RIRCA recomienda: una aproximación al género biopic (II)
Continuamos esta nueva entrega de recomendaciones de películas biográficas. Todas representan el género en su máxima expresión e, independientemente de la opinión que uno tenga sobre el biopic como género, vale la pena darles una oportunidad.
Gerard Bibiloni Isern: Diving Bell and the Butterfly (Julian Schnabel, 2007)
Echemos la vista atrás y retrocedamos a la antigua Grecia, cuando el pensamiento naturalista arcaico triunfaba en manos de los promotores del arkhé presocrático y se creía, a pies juntillas, que el mundo estaba lleno de dioses. De entre los trabajos de los pitagóricos, seguidores de Pitágoras y sus teoremas matemático-musicales, surge la expresión soma sema, esto es, el cuerpo es una tumba. Expresión de larga tirada filosófico-religiosa —arraigando en la concepción más elementalmente antropológica de Platón de la transmigración de las almas al mundo de las ideas e inevitablemente sangrando en la constitución de los preceptos cristianos—, hace referencia exclusivamente a cómo el cuerpo actúa de prisión para el alma inquieta, como si el primero funcionara como un receptáculo o, si se quiere, una camisa de fuerza para la segunda. Hoy en día, tras un período que bien podríamos considerarlo como de desecularización indiscriminada, casi como si hubiésemos dado de lleno con una verdadera era ilustrada, el concepto parece haber perdido fuerza en pro de un nihilismo que, a ojos de la ciencia, resulta tan atractivo como racional. Sin embargo, el soma sema sigue encontrado espolvoreadas por ahí alguna que otra representación cultural. Con The Fountain (2006), Aronofsky nos llevaba a conceptuar una descorporeización del alma para tratar temas tan cargados de significación como el amor, el tiempo o la religión, conceptos que solo alguien con el temple de Aronofsky sabría equilibrar. En un planteamiento algo más desenfadado, pero quizás equiparable a nivel existencia, los gigantes de la animación Pixar y Disney nos entregaban Soul (Pete Docter & Kemp Powers, 2020) para hablarnos de cómo aquello que cultiva el alma en el planeta Tierra tiene una explicación previa al nacimiento y una pervivencia posterior a la muerte en una suerte de mundo desgajado de cualquier materialidad estrictamente terráquea.
Es en esta línea en la que, perfectamente, podemos considerar esta Diving Bell and the Butterfly (2007), del pintor y director de cine Julian Schnabel. Su argumento nos lleva a unos sucesos realmente acontecidos en 1995, cuando Jean-Dominique Bauby, el redactor jefe de la relevante revista francesa Elle sufre una grave embolia que a sus 43 años, no solo lo induce en un coma de tres semanas de duración, sino que también, al despertarse, se da cuenta de que no puede moverse, así como tampoco comer, hablar o respirar sin asistencia médica y mecánica. Se ha quedado totalmente paralizado. Sufre de un caso agudo de «locked-in syndrome» o «síndrome de cautiverio», una rara afección neurológica en la que el paciente está alerta, pero no puede llevar a cabo ninguna de las acciones citadas. Como espectadores, somos testigos directos del hilo de pensamiento del protagonista, interpretado magistralmente por un insuperable Mathieu Amalric. La cámara se coloca donde queda la cabeza de Bauby, favoreciendo esa transformación empática del espectador con el personaje representado en la pantalla. Dada la gravedad del asunto, y debido a su prácticamente completa parálisis, Bauby tiene que verse protagonista de un proceso de reaclimatación al mundo, uno en el que tiene que configurarse su propio entretenimiento mediante una imaginación que, vistas las circunstancias, se agudiza por momentos y en el que tiene que volver a aprender a comunicarse a través de nuevos códigos que le son ajenos. En resumidas cuentas, Bauby tiene que reinterpretar la relación que mantiene con su entorno más directo a través de una perspectiva que, forzosamente, se ha visto radicalmente zarandeada.
