Representación, Ideología y Recepción en la Cultura Audiovisual

Las fórmulas y sus trampas: Suffragette (Sarah Gavron, 2015)

En el cine, al margen de que la persona que haya tras las cámaras, hablar de mujeres siempre ha sido difícil. Y hacer hablar a las mujeres, aún resulta ser más difícil.

Llevamos miles de años contando las historias según ciertas convenciones que, no olvidemos, siempre van en sintonía con el orden social. Hemos aprendido a ordenar narraciones, a estereotipar personajes, embellecer o oscurecer escenarios de actuación, a consensuar retóricas y géneros según unas convenciones que, lo poco o mucho que las definen, es que son ideológicas. En este sentido, lo que sorprende, es que cuando se pretende poner en crisis los órdenes narrativos hegemónicos -por ejemplo contando un hecho histórico protagonizado por mujeres, que da voz a las mujeres, y que en este caso está  escrito por mujeres- aun cueste tanto encontrar la manera de salir de la convención para alcanzar un poco de verdad. Y si verdad suena demasiado pretencioso, al menos sí encontrar el valor de lo alternativo. Poder salir del cliché narrativo heroico tradicional que, al querer sublimar a quien tanto y durante tantos siglos ha estado silenciada, no caiga en un relato condescendiente. Que no parezca que nos han regalado un film que muchas veces adolece de recursos para contar lo que realmente debe contar.

Evidentemente Sufragetes (Sarah Gavron, 2015) es una película necesaria. Una película que, como dice una amiga, se tiene que ver para saber y conocer, y como dice otra, para salir del cine para no saber si hemos avanzado tanto. Indudablemente uno de los valores del film es que resulta ser más contemporáneo de lo que parece. Las mujeres aun hoy nos vemos obligadas a reivindicar la adquisición de ciertos derechos que aun no tenemos –que no nos asesinen por el hecho de ser mujeres, que no abusen de nosotras por el hecho de ser mujeres, la igualdad salarial y con ello la tasa de impuestos que pagamos y la calidad de vida que nos merecemos, entre muchos otros-,  y a pedir que los ya adquiridos no se vulneren –desautorización constante del feminismo, y el derecho a una sexualidad, maternidad y aborto libres, por ejemplo-. En fin, que aun hoy nos vemos obligadas a defender que nuestra voz vale lo mismo que la de los hombres.

No obstante, tras su visionado, asaltan dudas. La sensación es que el film resulta ser tan impoluto como el planchado y almidonado de los encajes que la protagonista del film es capaz de hacer en un contexto que le es hostil y que la esclaviza. Entonces, al igual que le sucede a la protagonista, es que el film no sabe si es un ejercicio de revisión y reivindicación histórica, o está condenado a participar de una industria que, por convención ideológica, no ha sabido representar ni hablar de mujeres. Consciente del peligro que siempre supone la creación de un film histórico en los que su verdad siempre queda diluida entre las políticas de representación y la narración, la importancia de este dilema que se plantea es que la historia del cine no nos ha permitido la producción de un film que cuente uno de los hechos que forman parte de la historia del feminismo hasta hoy. En este sentido, no es extraño, por ejemplo, que al salir del cine uno de los comentarios que oí que defendían el valor del film era su valor estético, que estaba muy bien ambientado. O que algunos críticos cinematográficos de renombre, no sabiendo defender el valor político de un film de estas características, digan que el relato escupe a la cara de la supuesta civilización europea que, en su mayoría, no reconoció el voto a las mujeres hasta entrado el siglo XX. Es decir, limitándose a suscribir el argumento del film. Limitándose a poner de relieve una injusticia social de nivel universal como si fuera un hecho histórico ya solventado y sin consecuencias en la actualidad.

El film, como ningún film, no debería funcionar como una clase acelerada e intensiva de cultura feminista. Esta no es la función del cine. Pero lo que sí gustaría es que traspirara cierto valor político. Al menos, el que sí se desprende de toda imagen y narración que, insisto en recordar, siempre responde a cierta ideología. En este sentido el film no sabe desprenderse de la convención. Todo el peso de la narración recae sobre la figura de Maude, una mujer que no logra desprenderse del peso de la narración melodramática tradicional que logra empatía por su multi-victimización. En el relato, su despertar autoconsciente como mujer con derechos no viene tan subrayado por sus inquietudes intelectuales y razocinios, sino por su condición de víctima. Condición de víctima que si bien expone ante el parlamento de un modo claro y justo, la narración explotará por toda una serie de elecciones –repudiada por el marido, abusada desde la infancia, despojada de su hijo- que harán de su ira su herramienta de lucha a modo de heroína clásica. El film se centra tanto en la denuncia de lo humillante, que no de lo injusto, que olvida también la representación de una relación de sororidad positiva. Es decir, de un aprendizaje, intercambio y acompañamiento entre mujeres que vaya más allá del “no abandones, resiste”, y del “somos soldados”. Proceso de victimización y humillación que la convención narrativa subraya a la vez que edulcora a medio film, con la puesta en escena de un villano de manual que se compadece de los malos tratos a los que las sufragistas son sometidas. Todo ello, insisto, diluyendo el concepto injusticia a favor de la fascinación estética de la victimización y la humillación.

Por supuesto, el grado de violencia a las que estas mujeres fueron sometidas fue  igual o peor que lo que el film ilustra. Por supuesto, Emily Wilding existió, y tantas otras mujeres como ella. Y por supuesto una no se convierte en feminista solamente leyendo o pensando, sino por qué la desigualdad se vive en las propias carnes y la propia dignidad. Pero la sensación es ésta: Maude o Emily Wildin existen en el cine, herramienta ideológica dónde las haya, del mismo modo que existe Scarlett O’hara en una de las narraciones que recrean la guerra de secesión americana. En un momento en el que vamos muy, pero que muy tarde en la revisión de las políticas de igualdad, en el que los feminismo son denostados o diluidos gracias a políticas meritocráticas, en un momento en el que la cultura del consumo se ha convertido en la gran plataforma de acceso y visibilidad social, y en un momento en el que a estas alturas nos encontramos con una de las primeras producciones cinematográficas que de visibilidad a la lucha de las mujeres, es urgente plantearse de qué modo lo hacemos. Pues en el modo, insisto hay intención ideológica.

Por supuesto, no se trata de arremeter contra la directora. Simplemente ser conscientes que el film relata, por convención, el lugar que ocupa el feminismo hoy. Darnos cuenta de cómo la ideología neoliberal contemporánea es capaz de compadecer, y así redimir, la realidad. De este modo el film relata la lucha feminista como algo anecdótico. Seguramente cerrar el film con imágenes de archivo del funeral de Wildin no es un acierto: no fue un final de lucha, fue el inicio de algo que hoy sigue estructurando  la situación de las mujeres en sociedad. Pero el film, por convención, se satisface simplemente con ensalzar a una mujer común que sufrió lo más sufrible de ser mujer sin necesidad de trasladar su situación de injusticia ni a su sociedad ni a la nuestra.

Entonces, lo que más se sospecha es que, a pesar de su necesidad, el film actúa como una herramienta apaciguadora de sensibilidades y rebeliones ideológicas. Ahora ya tenemos film. Bien. Pero una vez más se nos celebra por forma y visibilidad. Como víctimas. Pero no por la necesidad de replantearse  la situación de las mujeres en sociedad como una cuestión de (in)justicia social.

 

One thought on “Las fórmulas y sus trampas: Suffragette (Sarah Gavron, 2015)

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *