Vivir para recordar a los que no están. «Drive my car» (Ryûsuke Hamaguchi, 2021)
Durante estos últimos años podríamos afirmar que el cine procedente del continente asiático cada vez está teniendo más impacto y presencia a nivel global. Por fin un cine que lleva décadas y décadas dándonos grandes obras maestras del cine comienza a ser popularmente reconocido y admirado. La industria (o la academia) cinematográfica americana siempre fue un tanto reacia a reconocer talento cinematográfico más allá de sus fronteras. Europa fue lo más lejos a lo que llegaron. Por supuesto el cine oriental se mantuvo lejos salvando ciertas excepciones.
El fenómeno de Parásitos (Bong Joon-ho, 2019) supuso un hito en la historia del cine si atendemos a su apoteósica victoria en la gala de los Oscar de 2020. Premio a mejor película de habla no inglesa, premio a mejor guion original, premio a mejor director y premio a mejor película. Ni el propio director se lo podía creer. Este año 2022 parece que se avecina un hito similar. Drive my car llega arrasando en numerosos festivales y certámenes (Cannes con el premio a mejor guión, los Globos de oro con el galardón a mejor película extranjera…) y también muchas nominaciones en los BAFTA y en los Oscar. La cinta japonesa cuenta con nominaciones a mejor película de habla no inglesa, a mejor director, a mejor guion original y a mejor película. Justo los mismos que se llevó su hermana coreana. Quizá vuelva a tener la misma suerte y arrase en la gala de la Academia.
Pero más allá de los premios, sabemos que las películas deben valorarse por sí mismas. La maestría y el valor de una película es dictaminado por cómo está escrita la historia que cuenta, por cómo está contada, por su lenguaje cinematográfico, por sus significantes… Drive my car sostiene todo ello con una maestría contenida y simple.
La nueva cinta del director Ryūsuke Hamaguchi -quien también ha estrenado este mismo año La ruleta de la fortuna y la fantasía (2021)- parte del relato homónimo del escritor Haruki Murakami. En ambas obras se relata la vida de un profesional del mundo del teatro que debe acudir a su trabajo acompañado de una chica que hace de chofer. El director parte de ciertos elementos del relato del escritor de Tokio blues (1987) para construir una historia llena de capas en las que el pasado y el recuerdo juegan un papel vital en el desarrollo de sus personajes.
La película comienza con el rostro de una mujer desnuda a contra luz. Le está hablando a su marido. Le cuenta una historia. Podemos ver la cara del hombre. De la mujer, solo reconocemos su cuerpo; su espalda. Durante los primeros cuarenta minutos de metraje (de las casi tres horas que dura la película) sabemos que ella, su esposa Oto, es guionista de series de televisión. Él, Yūsuke Kafuku, es actor y director de teatro. Está preparando una representación de Tio Vania; la clásica obra de teatro que Antón Chejov publicó en 1898. Ella graba cintas en las que lee el texto de los dramas en los que su marido está trabajando. Así el podrá reproducirlas durante sus largas travesías en coche y aprenderá las réplicas de sus partes; además del ritmo de las obras. Pronto se revela un punto de giro. Un conflicto. Sucede una desgracia. Él se entera de que Oto se acuesta con otras personas a sus espaldas. Kafuku no desvelar a su mujer que lo sabe. Pero, un poco más avanzada la película, Oto expresa su deseo de hablar con él sobre «un tema que le preocupa». Antes de poder hacerlo llega una segunda desgracia: la muerte repentina de la mujer.
Tras ese momento aparecen los títulos de crédito. Después de casi una hora de metraje. Lo que hemos estado viendo es el prólogo de la cinta. Es la pieza central que el espectador debe tener presente en todo momento para seguir el juego de los personajes, pues el peso de los sucesos de ese primer metraje será clave para entender parte del comportamiento y las tensiones que se desencadenen. Hamaguchi evidencia la importancia de esas primeras escenas de la película separándolas del resto de la película (a través de los créditos) para que el espectador recurra a ella de la misma forma que lo harán los personajes: a modo de recuerdo.
Años después de la muerte de su mujer, Kafuku, es contratado por una compañía de teatro de Hiroshima que pretende que el director haga una nueva revisión de Tío Vania en su festival de teatro. Él acepta el encargo y se dirige a la ciudad en su querido coche; que carga con el último resquicio de vida de su mujer al que se puede agarrar. Pronto aparecen dos giros que retan la compostura y costumbres de Kafuku. Los del festival le obligan a que –durante su estadio en Hiroshima- para trasladarse por la ciudad debe ir siempre acompañado de un chofer. No pueden permitir que ocurra un accidente que involucre a un profesional contratado. A pesar de mostrarse impasible y negado a ceder (la conducción de) su coche –recordemos que en cierta medida representa a su mujer- acaba cediendo ante la maestría en la conducción de Misaki Watari; una chica de 23 años introvertida y hierática.
