Representación, Ideología y Recepción en la Cultura Audiovisual

Más allá del Trono de Hierro: HBO se reinventa con ‘Chernobyl’

Todas aquellas personas que nos habíamos quedado huérfanas de serie cuando tuvo lugar ese apocalipsis narrativo que fue el final de Perdidos (ABC, 2004-2010) tuvimos pesadillas pensando que la historia se repetía en mayo de este año. Creíamos que, terminado Juego de tronos (HBO, 2011-2019), sería imposible encontrar con qué llenar el hueco. Nos equivocábamos. La misma cadena que voló por los aires el mito de Daenerys nos ofreció como compensación una de las mejores creaciones de esta edad de oro de la televisión de calidad en la que vivimos desde que estrenamos siglo. De la mano de Craig Mazin, que parece que sabe hacer algo más que tonterías sobre resacas, superhéroes y miedos de serie B, llegó el regalo de esta primavera: Chernobyl.

El canal estadounidense HBO (ya saben: “No es televisión, es…”) y el británico Sky han elaborado esta coproducción de cinco episodios sobre el accidente en la central nuclear de la entonces URSS en el año 1986. Prehistoria para el público millennial; pesadilla de la infancia para quienes ya vamos cumpliendo años; recuerdo vivo y de consecuencias aún notables para la población de Prípiat y alrededores, donde se produjo el desastre. La serie repasa los hechos objetivos –hubo un sobrecalientamiento del núcleo y una tremenda explosión que causó 31 muertes directas y miles indirectas– y las narrativas subjetivas que éstos generaron –fue un error humano o no, pudo evitarse o no, los responsables de la central nuclear actuaron bien o mal, las autoridades se hicieron cargo o no tanto, los políticos y la prensa mintieron o no sabían…

La historia hace visible el trabajo de los operarios de la central, de los bomberos y voluntarios, de los mineros llevados para abrir un túnel debajo del reactor, de los científicos y científicas que intentaban entender qué había pasado y ponerle freno, y de los gestores y agentes de inteligencia que manejaban la narrativa oficial. El foco se sitúa especialmente sobre Boris Shcherbina, Vicepresidente del Consejo de Ministros y Jefe de la Oficina de Combustibles y Energía de la URSS, y sobre Valeri Legásov, miembro del comité de investigación sobre el accidente que terminó por suicidarse dos años después de los hechos, incapaz de sobreponerse a lo sucedido. Los actores que dan vida a estas dos personas reales, Stellan Skarsgård y Jared Harris respectivamente, están soberbios en sus papeles: contenidos, taciturnos, furiosos y muertos de miedo a un tiempo. Empiezan la trama casi como enemigos, y se van acercando debido a las circunstancias hasta llegar a ser todo lo amigos que el sistema les permite. Están, además, bien acompañados por actrices como Emily Watson en el rol de Ulana Khomyuk, un personaje de ficción que debemos suponer que representa a varias científicas que participaron en los estudios sobre el desastre (cabría preguntarse por qué las mujeres reales no tienen lugar en Chernobyl, pero eso daría para otra publicación).

Las cinco entregas emitidas entre mayo y junio de este año se rodaron a lo largo de cuatro meses en localizaciones de Lituania y Ucrania, y la ambientación (con la excepción de algunos edificios de apartamentos que revelan marcas sutiles de reformas recientes) no podría ser mejor. Chernobyl es una serie gris, un tono que no solo da idea de la monotonía de cierto tipo de vida o de la ingente cantidad de escombros que quedaron tras la explosión, sino que también transmite una imagen determinada de la URSS en los años previos a la caída del Muro de Berlín. En este sentido, no puede negarse que la perspectiva que domina es la estadounidense, con HBO como vehículo de una ideología anticomunista en línea con la Guerra Fría que entonces empezaba a acercarse a su fin. Prisma político aparte, es evidente que tanto las imágenes como el sonido de la creación de Craig Mazin consiguen su objetivo: repasar los momentos claves del accidente y, sobre todo, sus consecuencias sobre las cosas, los lugares y las personas. Por cierto, que mención aparte merecería el trabajo de caracterización y maquillaje, que llega a ser doloroso de ver en los episodios en los que Ulana Khomyuk visita a las víctimas en el hospital.

La emisión de la serie ha provocado reacciones airadas en Rusia, que acusa a Estados Unidos de manipular la historia para obtener beneficios propagandísticos. La cosa ha llegado al nivel de que Rusia anuncie el rodaje de su propia versión del asunto, con promesa incluida de emisión en los próximos meses. La polémica, como es natural, ha servido como publicidad gratuita para HBO, que ha visto cómo Chernobyl se convertía en uno de sus estrenos más exitosos, poniendo de acuerdo al público y a la crítica (al menos en Occidente). Pocas veces en nuestro entorno cultural ha tenido un impacto tan grande y positivo una serie tan dramática, tan dura, tan corta y con una fecha de estreno tan arriesgada (el 6 de mayo de 2019, cuando quedaban dos semanas escasas para el desenlace final de Juego de Tronos en la misma cadena).

Por mi parte no entraré a evaluar si la serie tiene valor documental, o si es todo lo realista que algunos parecen exigir que sea. Como espectadora, el producto me ha enganchado, me ha removido recuerdos, me ha anudado la garganta y me ha puesto el estómago patas arriba. Como estudiosa del discurso audiovisual y de la cultura estadounidense, he encontrado en Chernobyl un material interesantísimo para explorar las razones de ciertos viajes al pasado en momentos políticos convulsos como el ‘Trumpismo’ actual. La niña que yo era cuando explotó ese reactor ha vuelto para decirme que había una buena razón para llevar entonces la chapa de “nucleares no, gracias”. La mujer que soy ahora ha tomado nota de cómo la televisión bien hecha puede contribuir a informar, a desinformar y a todo lo contrario. Poco más puedo pedir.

 

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