Representación, Ideología y Recepción en la Cultura Audiovisual

RIRCA recomienda: ficciones en la carretera (II)

Seguimos con las recomendaciones de ficciones en la carretera, haciendo hincapié en cómo la carretera se utiliza especialmente para representar realidades que quedan fuera de los usos comunes de la sociedad y se asienta cómodamente en el extrarradio de las cosas.

Gerard Bibiloni: The Living End (Gregg Araki, 1992)

Entre todo el jolgorio de progresismo social y desenfreno cultural que resultó ser la década de los 80, hay ciertas vetas oscuras y trágicas que recorren su código genético temporal. Una de ellas es, por supuesto, el VIH (Virus de Inmunodeficiencia Humana). El virus es el causante de aquello que conocemos como SIDA, siglas que significan «Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida». La procedencia del nombre resulta clara: hace referencia a ese conjunto de síntomas que se manifiestan en pacientes inmunodeprimidos por la presencia del VIH. Aunque han habido casos desde la década de los 50, fue a partir de 1981 que la tasa de infección escaló cuantiosamente y comenzó a concebirse como una pandemia de alcance mundial. De entre los primeros casos, un grupo considerable de ellos estaba conformado por hombres homosexuales, hecho que llevó a pensar que la causa de la manifestación del virus debía estar innegablemente ligada a los usos sexuales o a las prácticas comunes de este grupo sociocultural. Debido a este silogismo simplón —que no contaba con suficiente información como para que su conclusión gozara de ningún tipo de veracidad científica—, el virus del SIDA comenzó a llamarse GRID (Gay-related Immune Deficiency, o inmunodeficiencia asociada a la homosexualidad en español) o, en un ejercicio no solicitado de creatividad, «cáncer lila». Desde este momento, el destino de los hombres homosexuales en lo que a imagen pública se refiere va a estar ligado a la alargada sombra que el VIH proyecta en los territorios sobre los que arrasa.

Previa a la producción de su celebrada trilogía indie de la Teen Apocalypse TrilogyTotally Fucked Up (1993), The Doom Generation (1995) y Nowhere (1997)—, Gregg Araki se dejó influir por las circunstancias anteriormente descritas relacionadas con la pandemia del VIH y rodó en 1992 The Living End, que se centra en las aventuras por carretera de dos jóvenes homosexuales que plantean dos formas divergentes la una con la otra de entender la vida. Protagonizada por Craig Gilmore y Mike Dytri, esta temprana y notable película de Araki —considerada por la crítica como una iteración homosexual de Thelma & Louise (Ridley Scott, 1991) y como una de las primeras entradas al generoso mundo del New Queer Cinema— utilizará el símbolo de la carretera como representación de varias cosas, entre las que podemos encontrar la aceptación de uno mismo ante un evento tan traumático como verse contagiado por el SIDA o el aprender a lidiar con todos aquellos agentes negativos que buscan, por activa y por pasiva, sobreponer sus propios ideales prejuiciosos y herméticos a la configuración de un concepto de libertad en el que todo el mundo tenga cabida, independientemente de su condición, biología o filosofía de vida.

Laura Taltavull: Unpregnant (Rachel Lee Goldenberg, 2020)

En Missouri, una estudiante de secundaria de 17 años llamada Verónica (Haley Lu Richardson) se queda embarazada de su novio, a pesar de hacer un uso consciente y riguroso de anticonceptivos. Ella no puede abortar en Missouri sin el consentimiento de sus padres, y sus padres ultra-religiosos que se oponen al aborto nunca lo permitirán, por lo que convence a su mejor amiga de la infancia, Bailey (Barbie Ferreria), de la que se distanció años atrás, para que la lleve al estado más cercano en el que pueda hacerlo. Unpregnant de Rachel Lee Goldenberg es un híbrido de géneros cinematográficos que coexisten con dificultad al principio, pero se reconcilian, una vez que la historia avanza y adquiere fuerza. Es una película de viaje por carretera, con un fuerte contenido político, pero también es una comedia adolescente, a menudo alocada, sobre dos chicas que solían ser cercanas pero se distanciaron.

Bailey es una joven solitaria, criada por una madre soltera, lesbiana y bohemia, mientras que Verónica es la hija de un matrimonio conservador de clase media-alta, muy sociable y popular. Este dúo de viejas amigas conducirá a través de Oklahoma y Texas, en el robado deportivo del padrastro de Bailey, y, poco a poco, el profundo vínculo que las une resurgirá, porque, aunque ahora se mueven en diferentes mundos sociales, tienen una cosa mucho más importante en común: son dos mujeres jóvenes que luchan por su independencia y autodeterminación en una parte de Estados Unidos culturalmente conservadora y cristiana donde los hombres aprueban leyes para controlar sus decisiones y sus cuerpos.

