Ciclo LGBTQ+: «My Own Private Idaho» (Gus Van Sant, 1991)
Previa a la década de 1990, la salud del cine queer se encontró a sí misma siendo objeto de una montaña rusa representacional. Comenzamos con lo sugerente y erótico del cine mudo de William Dieterle, con su Sex in Chains (1928) y de Jean Cocteau y su primera instalación de la trilogía órfica, Le sang d’un poète (1934), o con los trabajos místicos y turbulentos de un Kenneth Anger, como el cortometraje Fireworks (1947), que todavía estaba empezando a asentarse en el mundo del cine. Son proyectos en los que podemos reconocer un claro componente queer, pero no sin haber llevado a cabo toda una decodificación estética de aquello que se esconde a plena vista. La línea claramente vanguardista del concepto se irá desarrollando en décadas posteriores para ofrecer iteraciones mucho más evidentes o desveladas del código estético queer, encontrando a representantes tan relevantes como Andy Warhol y sus trabajos producidos a finales de la década de los 60 y principios de los 70 —Flesh (Paul Morrissey, 1968), Trash (Paul Morrissey, 1970)—, Chantal Akerman y su Je Tu Il Elle (1974), Derek Jarman y su revisión histórica punk en Jubilee (1978) o Rainer Werner Fassbinder y su artísticamente pornográfica Querelle (1982). La vena más avant-garde de la representación queer tuvo que compartir escena con un cine de cariz más comercial que se alejaba de las ambiciones de codificación estética de los trabajos mencionados. Digo «compartir escena» en un sentido metafórico, porque, si bien las películas mencionadas se han visto revaloradas en la contemporaneidad, en aquella época no gozaron de cuantiosos vítores. De esta manera, títulos como The Trials of Oscar Wilde (Ken Hughes, 1960), Children’s Hour (William Wyler, 1961), Victim (Basil Dearden, 1961) o Cruising (William Friedkin, 1980) supondrían grandes ejercicios de exposición mediática de sensibilidades queer que, sin embargo, la instrumentalizarían como fin argumental para conseguir llegar a conclusiones catárticas o para construir trabajos llenos de exploración dramática. Lo queer, en esta línea comercial, sufriría un proceso de fetichización a nivel argumental que poco o nada llegaría a conseguir para establecer el sangrante caso de la población LGBTQ+ en el contexto del estado de bienestar post-II Guerra Mundial.
Por suerte, llega la década de los 1990 y, con ella, todas aquellas personas que verdaderamente han prestado atención a los usos y desusos de la sensibilidad queer en lo que respecta a su vertiente cinematográfica comienzan a trabajar en sus proyectos y a publicarlos en contextos donde se les concede algo más de atención. Avalados por figuras como Derek Jarman, quien había seguido explorando su vena creativa durante los ochenta con títulos tan relevantes para estas líneas que escribo como The Angelic Conversation (1985) o Caravaggio (1986), nombres como los de Todd Haynes, Tom Kalin, Gregg Araki o Cheryl Dunye comenzaron a aflorar para reverenciar las vidas de los individuos LGBTQ+ y representar a través de ficciones sus propias interpretaciones de cómo ha sido la experiencia queer a lo largo de los períodos más cerrados del conservadurismo político y, sobre todo, de la entrada del VIH en sus vidas. Esto es lo que se conoció como New Queer Cinema o Queer New Wave, terminología acuñada por el académico B. Ruby Rich a través de la que quería reflejar el estado del cine LGBTQ+ en la época establecida. La película que hoy nos interesa, My Own Private Idaho (Gus Van Sant, 1991), no solo forma parte del New Queer Cinema, sino que supuso una de las piedras angulares que ayudó a catapultar esta vena de conciencia social cinematográfica a un nuevo nivel de popularidad nunca antes conseguida.
