Cotidianiedad, cultura y regímenes totalitarios: «Cautivos» (Deák, 2019) y «La nariz o la conspiración de los disidentes» (Khrzhanovsky, 2020)
El 26 de julio tenía lugar la gala inaugural del Atlántida Mallorca Film Festival. Bajo los auspicios de Filmin, los mallorquines pudimos ver en directo hasta el 1 de agosto producciones cinematográficas muy diversas de procedencia europea y no excesivamente comercializadas además de contar con la presencia de Dame Judi Dench quien fue galardona con el premio Master of Cinema 2021 y de Stephen Frears quien recogió su galardón del año anterior. Unas producciones que Filmin ha puesto al alcance del público a través de su plataforma. Dos de estas producciones ocupan nuestro post: la primera, Cautivos, del cineasta húngaro Kristóf Deák, ganador del Oscar al mejor cortometraje de imagen real en 2016 por Mindeki; la segunda, La Nariz o la conspiración de los disidentes, del animador ruso Andrei Khrzhanovsky, ganadora del premio del jurado al mejor largometraje en el Festival Internacional de Animación de Annecy de 2020.
Cautivos, anunciada de manera absolutamente comercial e inexacta como una especie de «Perfectos Desconocidos bajo el yugo del estado en la Hungría comunista», tiene en Sara (Eliza Sodro) al hilo conductor de una historia situada en Budapest en 1951, durante el régimen de Matias Rakosi, máximo dirigente del partido y de la nación entre 1945 y 1956 y calificado como el mejor discípulo húngaro de Stalin. Así, Sara, que trabaja en la Universidad, es requerida por sus superiores acerca de su hermanastra Ilona (Zsofia Szamosi) que no ha acudido a su puesto de trabajo y quien tiene las llaves de la caja fuerte del centro. Un auténtico problema para Sara ya que es la día de paga de los empleados y ella recomendó a su hermanastra para el puesto gracias no solo a su carnet del partido sino especialmente por tener un comportamiento absolutamente condescendiente con el poder del que nunca ha discrepado. Al llegar, Sara se encuentra con la familia secuestrada por la policía secreta —el «timbre del terror»— en su propio hogar.
Este punto de partida sirve a Deák para desplegar un aparato crítico acerca de la creación de los estados policiales y de delación en los regímenes totalitarios y cómo éstos afectaron/afectan a la vida de personajes cotidianos. Todo ello en un tono de tragicomedia ácida. Y es que el piso de Ilona se convierte en una cárcel para todos los personajes que acuden a ella por los motivos más dispares y rutinarios. De este modo, la pequeña vivienda se convierte en un espacio claustrofóbico donde deberán aprender a convivir todos los que a ella llegan: la inquilina vidente y un tanto rebelde, la familia nuclear formada por el marido de Ilona y sus dos hijos, el matrimonio vecino que son familiares de la mujer, el novio de Sara, la chica que les trae viandas del pueblo y que irá a buscar a su hijo lactante, el empleado del primo burócrata, el portero del edificio y los abuelos. A ellos se deben añadir los dos miembros de la policía secreta. Y también los comentarios y especulaciones de los escasos habitantes del inmueble que aparecen como única conexión con el exterior, aunque esta también se restrinja al bloque de viviendas.
Todos ellos deberán enfrentarse a los problemas de convivencia más cotidianos; pero también a su posicionamiento respecto a un régimen totalitario que les coarta de manera no convincente la libertad de movimiento y crea un estado de vigilancia entre ellos a partir de una falsa empatía con las personas más débiles del grupo o la violencia física y psicológica en caso necesario. Pero Cautivos no intenta desvelar los posibles secretos de las personas retenidas sino que retrata la toma de conciencia de los ciudadanos frente a la opresión y el error de la sumisión incondicional a sus gobernantes y a la paternalista burocracia del partido porque, tal como comentan los abuelos: hemos sobrevivido a dos guerras pero no lo haremos a la situación de este país. De ahí que digamos que Cautivos no tiene nada que ver con la película de Alex de la Iglesia.
Pero sí tiene una relación conceptual con La Nariz o la conspiración de los disidentes de Andrei Khrzhanovsky. Basada en el relato de Nikolai Gogol, La nariz es una muestra de malabarismo metaficcional extremo. Porque no resulta nada fácil explicar una película tan ecléctica en cuanto a forma donde se combinan las más distintas técnicas de animación tradicional, dibujo y animación por ordenador, donde se nos ofrecen fragmentos de películas relevantes de las vanguardias soviéticas del primer tercio del siglo XX, donde escuchamos fragmentos operísticos que conducen la narración, donde hay constantes referencias a los grandes creadores experimentales del teatro de la época, dónde contemplamos a los animadores en su trabajo integrándolos en la narración y donde los espectadores nos convertimos en voyeurs de otros espectadores que contemplan películas o fragmentos de obras teatrales en la propuesta de Khrzhanovsky. Una multiplicación pasmosa de los esquemas narrativos con constantes referencias culturales.
