Representación, Ideología y Recepción en la Cultura Audiovisual

RIRCA recomienda: ficciones en la carretera (I)

La idea de viaje en el mundo de la ficción cuenta con una larga historia a sus espaldas. Desde que Homero inició, curiosamente, el periplo de Odiseo en su Odisea, iniciando de esta manera el fructífero y rico tópico del homo viator que tantas y tan magníficas iteraciones ha tenido a lo largo de las eras, han pasado aproximadamente 2800 años. Se dice pronto. El tópico, en lugar de debilitarse a través de los siglos hasta quedar en una triste nada, ha ido mutando para así reflejar los cambios operados entre siglos en lo que a materia histórico-cultural se refiere. En la ficción cinematográfica, a través del nombre de road movie, la idea de viaje comienza a desarrollarse en los Estados Unidos como manifestación del mito moderno del sueño americano, aunque rápidamente efectúa un más que bienvenido giro a la izquierda para centrarse en aquellas realidades que quedan fuera de los usos sociales canónicos. Una de las más tempranas obras maestras de Frank Capra, It Happened One Night (1934), centra su atención en la exploración poco convencional del papel de la mujer en el seno de una sociedad americana todavía mitificada por la máquina pensante a cargo de las producciones de la época.

Más tarde, Hollywood comenzaría de dedicarle valiosos espacios a la exploración de personajes que poco o nada tienen que ver con el arquetipo del bienpensante estadounidense, produciendo cintas como The Wild One (László Benedek, 1953), Bonnie & Clyde (Arthur Penn, 1967) o Easy Rider (Dennis Hopper, 1969). La carretera comienza a explorarse como un elemento que parece ser tierra de nadie y, por tanto, un espacio en el que todo personaje —independientemente de su sexo, raza, sexualidad o condición social— puede habitar sin necesariamente prestar atención a los aparatos opresores de una sociedad cómodamente asentada en un Estado del Bienestar que en raras ocasiones abre sus puertas a las criaturas del extrarradio. Estos productos culturales —en especial las dos últimas películas mencionadas, Bonnie & Clyde y Easy Riderserían las encargadas de configurar el pathos tanto argumental como estético que acogerían las road movies a partir de ahora, así como el ethos propio de sus protagonistas. Películas que, como ya avanzaba la mencionada temprana película de Capra, no tardarán en hacer eco de tantas realidades socioculturales como puedan. Títulos como Thelma & Louise (Ridley Scott, 1991), My Own Private Idaho (Gus Van Sant, 1991) o The Adventures of Priscilla, Queen of the Desert (Stephan Elliott, 1994) son ejemplos privilegiados de estas nuevas prácticas cinematográficas y demuestran que, a pesar de la longevidad milenaria del tópico del homo viator, el camino o la carretera siempre ofrecerá un espacio único y cambiante para sondear los más recónditos espacios de las identidades culturales tanto a nivel nacional como individual.

Estas exploraciones no se ven solo en contextos cinematográficos, sino que otros medios se han hecho eco del mundo de oportunidades que habita en las ramificaciones y conexiones de caminos y carreteras. En televisión, por ejemplo, hemos tenido dos estupendos ejemplos de cómo llevar al terreno de lo serial el concepto de la ficción de la carretera: la británica The End of the F***ing World (Netflix, 2017-2019) y la australiana Upright (Fox Showcase, 2019-). La estructura fragmentada y generalmente alargada de este formato permite una indagación mucho más profunda del mundo de la carretera, en tanto que permite al espectador seguir a una serie de personajes durante varios episodios —y, en ocasiones, varias temporadas— y prestar atención a cómo se van conectando con cada uno de los espacios a los que les lleva la carretera, mientras van profundizando en su propia relación consigo mismos y con el prójimo.