En My Own Private Idaho, seguimos el periplo físico-emocional de Mike Waters, un chapero narcoléptico interpretado por River Phoenix —quien ya había escalado en las listas de popularidad tras haber protagonizado películas como Stand by Me (Rob Reiner, 1986), The Mosquito Coast (Peter Weir, 1986) y Running on Empty (Sidney Lumet, 1988)— cuyos ataques repentinos de somnolencia y desmayo vienen precedidos por un retorno imaginativo y expresionista a su infancia, de la que ve pequeños retazos. Entre estas visiones, que intercalan nubes pasando a velocidad acelerada, porches vacíos y casas colisionando contra la carretera, destaca la de su madre, una figura extraviada en su memoria cuyo paradero resulta y resultará una incógnita a lo largo de toda la película. Porque, básicamente, de eso va una parte considerable de la cinta: Mike, con ayuda de su amigo e interés amoroso Scott (Keanu Reeves), se embarcará en un viaje por carretera en el que reconectará con su pasado a la vez que irá trazando un mapa, tanto físico como emocional, de unos Estados Unidos del extrarradio, demostrando que lo queer no es algo que solo represente cuestiones de sexualidad, sino que supone un concepto que pone de manifiesto la interrelacionalidad de esta cuestión con la economía o la política de un espacio-tiempo determinado.
Y es que una de las muchas cosas que hace de My Own Private Idaho una de las piezas centrales del New Queer Cinema tiene que ver con dónde pone Gus Van Sant el foco de su historia. Se beneficia de una laxitud narrativa muy propia de la literatura de la generación beat —al fin y al cabo, la película funciona como una adaptación parcial de la novela de John Rechy, City of Night (1963), cuyo estilo puede considerarse muy cercano al utilizado por figuras como la de Jack Kerouac o William S. Burroughs— para centrarse en los personajes que protagonizan el mundo que el director quiere reflejar. De esta manera, a parte de Mike y Scott, nos encontramos con figuras tan rocambolescas y shakesperianas como la de Bob (William Richert), una suerte de líder espiritual para el grupo de drogadictos y chaperos que comparten vivienda en un hotel abandonado de Portland. O uno de los favoritos, Hans, interpretado por un Udo Kier que, aunque no tiene la oportunidad de demostrar todo su potencial interpretativo, nos deja algunas de las escenas más memorables de toda la película, como aquella en la que canta su canción «Der Adler», planteando una clara referencia irónica a la icónica escena de Blue Velvet (David Lynch, 1986) en la que Dean Stockwell interpreta la canción de Roy Orbison «In Dreams». Sin embargo, considero que una de las bazas más importantes a nivel de comentario social que tiene la película se manifiestan en las breves entrevistas intercaladas en las que verdaderos chaperos, que también actúan en la película, cuentan sus experiencias en el complicado y turbulento mundo de la prostitución. Más allá de Shakespeare y de Rechy, Gus Van Sant se mete de lleno en la adaptación cinematográfica de la historia oral de estos chaperos que tan difícil les resulta subsistir en los tormentosos suburbios de la Portland de finales de los 80 y principios de los 90.
El espacio que ocupa My Own Private Idaho dentro de la nómina particular del New Queer Cinema está más que justificado. Uno de los elementos más notables de su configuración tiene que ver con cómo Gus Van Sant recoge todo aquello que había conformado la estética del cine queer anterior a My Own Private Idaho y lo actualiza para adecuarlo al contexto geográfico y social que requiere su película. A su vez, en los confines de este trabajo de Van Sant se asienta la constitución del punto de referencia que grandísimos títulos del cine queer —Totally Fucked Up (Gregg Araki, 1993), I Killed My Mother y Heartbeats (Xavier Dolan, 2009; 2010), Moonlight (Barry Jenkins, 2016), Summer of 85 (François Ozon, 2020)— tendrían como una de las máximas influencias a la hora de escribirse y producirse. En My Own Private Idaho se produce el matrimonio de la filosofía beat, tan segura de sí misma en su honestidad y libertad, con la sensibilidad queer más arraigada al contexto de lo emocional que al de lo revolucionario. La actuación de River Phoenix como Mike Waters, tan sensible e identificable, sigue fascinando e inspirando a los creadores contemporáneos a la hora de enfocar sus proyectos. Otra prueba más del producto atemporal —¿quizá inmortal?— que ha creado Van Sant.
Graduado en Lengua y Literatura Españolas por la Universidad de las Islas Baleares (UIB), donde también cursó el Máster en Lenguas y Literaturas Modernas —especialización en Estudios Culturales— y el Máster de Formación de Profesorado y donde se encuentra actualmente realizando un Doctorado en Filología y Filosofía. Interesado en el panorama ‘queer’, la ecocrítica y las representaciones discursivas y ficcionales de la otredad, acude a la llamada de las artes en busca de refugio y santuario para evitar perder el poco juicio que le queda.