Dividida en tres partes/actos, La nariz o la conspiración de los disidentes empieza en un avión llamado Nikolai Gogol en el que cada uno de los pasajeros ve fragmentos de distintos productos culturales de la vanguardia soviética. Tres nombres destacarán sobre todos ellos: el del propio Gogol que se convertirá en personaje del primer acto, el compositor Shostakovich y el director teatral Meyerhold. El primero es el autor de la pieza que se «adapta», los otros dos serán los innovadores culturales perseguidos por el régimen comunista con suertes muy dispares.
Y estos tres nombres son los que marcan, también, los actos de la propuesta. El primer acto se centra en el relato del hallazgo de una nariz en una barra de pan en la casa de un barbero que ha atendido al mayor Kovaliov quien se da cuenta de que su nariz ha tomado vida propia convirtiéndose en Consejero de Estado. Los esfuerzos por deshacerse de la nariz ocupan buena parte del acto ofreciendo al espectador un particular viaje por la Rusia postzarista o la primera Unión Soviética, pero también por las diversiones populares en un concepto muy cercano a la etapa del «teatro de feria o del barracón» meyerholdiano como parte del inicio de la renovación estética a la que acompaña la música atonal de Shostakovich. Un esquema operístico con técnicas híbridas que conduce a los intentos infructuosos de Kovaliov por pegar su nariz, un hecho físico imposible que se equipara con la ineptitud de la burocracia como parte del poder y también con los inicios de los esquemas constructivistas como reflejo en el arte de los esquemas obreros y la innovación propugnados por el comunismo. Unas mejoras que, como afirma la película, serán aparentes.
El segundo acto —quizá excesivamente extenso— se dedica a la figura de Stalin. Con un carácter eminentemente didáctico, crítico y de reivindicación de la memoria histórico-cultural de la Unión Soviética, el espectador asiste con el dictador a la representación de la ópera de Shostakovich. Una representación que indignará a Stalin por su experimentalidad y atonalidad de tal manera que esta representación sirve para que Khrzhanovsky ofrezca a los espectadores la ideología que cercenó a los creadores de toda una época a los que se acusará de «formalistas»: el arte debe ser el reflejo del espíritu nacional entendido como manifestaciones folklóricas que canten las alabanzas del pueblo masificado, el arte debe ser de fácil digestión y comprensible para el espectador, el arte no debe fomentar el espíritu crítico porque debe seguir los dictados del poder, y, finalmente, el arte no debe estar en manos de creadores experimentales. El indiscutido decálogo stalinista va a reflejarse no solo en animaciones más cercanas al vaudevil que a otra cosa pero especialmente en la incorporación de fragmentos documentales de la cotidianeidad de esos años, por una parte; y de los eventos culturales masivo-folklóricos como reflejo del régimen. Unos fragmentos que en nada difieren de los trabajos de Leni Riefenstahl o de las imágenes del NODO de los Coros de la Sección Femenina o de las «demostraciones sindicales» franquistas.
Un segundo acto que tiene como colofón histórico y narrativo el despliegue de los millares de nombres afectados por la «Gran Purga» stalinista en un tercera parte en los que aparecen no solo las fotografías sino los archivos documentales de los casos de todos los artistas depurados por el régimen. Un muro de la vergüenza que implica la recuperación de la memoria colectiva y su actualización. Así, la lectura final de la película implica no solo un canto a la creación artística sino un toque de atención para evitar la repetición de actuaciones semejantes.
Dos películas con tonos y premisas distintas pero que coinciden en la negatividad de los regímenes totalitarios de las que podemos desprender una lectura contemporánea. Mientras Cautivos presenta una tragicomedia de la vida cotidiana, La nariz o la conspiración de los disidentes es un producto híbrido, experimental, didáctico y documental a partes iguales. Una película cuyos creadores, sin duda, hubieran engrosado la tremenda lista de creadores depurados mostrada como semi-moraleja final.
Doctora en Filología Hispánica por la Universitat de les Illes Balears. Ha sido investigadora principal del grupo RIRCA y ha dirigido tres proyectos de investigación nacionales competitivos financiados por el gobierno español. Actualmente forma parte del proyecto «Ludomitologías» liderado por el Tecnocampus de Mataró (UPF). Trabaja en ficción audiovisual en plataformas diversas, especialmente en temas de arquitecturas narrativas. Tiene una especial debilidad por el posthumanismo y ha publicado distintos trabajos en revistas indizadas y editoriales de prestigio internacional.