«Great Freedom» (Sebastian Meise, 2021): la vida por un párrafo
Desde hace varias décadas, en el cine LGBT+ se ha llevado a cabo un proceso de revisionismo histórico —en este caso, positivo— que busca pintar un contexto general en el que los integrantes del colectivo tengan la relevancia que la historia les ha arrebatado. Ya sea a través de mecanismos argumentales que reivindiquen el paisaje emocional de sus personajes —Maurice (James Ivory, 1987), Brokeback Mountain (Ang Lee, 2005), Call Me by Your Name (Luca Guadagnino, 2017) o Portrait de la jeune fille en feu (Céline Sciamma, 2019)— o iteraciones que demuestren que los miembros del colectivo han tenido un papel importante en cuestiones sociopolíticas —Milk (Gus Van Sant, 2008) o Pride (Matthew Warchus, 2014)—, los productos culturales se están reconfigurando como herramientas de importantísimo valor para revisitar la historia y dibujar «nuevos» personajes en aquellos espacios que, perniciosamente, habían quedado vacíos. Es en estas mismas coordenadas que debemos entender la película que aquí nos ocupa: Great Freedom (Sebastian Meise, 2021). Es el turno de Austria para enmendar sus errores.
La película de Meise supone un ejercicio de unión de las dos líneas que comentábamos con anterioridad, en tanto que busca crear una narrativa que conecte emocionalmente con el espectador, aunque sea de forma mínima, y, a su vez, delinea un contexto legislativo que pone contra las cuerdas la política de un país que, para aquel entonces —la historia sucede entre 1945 y 1969—, se sostenía sobre preceptos ya en ese momento anticuados. Great Freedom nos cuenta una historia real, la de Hans Hoffmann —interpretado por un magnífico Franz Rogowski—, un exprisionero de un campo de concentración nazi que, nada más salir, lo vuelven a meter preso en una cárcel por su orientación sexual. Esto sucede porque, en las coordenadas temporales en las que nos sitúa la película, sigue vigente el párrafo 175 del código penal alemán, escrito en 1872, el cual se encargaba de penar todas aquellas relaciones homosexuales que se llevaran a cabo entre personas de sexo masculino. He aquí la primera herida: ¿cómo una ley que fue redactada en 1872 y que ha sido usada por el régimen totalitario nacionalsocialista todavía vale en una sociedad que busca reconfigurarse tras las terribles laceraciones políticas y sociales de la II Guerra Mundial? El interrogante es mayúsculo, sobre todo teniendo en cuenta la previa condición de prisionero en un campo de concentración del protagonista.
En la primera de sus incursiones en prisión —1945— que, como decíamos, se lleva a cabo justo al terminar su forzosa estancia en un campo de concentración, Hans entra sabiendo poco y mucho a la vez. Poco, porque nunca ha estado en instalaciones penitenciarias de ese tipo y no conoce el modus operandi de los presos; mucho, porque reconoce que los dedos que increpan lo malos hábitos no son tan distintos de aquellos que señalaban las cámaras de gas. El talante precavido de Hans en esta primera etapa está más que justificada, ya no solo por lo comentado hasta ahora, sino también porque su propio compañero de celda, Viktor —Georg Friedrich—, se pone en su contra al descubrir que está allí por el mandato de la oscura mano de aquellos que toman el párrafo 175 y lo acatan de forma inflexible. Su relación, que terminará pudiéndose contener dentro de los flexibles límites de un idilio amoroso, comienza de forma tortuosa para ambas partes, otorgándole al filme una cierta sombra de pesadumbre, desconexión e injusticia que irá evolucionando hasta convertirse en un aprendizaje destinado al entendimiento.
En sus dos posteriores entradas a prisión —1957 y 1969—, vemos a un Hans algo más versado en la ley del presidio, suponiendo su segunda incursión un punto medio en el que comprende el contexto en el que vive, pero no se siente lo suficientemente confiado como para formar plenamente parte de él, y su tercera entrada una nueva oportunidad de demostrarnos que la cárcel supone un segundo hogar del que, difícilmente, uno puede escapar por los lazos que lo unen a él. Al más puro estilo Down by Law (Jim Jarmusch, 1986), Great Freedom construye su propia ontología a la hora de lidiar con temas tan complejos como son las barreras —tanto propias, como ajenas—, la estructura binaria del libre/encarcelado y de cómo aquel que existe en los márgenes de la ley, lo hace a su propia manera, sin entrar en una rutina sistematizada que lo entienda como parte de un todo, sino como algo irremediablemente sui generis y atomizado. Y en el seno de un universo tan particular, donde cualquier llamada al hermanamiento parece estar condenada al fracaso, surge el roce, y con él, la amistad, el cariño, la relación.
Y aunque parezca que los anteriores párrafos han destripado algo de la historia, resulta que la película guarda otra sorpresa: su manejo del tiempo. En su reseña, David Ehlrich menciona como se opta por un enfoque «tralfamadoriano» a la hora de encarar las múltiples entradas de Hans en prisión. Para quienes vayan algo atrasados con sus lecturas de Kurt Vonnegut, los tralfamadorianos son una especie de alienígenas presentes en sus novelas que tienen la capacidad de concebir pasado, presente y futuro de un solo vistazo, ya no entendiendo el tiempo como una línea recta que se mueve irredimiblemente hacia adelante, sino como una especie de compleja maraña cuyas hebras se cruzan perpendicularmente de forma constante. Que el tiempo externo de la película se plantee de esta manera no debe resultar una rareza, en tanto que aquello que pretende comunicar está al servicio del mensaje anteriormente explicitado, esto es, cómo la legislatura del pasado, ante los nulos esfuerzos de modernización de una nación, siguen erosionando el pensamiento de un presente hipotético y, muy probablemente, de un futuro medianamente cercano.
Great Freedom representa lo mejor de esa línea revisionista que comentábamos al comienzo de este artículo. Conjura un espacio y un tiempo francamente peculiares: la Austria inmediatamente posterior a la II Guerra Mundial, por lo tanto ya tenemos la primera presunción de originalidad que lo aleja de algo que ya estemos acostumbrados a ver. Su mensaje cala hondo en una época en la que las mismas voces totalitarias con diferente indumentaria siguen trayendo a la palestra las mismas querellas prohibitivas. No estamos hablando de un fenómeno nacional, tampoco continental. El rastro hiede a escala mundial. Películas como la que nos plantea Sebastian Meise resultan más necesarias que nunca, un golpe sobre la mesa que reivindica los males que traen consigo naciones de talante olvidadizo e indiferente. Y si esto todavía no convence y hay alguien que siga preguntándose «¿por qué verla?», baste una razón: la sutileza de un Rogowski que, poco a poco, va haciéndose suya la película.
Graduado en Lengua y Literatura Españolas por la Universidad de las Islas Baleares (UIB), donde también cursó el Máster en Lenguas y Literaturas Modernas —especialización en Estudios Culturales— y el Máster de Formación de Profesorado y donde se encuentra actualmente realizando un Doctorado en Filología y Filosofía. Interesado en el panorama ‘queer’, la ecocrítica y las representaciones discursivas y ficcionales de la otredad, acude a la llamada de las artes en busca de refugio y santuario para evitar perder el poco juicio que le queda.