En Diving Bell and the Butterfly hay un doble proceso de conexión. El primero sucede en terreno diegético con las nuevas maneras que idea Bauby, junto a un equipo de competentes médicos, para comunicarse esforzadamente con sus seres queridos y demás sujetos, situación que le permite romper metafóricamente con esa «diving bell» —o «escafandra», según su traducción hispana—, que es su limitado cuerpo, y poder disfrutar de la libertad simbólica de la «butterfly» (mariposa), que vendría a ser la relación con los demás o, de forma más general, la vida vivida. Este juego de símiles no hace otra cosa que redoblar esa idea que planteábamos en el primer párrafo con el soma sema: Bauby se ve, siguiendo aquello que conceptualiza la expresión, enterrado en su propio cuerpo. La segunda relación, ya rompiendo con la plástica cuarta pared que nos plantea el séptimo arte, se traza entre el espectador y el protagonista. Diving Bell and the Butterfly nos coloca en el páramo de la experiencia subjetiva individual a través de una perspectiva única: la del Bauby interpretado por Amalric, pero no como alguien visto desde fuera —terreno común en el cine—, sino viéndolo desde dentro. Con suerte, ninguno de nosotros tendrá que experimentar la tragedia vivida por Bauby, quien moriría dos años después víctima de una neumonía. Schnabel, a su manera, parece ser consciente de la improbabilidad de que alguien pase por ello. En su lugar, nos ha dejado un producto en el que, mediante el ecológico sistema empático, podemos formar parte, aunque sea parcialmente, del infierno de alguien enterrado en su propio cuerpo, pero también de alguien que hizo lo posible para, dadas las condiciones, cavar hacia fuera y tratar de reconectarse con el mundo que le rodeaba. Dentro de la tragedia encontramos pequeños destellos que nos indican que la rendición no tiene por qué colocarse en los primeros puestos del inventario de opciones de nadie.
Aitor Fernández de Marticorena Gallego: Bronson (Nicolas Winding Refn, 2008)
El británico Michael Gordon Peterson (nacido en 1952), más conocido como Charles Bronson, es un misterio de la humanidad. Por una parte, se trata de un hombre violento cuya vida se podría definir como una larga estancia en prisión, a caballo entre el confinamiento y el tratamiento psiquiátrico. Por la otra, es un artista inspirado en Salvador Dalí (ha llegado a cambiar su nombre por Charles Salvador en honor al pintor) y fundador de la Charles Salvador Art Foundation, con el objetivo de ayudar a aquellos menos afortunados que él. Tanto es así que una de sus pinturas fue subastada en 2016 para financiar el tratamiento de un niño con parálisis cerebral. El propio Bronson definió esta paradoja en el libro biográfico (publicado en el año 2000) de Roger Ackroyd sobre la figura: «soy un buen tío, pero a veces pierdo el sentido y me vuelvo peligroso. Eso no me hace malvado, solo confundido».
Nicolas Winding Refn, director de Bronson y mente tras uno de los grandes hitos del cine moderno, Drive (2011), es un kubrickiano de corazón. Bronson es, a su manera, un A Clockwork’s Orange pasado por el filtro de Refn, un discurso sobre ultraviolencia fundamentado en la noción de que algunas personas nacen con tendencias malignas en las venas. La referencia conceptual es obvia, como también lo es la fílmica: dirigida y escrita como si de una cinta de Guy Ritchie se tratara, con un montaje y humor arbitrario que mucho tiene de Wes Anderson. El mérito de la cinta es sentirse como propia a pesar de sus muchas influencias y referencias cruzadas, enmarcada, además, en los constreñidos límites de una biografía.
Dadas las circunstancias de Bronson y de las referencias de Refn, es natural que la comedia negra fluya por el organismo de Bronson. Existe una relación intrínsecamente humana entre el humor y el horror. El primero rebaja la tensión del segundo al tiempo que lo remarca. Hay algo de tétrico en que Bronson sienta la violencia que ejerce como cómica. Viendo la película, uno no puede evitar sentirse tan confundido como el propio Bronson. A veces, el humor puede encontrarse en agentes externos, como un baile en pleno sanatorio al ritmo de los Pet Shop Boys; otras, emplea el surrealismo de un vodevil como herramienta de introspección.
Las escenas de vodevil, en que Bronson expone ante un público cómplice en un espacio liminal distintas reflexiones y episodios de violencia, son, quizás, las decisión más acertada de la cinta. Refn hila un discurso complejo a través de ello, y es que el Bronson de la cinta es un bufón que lleva su violencia a terrenos artísticos, al que el mundo le ríe las gracias cuando comete actos de violencia y cuyo rechazo general lo reafirma como ente aislado de la sociedad y genera su violencia. Violencia, violencia, violencia. Transparente, pero incomprensible a ojos de cualquier humano en un estado mental medio. Ahí radica el horror de la cinta y el interés tras la figura de Bronson.
