Sobre Koreeda (XIII): «Shoplifters» (2018) o los límites de la bondad
Tras su breve, pero siempre interesante idilio con el género thriller en The Third Murder (2017), Koreeda sorprendió al mundo con la que muy probablemente sea la pieza más celebrada y laureada de su carrera como director de ficción: Shoplifters (2018). Ganadora de la Palma de Oro en la septuagésima primera edición de Cannes y de varios premios en Asia, así como nominada a los Globos de Oro y a los premios Óscar en la categoría de “Mejor película extranjera”, Shoplifters nos cuenta la historia de Hatsue (Kirin Kiki), Nobuyo (Sakura Ando), Osamu (Lily Franky), Aki (Mayu Matsuoka) y Shota (Kairi Jo), una familia que por circunstancias varias vive en la pobreza y se ve forzada al hurto en tiendas locales para poder subsistir. Una noche fría, cuando Osamu y Shota —según la relación que nos introduce la película: padre e hijo— están volviendo a la casa que comparten los cinco miembros, se encuentran con Yuri (Miyu Sasaki), una niña pequeña que vive en su mismo vecindario y ha sido encerrada en el balcón del apartamento donde vive con sus padres. La recogen para llevársela a casa con la intención de darle de cenar y luego devolverla, pero tras revisarle los brazos y descubrir signos de abuso físico, deciden quedársela y criarla como una hija más.
Esta película, su decimotercer esfuerzo dentro del séptimo arte, supone una vuelta de buena fe al terreno del drama doméstico que tantas veces se había planteado como la tónica dominante en la filmografía del director. Es, de hecho, el elemento que caracteriza su cine: la idea de familia sometida a varias revisiones en función de las vivencias personales del propio Koreeda y de los usos contemporáneos en lo que a materia de convivencia se refiere. Sin embargo, con esto no estamos tratando de decir que el tokiota dejara de lado lo planteado con The Third Murder, película que una parte considerable del público se apresuró en tachar como una salida de tono de aquello que hacía grande a Koreeda, llegando a considerarla como un trabajo menor. Sino que, más bien, en Shoplifters el director integra la crítica discursiva de su anterior película —generalmente dedicada a señalar la mass media como engendros sensacionalistas y amarillistas (Muñoz Garnica 2022, 335)— para ofrecer un mapa analítico general de cómo se tratan cuestiones como el “secuestro” o el “asesinato” dentro de la línea editorial del sistema televisivo. Supone, de hecho, un juicio esperable por parte de un director que tantas veces hemos caracterizado como “humanista” y que prefiere entender los hechos como una concatenación de causas más que como estallidos sui generis repentinos. Dirá Koreeda en una entrevista con los medios británicos:
En Japón ocurren muchos crímenes, pero la gente tiende a verlos como una cuestión de responsabilidad individual. Ven que es el problema de una u otra persona, más que algo nacido de la sociedad y sus enfermedades. Así que simplemente la castigan —porque es culpa suya, su responsabilidad individual— y lo tratan como si no fuera más que eso […]. Yo creo que el crimen es algo que nace de la sociedad y, por tanto, es responsabilidad de esa sociedad. (Jacoby 2018 en traducción de Muñoz Garnica 2022, 335)
Estamos, por tanto, ante un producto que bien podríamos considerarlo como elemento totalizante de la obra de su director. En él encontramos aquello que lo caracteriza desde sus inicios, en tanto que el elemento familiar supone el eje central de algo como Maborosi (1995), pero con los avances traídos a colación por su propia biografía —recordemos cuando al hablar de Like Father, Like Son (2013) y After Storm (2016) incidíamos en el papel de padre que comenzó a desempeñar Koreeda en su vida privada y cómo renovó su visión e idea de la familia— y por una modernidad que tiene que ser leída de cerca, sin saltarse ninguna coma, pues trae consigo demasiadas complejidades como para que uno pueda permitirse el lujo de una lectura superficial. Como avisamos siempre: en este análisis de Shoplifters, hay spoilers.
Ya desde el comienzo, la tónica general que nos presenta Shoplifters nos indica que estamos entrando en terreno conocido y familiar, si bien con un giro que nos introduce de lleno en las circunstancias socioeconómicas de los protagonistas. Padre e hijo están en una tienda comunicándose mediante gestos para indicarle el uno al otro cuándo coger el objeto designado para ser robado. La escena se desarrolla con un aire relativamente cómico, casi referenciando directamente las divertidas escenas de las heist movies clásicas en las que la gracia del momento consistía en el juego del despiste, del no ser visto. Sin embargo, reincidimos en el trasfondo socioeconómico que permea este tipo de escenas. Estas dinámicas de yuxtaposición —¿o quizá sería mejor decir de convivencia?— entre dos esferas que parecen pertenecer a humores distintos son comunes en la poética cinematográfica propia de Koreeda. Basta tirar de filmoteca. En algo tan temprano como Maborosi, ya vemos explosiones de vida entre la sofocante melancolía de una atmósfera que referencia de forma prácticamente directa el duelo y la depresión al enfocarnos a unos niños jugando por los húmedos páramos costeros de Japón. Aun así, será en películas como Nobody Knows (2004) —que puede entenderse, prácticamente, como la antecesora directa de esta Shoplifters— o Air Doll (2009) donde la coexistencia entre los momentos vividos y los sufridos se elevará como una de las piezas centrales de sus historias. Koreeda no se decanta —y bien que hace en no hacerlo— por una visión eminentemente pesimista u optimista de la vida, sino que evalúa la situación desde un punto de vista que invita al naturalismo de quien quiere entender qué hay detrás de los discursos y las acciones efectuados por los individuos. De esta manera, es normal que en Shoplifters, teniente de una atmósfera y unos espacios que rápidamente sabríamos colocar en el lado indeseable de las cosas, tengamos escenas como el rebautizo de Yuri, las actividades en la playa o la cómoda y divertida escena de sexo entre Nobuyo y Osamu. Es una forma elegante y sentida de decir que en la marginalidad, sigue habiendo vidas que merecen ser vividas no importa cuán al margen de la sociedad se sitúen.
