonces.

Chan-wook es generoso con el proceso. Nos enseña a una mujer en una misión: la de vengarse, y para ello nos permite asistir a un procedimiento que, estructuralmente, ocupa gran parte de las casi dos horas que dura la cinta. Durante este tiempo, vemos que Geum-ja es, realmente, una suerte de justiciera que no toma por buenos los excesos de algunas de sus compañeras de celda, como Ma-nyeo (Go Soo-hee), una mujer que se propasa con otras reclusas y las obliga a satisfacerla sexualmente en los baños. Esta dinámica, la de Geum-ja como justiciera, queda demostrada cuando sale de prisión e inicia su peregrinaje vengativo contra el señor Baek. Tras hacerlo prisionero y encontrar, con ayuda de la policía, vídeos snuff en los que aquel aparece maltratando y asesinado niños, Geum-ja comienza a buscar a las familias afligidas por la pérdida de las criaturas y las congrega en el sitio donde tiene al señor Baek secuestrado, esto es, un instituto abandonado. Allí, Geum-ja les explica el proceso que llevarán a cabo: cada uno de los congregados tendrá la oportunidad de vengarse del señor Baek. Hay un arsenal de armas blancas de las que pueden disponer para dar rienda suelta a sus ansias vengativas. Y así sucede, dejando que la última persona en vengarse le aseste el golpe mortal. Finalmente, entierran el cadáver del señor Baek en el bosque. La presencia de la policía favorecerá que esta situación no tenga más trascendencia persecutorio y jurídica.

La consecución de la venganza se ha llevado a cabo. Las presencias fantasmagóricas que Geum-ja admitía en su conciencia deben haberse disipado, pues se ha llevado a cabo una transacción simbólica: ella ha hecho pagar al verdadero perpetrador del crimen y, por tanto, debería tener la conciencia tranquila. Sin embargo, en una escena posterior a la reunión que llevan a cabo en una pastelería los familiares de los niños asesinados por el señor Baek, a Geum-ja se le aparece el fantasma o, como mínimo, la representación físico-simbólica del niño asesinado —primero, en calidad de niño; luego, como adulto, interpretado por Yoo Ji-tae— por el que fue a prisión. Greum-ja va a decirle algo, quizá una disculpa o una apreciación del trabajo realizado, pero antes de que empiece, la aparición le coloca una mordaza de bola para evitar que siga hablando. Con este gesto, está impidiendo que la conciencia superficialmente redimida de Greum-ja se crezca en importancia. Quizá todo aquello que ha hecho, ha sido con el fin de eximirse de sus pecados, pero el hecho sigue estando allí: ella secuestró al niño y este sigue estando muerto. La escena final nos muestra a Geum-ja hundiendo su rostro en una pieza de tofu que le ha traído Jenny (Kwon Yea-young), su hija, gesto tradicional en Corea del Sur para aquellos que salen de prisión y quieren llevar una vida de pureza. El camino de la redención no es tan sencillo como podría parecer, incluso si en el camino se ha efectuado un laborioso pago de sangre.


LIPOVETSKY, Gilles. 1986. La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo. Barcelona: Anagrama.

 

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