Si bien sus virtudes son muchas, Bronson alarga su estancia. Todas sus decisiones estructurales y narrativas son profundamente interesantes, pero terminan resultando algo cargantes en su repetitividad, donde uno desconecta al alcanzar la quinta o sexta escena de vodevil seguida de su consiguiente escena de violencia absurda. La repetitividad aclara el mensaje al tiempo que lo frustra. Esa parece la idea de la cinta: repetir tanto su violencia que, como Bronson, el espectador la termine naturalizando. Conecte o no el lector de este texto con el estilo de la cinta, por suerte, las virtudes de la fotografía y dirección, un Tom Hardy en lo más alto de su carrera y una atmósfera general irreproducible compensan el ligero tedio. Incluso el propio Charles Bronson/Salvador aprobó su caracterización en la cinta y elogió una actuación tan realista por parte de Hardy que se sentía «un Bronson inferior».
Nuria Vidal: The Electrical Life of Louis Wain (Will Sharpe, 2021)
Unos de los objetos de los biopics son las vidas de los artistas. Desde eventos que determinan su conducta – normalmente conflictiva y destructiva gracias a la fama y el éxito – hasta aquellos sucesos que los inspiran en su arte. Si nos adentramos en esta clase de biopics, la vida de pintores/as es una de las más significativas. Por la pequeña y gran pantalla han desfilado aproximaciones biográficas de artistas de renombres como Picasso (Surving Picasso, Genius T2), Van Gogh (Loving Vincent, At Eternity’s Gate), Turner (Mr. Turner), Vermeer (Girl with the Pearl Earing), Miguel Ángel (The Agony and the Ectasy) o Kahlo (Frida); además de la reivindicación de artistas contemporáneos como Georgia O’Keefe, Pollock o Basquiat. En este contexto se ubica la recomendación de hoy: The Electrical Life of Louis Wain (2021) que, como su título indica, sigue la trayectoria del prolífero ilustrador británico Louis Wain famoso por su obsesión por pintar felinos en todas sus formas, tamaños y colores.
Siendo el proyecto soñado de Benedict Cumberbach, quien protagoniza y produce la película, el guion de Will Sharpe y Simon Stephenson permaneció aparcado desde 2014 hasta su rodaje años después. Un film que parecía maldito ya que, a pocas semanas de su comienzo, la actriz principal se desvinculó de la producción. Así, Claire Foy sería el reemplazo perfecto en el proyecto de su íntimo colega con quien coincidió en la película independiente Wreckers (2011) en el inicio de sus carreras. Un pequeño favor entre amigos que pudo mantener la filmación en marcha.
La cinta nos sitúa a finales del siglo XIX donde seguimos a Louis Wain desde su juventud hasta su vejez. Una estructura clásica que alterna pasajes que marcaron su existencia, personas que le inspiraron a encarar su expresión creativa y, por supuesto, su trágico final. En especial, la película se centra en su relación con su entorno familiar compuesto exclusivamente de mujeres. Por un lado, su matrimonio con Emily (Claire Foy); y, por otro lado, sus disputas con sus ruidosas hermanas – Caroline (Andrea Riseborough), Josephine (Sharon Rooney), Claire (Aimee Lou Wood), Marie (Hayley Squires) y Felicie (Stacy Martin). Unos momentos biográficos entre la comedia y la tragedia que se combinan a la perfección para crear una radiografía completa y compleja del personaje sin olvidar las historias secundarias. En la película, cada personaje tiene algo interesante que aportar y lo hace sin histrionismos melodramáticos propios de estos biopics de época. Igualmente, frente a la excentricidad y condición antisocial del personaje, encontramos un relato más profundo acerca de las vicisitudes económicas de la época y de la exploración del trauma a través del viaje de Wain. Una vida condicionada por su constante contacto con la enfermedad y la muerte que proporciona una inestabilidad emocional en el personaje; es ahí donde la narración y la estética brillan. La película nos hace participes del mundo interior de Wain a partir del pictoricismo de sus imágenes. Un onirismo que atraviesa toda la cinta y que refleja el estado psicológico del protagonista tanto en sus momentos felices como agónicos. Algo que también se aprovecha para retratar y comprender su evolución artística a lo largo de su vida en paralelo a los eventos traumáticos de su biografía.
La exquisita fotografía y unas interpretaciones excepcionales – destacando Cumberbatch, Foy y Squires – rematan un film que pone en relevancia los artistas del arte popular como también lo hacen largometrajes como Big Eyes con Margaret Keane o Maudie con Maude Lewis. The Electrical Life of Louis Wain es un precioso y estimulante biopic que demuestra una personalidad narrativa y visual desbordante. En definitiva, de lo más interesante del género en los últimos años.
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