Los videojuegos también han supuesto una brillante anexión a los productos culturales que buscan la exploración de la carretera como espacio tanto físico como simbólico al gozar de una ventaja que los anteriores formatos no poseen: la agencia del jugador. Tú tienes el control de lo que hacen los personajes. Quizás estos sigan arraigados al argumento basal del videojuego, pero en muchas ocasiones el propio producto te permite prolongar tu estancia en un espacio, ofreciendo un contexto ideal para que la investigación y la posterior sensación de descubrimiento puedan realizarse de forma altamente satisfactoria. En este ámbito, juegos como Kentucky Route Zero (Cardboard Computer, 2013), Road 96 (DigixArt, 2021) o SEASON: A letter to the future (Scavengers Studio, 2023) están labrándole el camino a un género que puede explotarse de forma francamente única a lo largo de los próximos tiempos.

Patricia Trapero: Speed (Jan de Bont, 1994)

Todos tenemos nuestros «guilty pleasures». Un término que las malas lenguas aplican  a esas películas que, de manera general, no tienen una calidad extraordinaria y cuya reivindicación personal parece no poder hacerse públicamente bajo pena de ser criticados por las personas que se consideran «cinéfilos puristas». Pues bien, sería totalmente falso no reconocer que todos nosotros recurrimos a producciones que o bien nos fascinan por un personaje o un ambiente determinado o bien porque simplemente nos evaden de situaciones estresantes. Y es que no todo en este mundo tiene que ser sesudo. Este es el caso de Speed, dirigida por Jan de Bont en 1994: una película de acción con situaciones más que previsibles, por una parte, y más que in-creíbles, por otra parte pero que es una magnífica muestra de película noventera. Un hecho que no debe obviarse, como tampoco que este tipo de películas  va a intentar seguir los pasos de producciones previas que supusieron un revulsivo para el género y que tendrán en Predator (1987) y especialmente en las dos primeras entregas de Die Hard (1988 y 1990) a sus principales referentes. No en vano, dos de los directores que se barajaron para hacerse cargo de Speed fueron, además de Quentin Tarantino, John McTiernan y Jenny Harlin, responsables de los títulos protagonizados por Dutch (Arnold Schwarzenegger) y el inefable e icónico John McClane (Bruce Willis).

La película desarrolla su argumento en el enfrentamiento visceral entre el policía Jack Traven (Keanu Reeves) y el antiguo jefe de artificieros Howard Payne (Dennis Hopper) quien se dedica a amenazar la paz en la ciudad de Los Ángeles con acciones terroristas con la única finalidad de conseguir dinero. Así, tras un atentado desbaratado por Traven y su compañero Harold Temple (Jeff Daniels), Payne coloca una bomba en un autobús lleno de pasajeros como nuevo reto para Traven. Las condiciones para que la bomba no se active son claras: ningún pasajero debe bajar del vehículo y este no puede bajar de una determinada velocidad que, si bien no es es excesiva al cambio de millas por hora a kilómetros (entre 80 y 85) en carretera, sí que es capaz de generar problemas cuando las condiciones del tráfico son complicadas o las vías por las que circular no tienen las condiciones adecuadas.

De este modo, las peticiones de Payne marcan las distintas situaciones y obstáculos que superar durante la película convirtiendo, entre otras cosas a Annie Porter (Sandra Bullock) en involuntaria conductora del autobús. Speed ofrece un despliegue constante de retos que todos los ocupantes del autobús deben superar. Frente a los conflictos que se producen entre los invitados a la fiesta navideña en el Nakatomi Plaza, el conflicto entre John McClane y su mujer Holly o la lucha de inteligencias entre McClane y Hans Gruber en Die HardSpeed hilvana una acción tras otra sin apenas momentos de respiro. Un argumento totalmente lineal como la carretera por la que circulan y que se convierte no en un trayecto que acompaña al héroe en su viaje personal o lo enmarca socioculturalmente, sino en un circuito de carreras como si —salvando las distancias y la base ficcional de la película— se tratara de un juego de conducción al estilo, y nunca mejor dicho, de Need for Speed. En definitiva, Speed es una película honesta que no pretende nada más que lo que nos muestra y lo hace de una manera muy efectiva y efectista desde los títulos de crédito con la banda sonora de Marc Manzina que tanto nos recuerda a la compuesta por Kazuki Muraoka para el videojuego de acción por excelencia, Metal Gear Solid (1998), o a la inversa.

Justamente esta simplicidad, los constantes sobresaltos a los que nos somete Speed  y la previsibilidad de situaciones que el espectador intuye/ sabe-con-certeza  con deus ex machina incluidos es lo que convierte a la película en un «guilty pleasure». Esto y el ver cómo los jovencísimos Keanu Reeves y Sandra Bullock hacen de sí mismos sin restar credibilidad al argumento, el ver a Jeff Daniels como un impensable hombre de acción, y disfrutar del villano de manual con carcajada incorporada que crea Dennis Hopper, director de una de las road movies icónicas, Easy Rider (1969).

Nuria Vidal: Days Gone (Bend Studios, 2019)

La idea de viaje siempre ha sido una de las bases argumentales y lúdicas de los videojuegos. Desde grandes aventuras épicas como las vividas por Kratos en la saga God of War hasta pequeños periplos como el de los hermanos Diaz en Life is Strange 2, la concepción del movimiento y la relación con el entorno y el espacio en los videojuegos es tan importante como lo es la propia historia en la que se enmarcan. El sistema de mundo abierto es una de las fórmulas de diseño de juego más exitosas y utilizadas que permite al jugador tener la libertad – o al menos, la sensación de ella – para explorar en detalle hasta el último rincón del escenario; un escenario diseñado para guiar y sorprender, pero sobre todo, para interactuar. En este contexto se ubica el juego post-apocalíptico Days Gone (Bend Studios, 2019) donde manejamos a Deacon St. John, un forajido que busca a su esposa en un mundo donde un virus ha convertido a la humanidad en infestados apodados como «freakers«. En definitiva, una historia de supervivencia situada al norte de Oregon.

Si bien el juego es una aventura de acción clásica sin ningún tipo de novedad dentro del género en cuanto a argumento y temáticas (un apartado en el que cumple con creces, a pesar de que muchos lo consideraron como algo negativo), Days Gone plantea un sistema de tránsito por el gameworld que es, sin duda, su mayor atractivo. Siendo un mundo abierto, uno de los pilares de juegos se sustenta en la movilidad por el extenso mapa en el que el jugador deberá utilizar su moto para desplazarse. Un mapa lleno de rincones, misiones secundarias y caminos estrechos que suponen un reto y un divertimento a parte iguales. Así, el jugador, más allá de la exploración, debe aprender a sobrevivir en un mundo donde los recursos escasean como, por ejemplo, la gasolina. El modo de moverse por el juego actúa, pues, como una parte indispensable para adentrarse en la narrativa de supervivencia que propone Bend Studios. Igualmente, este sistema también enfrenta al jugador con el universo post-apocalíptico por sus paisajes desoladores y desérticos: un escenario de campamentos militares, civiles y de saqueadores; de pueblos en ruinas; y de masivas hordas de infectados que arrasan en una naturaleza deshabitada.

Asimismo, el juego ha pasado por unos años llenos de controversia. Principalmente, debido a las críticas con escaso fundamento que lo calificaban de «decepcionante» – tal vez, las comparaciones con The Last of Us (Naughty Dog, 2013) en cuento al argumento y desarrollo narrativo le jugaron una mala pasada – y, en parte, a los aparentes falsos datos que se utilizaron para justificar el fracaso del juego. Estas cifras supusieron un agravio comparativo entre productos de la misma distribuidora de Sony como Ghost of Tsushima (Sucker Punch, 2020) con unas ventas parecidas en contra de Bend Studio. Definitivamente, Days Gone ha sido uno de los videojuegos más injustamente tratados de los últimos años que pone en evidencia las diferentes varas de medir de la prensa especializada a la hora de valorar los juegos y sus consecuencias. Tales fueron los efectos que el estudio decidió cancelar la secuela prevista para el juego; algo que es una verdadera lástima porque el juego no se merece el trato que recibe ni el que recibió. Desde aquí, os recomendamos efusivamente que le deis una oportunidad a Days Gone, un juego que ahora está teniendo una segunda vida gracias a un sector de los jugadores y que, seguro, el tiempo recolocará en su sitio.

Javier Morales Núñez: Snowpiercer (Bong Joon-ho, 2013)

¡Quiero un filete! ¡Queremos pollo! Son las súplicas que proclaman a gritos los mugrientos habitantes del vagón de cola a los guardias de seguridad que intentan contener la vorágine de una rebelión que acaba de ponerse en marcha. Años después de que la Tierra se congele a cuenta de un experimento fallido para acabar con el calentamiento global, los restos de la humanidad sobreviven en un kilométrico tren que recorre velozmente un circuito de raíles que da la vuelta al mundo en un ciclo anual, en un viaje sin fin, gracias a la tecnología de un motor eterno situado en la cabeza de la máquina. Los de la cola se hartan de sus paupérrimas condiciones de vida y se proponen avanzar hacia los vagones delanteros, área que tienen completamente vetada. Allí moran los pudientes. Curtis (Chris Evans) es el encargado de liderar la revuelta, cuyo desarrollo cinematográfico supone un vigoroso espectáculo audiovisual en el que la lucha de clases, el cambio climático, la sostenibilidad y la (in)justicia social son protagonistas. Bong Joon-ho dirige una película estrenada en 2013 y que adapta la novela gráfica francesa Le Transperceneige (1982), de Jacques Lob y Jean-Marc Rochette. Recientemente se ha hecho una serie que se emite en Netflix, pero aquí no se entrará.

El sangriento periplo de Curtis y los suyos hacia los vagones delanteros, poblados por elegantes y sofisticados individuos, tiene una clara lectura política. El sur-periferia no aguanta más los abusos del norte-centralidad, el oprimido quiere también acceder a los privilegios del opresor. Por ejemplo, el disfrute con todos los sentidos de un jugoso y aromático bistec recién cocinado a la plancha. De hecho, Joon-ho utiliza el elemento gastronómico para ir desplegando la historia ante los ojos del espectador. En el tren, la clase baja está condenada a «alimentarse» a base de bloques de proteínas, que reparte con indolencia el personal de seguridad. Los niños marginales no conocen otra cosa y lamen con fruición sus tabletas gelatinosas, elaboradas en una enorme tinaja metálica a partir de miles de insectos blatodeos triturados vivos, tal y como descubren los rebeldes en su avance hacia la cabeza. Mientras el vehículo transita alocado sobre los raíles, extendidos por los helados paisajes de un planeta presuntamente inerte, el viaje interior de los insurrectos les lleva a una toma de conciencia cada vez más explícita y dolorosa sobre la posición que ocupan en «ese» mundo y sobre las puertas que deben tirar abajo para salir de él.

La ministra Mason (una memorable Tilda Swinton) es el elemento de enlace entre el vagón de cola y la élite. Ella es la encargada de bajar a la zona oscura y liderar la ejecución de los castigos, en nombre de la cabeza del tren. Es, por tanto, blanco del odio de la sedición. Con Mason, hecha rehén por Curtis y su grupo, espectador y amotinados conocen que, efectivamente, en el tren se cultivan frutas y verduras frescas, aún existe una reserva de proteína cárnica (de vaca y pollo) e, incluso, uno de los vagones alberga un acuario panorámico en el que prosperan diferentes especies de peces. Surrealista es, de verdad, la escena en la que, en ese vagón-piscifactoría, los rebeldes se sientan a degustar un buen plato de sushi, que solo se sirve dos veces al año para que la acuicultura del tren resulte circularmente sostenible. Ya lo dijo el señor Wilford (Ed Harris), el amo de la máquina: «Es más fácil sobrevivir en este tren si tienes algún nivel de locura». Con el vehículo descarrilado y una pareja de niños como únicos supervivientes, la última imagen que muestra la película de Joon-ho es un oso blanco caminando libre. ¿Resultarán sabrosos los filetes de ursus maritimus?

 

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