A medida que avanza la historia, Verónica se exaspera cada vez más ante los obstáculos que se interponen entre ella y su deseo de no tener un hijo. Ella no es una persona imprudente. Lo ha hecho todo «bien», según la visión del mundo de sus padres: es una buena estudiante y la mayoría de sus decisiones están orientadas a llegar a ser una persona de provecho. Es monógama y tiene un buen novio, Kevin (Alex MacNicoll), un chico dulce, aunque un poco pegajoso y despistado, pero con el que nunca tuvo la intención de casarse o tener hijos. Sin embargo, el castigo de Verónica, ya sea por no ser abstinente o por no aceptar su embarazo inesperado como un deseo inalterable de Dios, es verse obligada a viajar en secreto 900 millas para llegar a la clínica más cercana e interrumpir su embarazo.

La película lucha con ambición por ser tantas cosas diferentes al mismo tiempo. Obviamente, el trasfondo sociopolítico del film es demasiado para caber en esta película, que también persigue el deseo de ser desenfadada y cómica, lo que funciona bien en contraposición con el tono serio de la misma. Los rasgos más conmovedores de la película son, sin duda, las sinceras actuaciones principales de Richardson y Ferreira. Al principio, ambos roles interactúan con una dinámica habitual en otras películas para adolescentes —que recuerda, en particular, a Booksmart (Olivia Wild, 2019)—, pero sus papeles crecen en profundidad con cada nueva parada en el camino. Destaca el modo en que la película muestra su vínculo, cada vez más estrecho. Los abrazos y lágrimas se minimizan, aportándole verosimilitud, porque cuando dos personas se entienden tan profundamente, no es necesario una ostentación de afectos, una sonrisa o un asentimiento conmueven profundamente.

Aitor Fernández de Marticorena Gallego: Smultronstället (Ingmar Bergman, 1957)

La pandemia del COVID-19 ha traído a la palestra la importancia de la soledad. El aislamiento físico se torna emocional y, en consecuencia, el animal social que yace en el núcleo de todo ser humano se remueve hasta activar estados mentales autodestructivos. En ello consiste también la vejez; la pandemia no ha hecho más que compartir, paradójicamente, la soledad de la senectud a jóvenes y adultos.

Ingmar Bergman, en el mismo año en que estrena Det sjunde inseglet (El séptimo sello, 1957), explora la vejez en su máximo estadio: la soledad del pensamiento. Smultronstället (Fresas salvajes) es una road movie en tanto que captura aquello que hace único al género, transmutar el viaje físico de un personaje en un viaje emocional. Seguimos las andanzas del doctorado Isak Borg (Victor Sjöström), un viudo de 78 años que se embarca en un largo trayecto en coche para recibir el título de doctor jubilaris en la Universidad de Lund para conmemorar sus cincuenta años de doctorado y entrar así en el ocaso de su vida. Lo acompaña reticente Marianne, su hija política embarazada de su único hijo. El viaje en coche comenzará pronto a convertirse en un caos de recuerdos, sueños, eventos reales y reminiscencias de la muerte inminente.

La experiencia de Smultronstället se encuentra encapsulada en su mismo título. Las fresas salvajes son dulces, furtivas y efímeras, símbolo de los pequeños momentos que definen una vida. En el mar de recuerdos de Isak cohabitan en desorden (así lo define el propio Isak hacia el final de la cinta) momentos dolorosos, secuencias cerradas bajo llave en la mente y experiencias crueles, pero también algunos instantes de lucidez, de felicidad en la vorágine. Isak debe aceptar los errores del pasado y dejar de aferrarse a las fresas salvajes de su vida hasta ahora para abrir camino a nuevas experiencias que, aun en la vejez, puedan permitirle crear nuevos vínculos emocionales y respirar su último aliento acompañado. Hay cabida en el existencialismo para la amistad y la alegría, para fresas salvajes que llenen de dulzor el paladar, aunque sea momentáneamente. Ingmar Bergman, maestro del séptimo arte, compuso en 1957 una tesis en dos partes (El séptimo sello y Fresas salvajes) sobre aquellos en los márgenes, sobre la inminencia de la muerte y los errores individuales. El mensaje es común: ante la visión de la muerte, uno debe saber mirar atrás, recordar que ha vivido y encontrarse satisfecho con el camino.

Raff Guardiola: The Straight Story (Una historia verdadera), David Lynch (1999)

David Lynch es un director cuyo estilo es altamente reconocible y que suele presentar productos fílmicos que se recrean en la rareza y la extrañeza o que, en muchas ocasiones, entroncan plenamente con el género surrealista, como ocurre con películas como Lost Highway (1997) o Mulholland Drive (2001), por citar dos de sus obras más conocidas, en los que los elementos narrativos se plasman sobre un lienzo que mezcla elementos surrealistas con el género neo-noir y elementos propios del thriller psicológico . The Straight Story, por otro lado, es una película extraña, pero solo porque quien la dirige es David Lynch.

La película, que está basada en hechos reales, cuenta la historia de Alvin Straight, un hombre ya anciano que presenta problemas de salud evidentes y que mantiene hábitos de vida poco saludables, especialmente el tabaquismo y que vive con su hija, Rose. Un día el hermano de Alvin padece un derrame y Alvin, temiendo por su vida, quiere visitarlo una última vez, si bien sus problemas de salud le impiden conducir (y, en cualquier caso, ni él ni su hija tienen vehículo propio), por lo que decide hacer todo el camino de 240 millas desde Iowa hasta Wisconsin en cortacésped. Durante el viaje Alvin se encontrará con mucha gente de muy distinto corte: una joven embarazada que ha huido de casa, un grupo de ciclistas, etc. Con ellos entabla conversaciones que van más allá de lo superficial y que en ningún caso convierte a ningún personaje en algo risible, criticable o estereotipado.

Lo más importante, no obstante, es cómo el viaje físico de Alvin se convierte en un viaje a su pasado. En cada una de las paradas y de las conversaciones, el recuerdo de su hermano hace acto de presencia, mostrando la estima de Alvin hacia Lyle y sus intenciones de hacer las paces con él tras años de estar peleados. Se recuerda su juventud, el recuerdo de su noviazgo y boda, los malos hábitos y cómo estos se superaron. El reencuentro final es emotivo pero austero, y toda la trama gira alrededor del viaje de Alvin, si bien encuentra su esplendor en la imagen sobria pero afable del medio oeste americano, una belleza que huye de los sentimentalismos vanos y que nos presenta una historia franca, sencilla, directa o, como reza el título straight.

Guillermo Amengual: Sans toit ni loi (Agnès Varda, 1985)

En el año 1950, el director japonés Akira Kurosawa estrenaba Rashomon, un film construido a partir de una estructura narrativa fragmentada que gira en torno a un crimen del que solo conocemos tres relatos que corresponden a los tres puntos de vista de los implicados en el suceso. Kurosawa, que deja al espectador con la incógnita de saber cuál de los relatos es el verdadero, fue galardonado con el León de Oro del Festival de Venecia y con el Oscar a mejor película internacional.

En Sin techo ni ley (1985) la directora francesa Agnès Varda –realizadora de films como Cléo de 5 a 7 (1962) y Una canta, la otra no (1977)- abre el film con el descubrimiento del cuerpo sin vida de una joven vagabunda.  A partir de este suceso Varda desarrolla un relato con evidentes influencias del clásico de Kurosawa, solo que, esta vez, en vez de centrarse en la fragmentación del punto de vista ante un suceso delictivo, construye el retrato de su protagonista a través del recuerdo y los relatos de aquellos que la conocieron durante un corto período de tiempo.

Después de mostrarnos el triste desenlace de su protagonista, la realizadora nos habla directamente a través de una voz en off con la que pretende evocar un tono documental con la que nos anuncia su voluntad de rendir tributo a la memoria de la fallecida. Agnès Varda construye un discurso de cómo nuestro retrato no es tan solo aquello que nosotros pensamos que somos, ni siquiera algo tan objetivo como nuestro rostro, nuestro físico… nuestro retrato lo construyen los demás, aquellos con los que hemos interactuado y que se encargarán, cuando ya no estemos, de construir nuestra memoria, nuestro rostro, a través de sus recuerdos, de sus palabras, de sus silencios.

«No sabía nada de ella, aunque me parece que venía del mar» afirma Varda mientras vemos como la protagonista, Mona Bergeron, interpretada magistralmente por Sandrine Bonnaire, sale del mar desnuda como si se tratase del retrato del nacimiento de Venus. La belleza de la escena y de las palabras de la directora se contraponen radicalmente a la escena anterior -el cuerpo sin vida de Mona- y con las que veremos a continuación. La imagen idílica, aunque siempre en búsqueda de la verdad y la belleza intrínseca e inocente, que tiene Varda de su personaje -pues está claro que ella ama a todos y cada uno de sus personajes que habitan su filmografía- es muy diferente del que tienen aquellos que han podido conocer a Mona en sus últimos días con vida como vagabunda: malviviendo como okupa en cualquier lugar que encuentre, acampando en cementerios, haciendo autoestop en la carretera… La ven como una persona sucia, despreocupada, malhumorada, vaga… aunque poco a poco esa imagen va cambiando al ver los recuerdos de quien vieron a una Mona trabajadora, alegre, amante de la música, confidente… Al final es labor del espectador construir en su propio recuerdo la imagen de esta particular protagonista que va de un lado a otro sin techo ni ley que la ampare y, a la vez, la oprima hasta su trágico final.

 

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