Koreeda no acostumbra a buscar antagonistas en sus películas, y en el caso de que así sea están tan difuminados en el éter de la dialéctica teórica contemporánea que, en ocasiones, pareciera que ni siquiera existieran. Esto es algo que debería habernos quedado claro con su anterior película, The Third Murder, en la que hay un personaje que es eminentemente susceptible de convertirse en antagonista/villano —el Misumi interpretado por Koji Yakusho—, pero que a partir del trato humanista de la poética de Koreeda pasa a ocupar un espacio mucho más afable para el espectador. En el caso de que quisiéramos, por la fuerza, encontrar un verdadero antagonismo en algo como The Third Murder, tendríamos que prestar atención a las fuerzas discursivas del orden y la moralidad de la Japón contemporánea, esto es, prejuzgar al «Otro» —en este caso, un «Otro» que también se configura a través del marbete de “criminal”— como un ente tan alejado de la homogeneidad social que llega a convertirse en algo insalvable. En Shoplifters sucede algo por el estilo, convirtiéndola en una dignísima secuela espiritual de la mencionada película anterior. En un orden normalizado de las cosas —si nos guiáramos, claro está, por la tendencia comercial cinematográfica y no por los preceptos estético-narrativos de algo como el “neorrealismo italiano”—, los antagonistas serían la familia protagonista. Defraudan al sistema, roban y llevan a cabo acciones cuya penitencia escala hasta alcanzar lustros en prisión. Son, además, representaciones y reiteraciones —en este caso, a modo de personaje colectivo— del «Otro». Sin embargo, Koreeda los coloca en el centro de su historia y los convierte en personajes tan simpáticos que nos resulta extraño mirarlos desde otro prisma que no sea esencialmente positivo. El director los humaniza y los convierte en radiadores de empatía que permiten un vínculo de reconocimiento con el espectador. Desde esta perspectiva, dejarían de ser los antagonistas, dejando el marbete para las fuerzas humanas del orden, esto es, los policías e investigadores detrás del caso de “secuestro” de Yuri. Pero las cosas no son tan simples. A estos personajes tampoco los vemos desde un prisma totalmente negativo, sino que reconocemos el choque dialéctico que hay entre ambos mundos —lo céntrico versus lo excéntrico— y entendemos la posición en la que se encuentra en tanto que herramientas útiles del sistema. Un sistema que, en última instancia, podría servirnos como elemento saturante del hueco argumental destinado al antagonista. Al fin y al cabo, los investigadores llevan a cabo un trabajo fomentado por una praxis ético-legislativa determinada que confía plenamente en la ecología sistemática que une todas las instituciones. Son marionetas de una narrativa determinada que les hace creer que alguien como Yuri, una niña que planteaba claros signos de abuso físico —por no contar las pequeñas instancias de estrés postraumático que la conectan con la vida que compartía con sus padres biológicos—, está mejor con su abusiva y disfuncional familia putativa. Quizá la identificación del sistema como antagonista principal de la historia resulte algo vago, e igual pudiéramos reducirlo a aquellos departamentos destinados a asuntos sociales y prácticas legislativas y judiciales, pero lo que queda claro es que de estas prácticas discursivas surgen toda una serie de circunstancias que afectan negativamente a algunos individuos. La escena final de la película viene a subrayar esta misma idea: Yuri jugando en el mismo balcón en el que sus padres la habían dejado encerrada, planteando de forma francamente implícita la dolorosa idea de que el ciclo de abusos al que se vio sometida la niña y que se interrumpió con la llegada de la otra familia va a volver a comenzar.
La conclusión a la que llega Koreeda puede parecernos muy concreta, pero goza de una universalidad apabullante. La discursiva dominante ha abandonado su cauce tradicional e inamovible para transformarse con el paso de los años y adecuarse a las nuevas necesidades cambiantes de la lógica sistémica líquida. En lugar de acomodarnos en una asimilación pasiva de los preceptos usuales del sistema, tenemos que saber acoger posturas críticas ante aquellas situaciones en las que los principios de legalidad choquen gravemente con lo humano. Shoplifters reincide en la máxima de que no porque algo sea legal signifique obligatoriamente que vaya a estar bien. Los intersticios de la experiencia humana acostumbran a presentar profundidades abismales y lidiar con ella, en ocasiones, requiere de un verdadero trabajo de fondo. Al fin y al cabo, al otro lado de las leyes, los crímenes y los procedimientos judiciales siempre va a haber un ser humano en una posición de notable vulnerabilidad.
JACOBY, A. 2018. ««Is blood enough?» Koreeda Hirokazu on makeshift families and Shoplifters». BFI, 23 de noviembre de 2018. Recuperado de aquí.
MUÑOZ GARNICA, M. 2022. Hirokazu Koreeda. Madrid: Cátedra.
Graduado en Lengua y Literatura Españolas por la Universidad de las Islas Baleares (UIB), donde también cursó el Máster en Lenguas y Literaturas Modernas —especialización en Estudios Culturales— y el Máster de Formación de Profesorado y donde se encuentra actualmente realizando un Doctorado en Filología y Filosofía. Interesado en el panorama ‘queer’, la ecocrítica y las representaciones discursivas y ficcionales de la otredad, acude a la llamada de las artes en busca de refugio y santuario para evitar perder el poco juicio que le queda.