El otro asunto conflictivo sucede durante el proceso de casting de la obra. Se presenta un joven que Kafuku descubrió acostándose con su mujer; escena que presenciamos en el prólogo. Se activa por tanto, en la mente del protagonista y del espectador, el recuerdo y el peso de ese amor incondicional de Kafuku por su mujer, el peso de su muerte, pero también la escena de la infidelidad que pudimos presenciar en el inicio de la cinta. Él, Ryu, es un joven adolescente con graves problemas de contención de su ira, arrogancia e ingenuidad.
Una de las muchas reflexiones que se plantean en la película de Hamaguchi es la relación del ser humano con la muerte. Los tres personajes centrales del relato -Kafuku y Misaki- deben lidiar con el peso de la muerte y la desazón que les supone el hecho de pensar (o darse cuenta de) que quizá podrían haber hecho algo para salvar la vida de esas personas que ahora tanto añoran. La muerte de Oto repercute en la vida profesional del dramaturgo -quien es incapaz de interpretar al Tío Vania- además de abrir un mundo de incógnitas incontestables sobre su mujer. Lamenta no haberla conocido realmente tal cual era. Él mismo nos cuenta la desolación que les causó a ambos el aborto accidental de Oto -de nuevo una muerte oprime el alma de los personajes- y cómo hizo que ella se distanciase de su realidad. Ese comienzo de la película, que narraba al principio de la reseña, en el que no llegamos a ver el rostro (a contra luz) de la mujer de Kafuku pero sí su cuerpo representa lo poco que él -en ese momento de la relación- conocía el director del carácter de su mujer aunque sí pudiese reconocer su cuerpo. Sabía que era ella, pero su personalidad era un misterio indescifrable.
El carácter de Misaki fue definiéndose a base de todas las palizas que le daba su madre de pequeña. A pesar de ese odio que crecía a cada golpe que recibía la joven, la misma muerte de su agresora acabó por hacer de ella una persona totalmente aislada y cerrada. La madre murió cuando la casa donde vivía se vino abajo. Misaki consiguió salvarse. Durante el derrumbe permaneció quieta mirando como su hogar se desvanecía. Cómo las paredes se desmoronaban y se llevaban consigo la vida de su madre. Pudo hacer algo, quizá, pero no lo hizo. Se quedó mirando.
Ambos personajes son interpretados magníficamente. Intentan llevar a cabo casi el mínimo gesto, pero a la vez lo expresan todo de forma contenida a través del diálogo y de esos silencios propios del método de dirigir de Hamaguchi que podríamos relacionar -y así lo dice el propio autor- con el cine de, sobre todo, Jean Renoir o de Robert Bresson. Es clave un ritmo pausado para entender la monotonía de la vida de los protagonistas. En ese silencio, en esa pausa y en esa templanza reside gran parte de la esencia de Drive my car. Se guardan para sí mismos esas emociones y esas palabras que jamás se atrevieron a decir a sus seres perdidos. Actúan como fantasmas en vida inseguros de sí mismos.
Tan solo en ese coche -que se convierte casi en una carroza funeraria alumbrada por dos velas que son los cigarros encendidos de ambos personajes- son capaces de expresar sus mayores inseguridades. Ya decía Abbas Kiarostami que un coche es el mejor espacio para desarrollar un diálogo: durante una vuelta en coche con más de una persona no hay lugar para huir de preguntas y asuntos incómodos. Y es que, a pesar de que los protagonistas del film sean opacos e intenten mantener un porte tranquilo y contenido, no pueden evitar sentir, padecer y desmoronarse ante lo que les supone la vida y la pérdida de personas que les marcaron. Es lo que les (nos) queda a los vivos, seguir viviendo el camino de la vida y recordar, entre otras cosas, a aquellos que ya no están.
Muchas cosas quedan en el tintero a la hora de escribir sobre esta gran obra de Ryūsuke Hamaguchi. Desde luego es una película que requiere ser pensada y reposada para llegar a percibir todo lo que nos dice. Ofrece una multitud de capas que discernir. Es además una de esas películas interesantes tanto en la propuesta principal que ofrece el mismo texto como las propuestas que exploran los personajes dentro de la ficción del film. Esa propuesta de Kafuku de realizar obras de teatro en la que cualquier idioma tiene cabida sin importar la procedencia ya sea japonés, alemán, mandarín, como hablar en lenguaje de signos. Esta es una de esas muchas capas de las que hablaba que hacen que Drive my car sea una propuesta muy interesante y emotiva que permite que nos aproximemos a ella desde múltiples perspectivas.
Graduado en Comunicación Audiovisual en el Centro de Enseñanza Superior Alberta Giménez (Universidad de Comillas). Apasionado por el cine, las series de televisión, los cómics y toda forma de arte secuencial. Interesado en toda obra filosófica, transgresora e innovadora.