Representación, Ideología y Recepción en la Cultura Audiovisual

Dos almas naufragadas en la locura: «El ventre del mar» (Agustí Villaronga, 2021)

El director mallorquín Agustí Villaronga es una de esas pocas figuras de la industria cinematográfica fieles a sus convicciones y a su voluntad de emocionar al espectador a través de su visión personal y autoral de los temas e historias que más le conmueven. Películas como Tras el cristal (1986), El niño de la luna (1989) o El mar (2000) son ejemplo de ello. También lo es Pa Negre (2010), que obtuvo innumerables premios en la gala de los Goya; nada más y nada menos que 14 estatuillas. Este año también ha triunfado de igual manera en el Festival de Málaga con El ventre del mar (El vientre del mar), que ha obteniendo 6 de los premios del festival entre los que se encuentra la mismísima Biznaga de Oro (el mayor premio).

Roger Casamajor, Agustí Villaronga y Òscar Kapoy en uno de los espacios donde se rodó El ventre del mar

Podríamos decir que El Ventre del mar es posiblemente una de las cintas más arriesgadas de los últimos años a nivel de puesta en escena. Villaronga retrata de una forma asombrosa y cautivadora la mente perturbada de dos marineros supervivientes al famoso naufragio de la fragata Alliance (La Meduse) en 1816; acontecimiento retratado en un lienzo por Théodore Gericault en su obra maestra La balsa de la medusa (1819). La película, que parte de un texto de la obra Océano mar (1999) de Alessandro Barico, se centra en el recuerdo de las vivencias ocurridas durante los días en los que más de un centenar de marineros tuvieron que sobrevivir en una pequeña balsa a la deriva durante largas y angustiosas jornadas.

La obra de Villaronga denuncia el desastre del abandono de los marineros a punta de lanza haciendo de su film una crítica feroz a un problema actual: el abandono de las pateras e inmigrantes a su suerte mientras las clases privilegiadas se salvan y posicionan por encima de los más desfavorecidos. El ventre del mar propone un juego con el tiempo y el espacio en el que es fácil perderse si uno intenta encontrar cierto sentido lógico-temporal a lo que está viendo. La cinta del director mallorquín se mueve a través del tiempo exponiendo ciertos anacronismos (la ropa, objetos y atrezzo actuales, etc.) y saltos elípticos que refuerzan el peso simbólico de la moraleja; montados de forma brillante por Bernat Aragonés.

El juzgado donde los supervivientes relatan su experiencia traumática sirve para ubicarnos en la realidad del episodio del que parte la película para, desde ahí, explorar la locura y el trauma que este tipo de sucesos ocasionan a los supervivientes

Entonces podemos decir que la película se estructura a raíz de varios espacios y tiempos. La pieza central, que nos permite poner los pies en la realidad y el momento histórico del que parte la historia, sucede en un juzgado donde el médico Savigny (Roger Casamajor) y el marinero Thomas (Òscar Capoya) relatan su testimonio de lo ocurrido en el buque Alliance. En ese momento comienza a percibirse la tensión entre ambos personajes protagonistas cuyo origen se irá revelando a través del film. A modo de flashback encontramos un segundo espacio: la balsa de madera flotando en el mar. En esas escenas observamos la convivencia de los marineros de segunda: abandonados por sus oficiales y presos del pánico y de un mar que no perdona. El océano está representado como una fuerza todopoderosa antepuesta al minúsculo ser humano; como ya representaban románticos como William Turner o Caspar David Friedrich.

Las miradas de Thomas (izquierda) y de Savigny (derecha) se enfrentan en una balsa encallada en el interior de un edificio abandonad, símbolo de la mente de ambos personajes. El plano cenital nos posiciona en la visión de un Dios que presencia la destrucción del ser humano.

De este retrato realista de los marineros atrapados en la balsa, nos adentramos en el terreno onírico, surreal y pesadillesco. Villaronga decide rodar las escenas de mayor tensión -en las que se desata los estragos de la locura de los supervivientes- en una balsa ubicada dentro de un monumental edificio abandonado. Las gigantescas paredes que emergen encarcelando a la balsa son metáforas de la claustrofobia y el sentimiento de estar atrapados en la inmensidad del mar; irónicamente. Como si de una puesta teatral se tratase, en ese espacio onírico suceden las escenas más desastrosas grabadas para siempre en la mente de los «afortunados» supervivientes. En ese mismo espacio, solo que en habitaciones y naves diferentes, encontramos a los protagonistas que recuerdan lo vivido en la balsa, esta vez, pero, dando rienda suelta a su locura y a sus traumas.

Savigny repite un mantra constante que sirve de hilo conductor narrativo para hacer avanzar la trama. «Primero de todo: mi nombre, Savigny; segundo: los ojos de quienes nos abandonaron; tercero: un pensamiento; cuarto: la noche que se acerca…» y así sigue relatando hasta llegar a diez sentencias que corresponden -y nos llevan- a diez momentos clave del naufragio. Por otro lado, Thomas también aparece en un espacio onírico relatando a figuras clave de su vida (su madre o uno de sus grandes mentores, por ejemplo) lo sucedido en la balsa y su odio y sed de venganza hacia Savigny, a quien culpa del cruel destino al que llevó tanto a él como al amor de su vida, Therèse (Muminu Diayo).

Thèrese y Thomas son el reflejo del amor y la bondad humana, pero ¿podrá la locura y la venganza corromperles?

Por último, diferentes secuencias de fotografías fijas que retratan episodios atroces como las muertes en Auschwitz, buques llenos de inmigrantes de rostros cansados y atormentados, e incluso los mismos inmigrantes pereciendo en las costas de Europa; sirven para inmortalizar las atrocidades que se han vivido y/o que siguen sucediendo a día de hoy. Estas imágenes contrastan, complementan y equilibran la puesta en escena más exagerada y simbolista. Mientras que lo más surreal permite al espectador acercarse a la locura de los protagonistas, las fotografías nos recuerdan que lo que vemos no es solo una obra ficcional, sino que sucede, tristemente, cada día.

Es evidente que en esta obra, de no más de 80 minutos de duración, todo el equipo artístico vela por conseguir transmitir una incesante sensación de angustia, ahogo y desesperanza que cala en el espectador de pies a cabeza. Susy Gómez, directora artística, realiza un trabajo sensacional con el espacio. Con elementos muy selectos y pocas localizaciones consigue dotar a la imagen de una poderosa carga visual y simbólica. Del mismo modo funciona la fotografía Josep M. Civit y Blai Tomàs que proponen un cautivador juego de luces y sombras que remarca los rostros fantasmagóricos, angustiosos y cansados de los protagonistas. El blanco y negro prima en gran parte de la película, aunque son también muchas las escenas rodadas en color, pero con un nivel ínfimo de saturación que, en este constante baile de simbologías, nos hace preguntarnos si acaso esta decisión corresponde a la certeza de que los protagonistas ya no tienen fuerza -ni esperanza- para distinguir el color -la vida y alegría- en sus vidas; si todo está destinado a debatirse y decidirse entre blanco y negro.

La belleza de El ventre del mar. Muchas de las escenas de la cinta parecen recreaciones en movimiento de magistrales pinturas del romanticismo

Está claro que El ventre del mar no es una película al uso. Es fácil sentirse desconcertado con la propuesta de Villaronga, sus símbolos, las actuaciones tan teatrales -pero bravas- de Casamajor, Diayo y Kapoya, y todo lo que las rodea y da forma. Uno debe dejarse llevar por la película, igual que un náufrago que, perdido, comprende que lo mejor es dejarse llevar hacia el vientre del mar.

 

 

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