Representación, Ideología y Recepción en la Cultura Audiovisual

Los Shakespeare de Laurence Olivier: «Henry V» (1944), «Hamlet» (1948) y «Richard III» (1955)

Si el cine lleva inserto en su ADN las proteínas del teatro, es francamente posible que en esas mismas estructuras proteínicas haya mucho de William Shakespeare. Del bardo inglés no podemos decir que fuera el padre de la tragedia, el drama o la comedia, así como de nuestro Cervantes tampoco podemos decir que fuera el padre de la novela en tanto que género. Sin embargo, y aquí es donde ambas figuras disfrutan de parentesco cultural, sí que podemos afirmar sin demasiado miedo a equivocarnos que, tanto uno como otro, aportaron a sus respectivos géneros un tan complejo como rico baño de modernidad que todavía a día de hoy sigue fascinando. Quien lea hoy el Don Quijote de la Mancha de Cervantes con un mínimo de atención, va a quedar más que satisfecho al aprender que bajo la aparentemente sencilla motivación de la acción echan raíces cuestiones de una profundidad tal que sigue invitando a los académicos a llevar a cabo lecturas de varia naturaleza. Y, por supuesto, quien se acerque a prácticamente cualquier obra teatral de Shakespeare —y podríamos incluir aquí sus sonetos, tan románticos y punzantes hoy como en su época—, que es uno de los dos nombres que nos interesa realmente en esta entrada, se sorprenderá al ver en la locura de un Macbeth, en la desazón existencial de un Hamlet o en las inseguridades de un Ricardo II algo con lo que conectar o, en su defecto, maravillarse.

Con la aparición del cinematógrafo a finales de XIX, era cuestión de tiempo que a alguien se le ocurriera filmar una representación de las obras del bardo o, directamente, traducir la sintaxis teatral a los códigos específicos del séptimo arte. Haría falta entrar en el nuevo siglo —con permiso del King John de William Kennedy Dickson y Walter Pfeffer Dando, rodada en 1899— para encontrar, de forma francamente pronta, una representación de, por ejemplo, un Hamlet como el de Clément Maurice (1900) —quien también rodó, en el mismo año, una versión de Romeo & Juliet—, un Othello como el de Mario Caserini y Gaston Velle (1906) o un Macbeth como el de J. Stuart Blackton (1908). La presteza con la que se llevaron a cabo estas y otras tantas adaptaciones de Shakespare viene a probar esa tesis con la que iniciábamos la entrada: el cine, en tanto que fundamentado en gran parte en el teatro, también le debe mucho a William Shakespeare.

Sin embargo, no sería hasta más o menos mitad de siglo que comenzaríamos a encontrar representaciones de las obras del bardo, no solo enmarcadas en los confines longitudinales del largometraje, sino preocupadas por una presentación de la pieza en base a unos intereses específicos y a unas inquietudes estéticas determinadas. Son algunos los que, en el período referido, se entregaron a la aventura de aunar la esencia renacentista isabelina de Shakespeare con pulsiones más modernas —a uno se le puede venir a la cabeza un siempre estupendo Orson Welles, que adaptó Macbeth (1948) y Othello (1951) de forma prístina y evidente, y fragmentos de las dos partes del Henry IV, el Richard II, el Henry V y el The Merry Wives of Windsor en Chimes at Midnight (1966)—, pero quizá ninguno lo hiciera con tantísimo conocimiento de causa y gusto como Laurence Olivier. Quien ya estuviera más que consagrado tanto en el teatro como en el cine para cuando se aventurara en la dirección y producción de su primera película —de la que hablaremos en esta misma entrada, pues es Henry V (1944)—, aparece en los libros como uno de los traductores más finos y elegantes de algunas de las obras del bardo a la gran pantalla. En esta entrada queremos revalorar su trabajo y rendirle tributo a través de un sucinto, pero esperemos que interesante, análisis de sus tres adaptaciones de Shakespeare a la gran pantalla en calidad de director, productor y actor protagonista: Henry V (1944), Hamlet (1948) y Richard III (1955).

Entre dos mundos: Henry V (1944) y la traducción del teatro al cine

Olivier mezcla de forma magistral la representación teatral de la obra con los recursos técnicos propios del cine.
Olivier mezcla de forma magistral la representación teatral de la obra con los recursos técnicos propios del cine.

La primera película de Olivier como director funciona como una adaptación bastante particular del Henry V (1599), obra que se cuenta entre los dramas históricos de Shakespeare, el género que con menor insistencia cultivó. Sin embargo, no por ello debamos considerar estos dramas históricos como algo secundario en la producción shakesperiana, pues su fuerza y calidad a la hora de poner sobre las tablas los grandes hechos que conforman los eventos históricos es prácticamente innegable. Esta obra en cuestión nos lleva a la Inglaterra de comienzos del siglo XV. Enrique V, protagonista absoluto, motivado por ambiciones expansionistas, busca añadir a su nómina imperial el país de Francia, gobernado por Luís, el Delfín. Ante la negativa de este último, nuestro protagonista decide comenzar una campaña ofensiva contra los franceses —la que será conocida como la batalla de Azincourt (1415), uno de los eventos históricos más conocidos dentro del marco de la Guerra de los Cien Años (1337-1453)— con el fin de satisfacer sus deseos de ensanchamiento y hacer de Inglaterra un país con mucha presencia en Francia. El resto, como es de entender, es historia: la batalla de Azincourt le daría la victoria al ejército inglés, que contaba con una unidad de arqueros muy superior cualitativamente a la caballería francesa, y Enrique V se cercioraría de la presencia inglesa en Francia al casarse con la princesa Catalina de Valois y siendo adoptado por Luis de Francia como el futuro ocupante del trono.

Olivier sabe explotar este drama histórico de proporciones épicas de forma francamente encomiable, pero no es lo que hace de su Henry V algo digno de mención en la historia del cine. Allí donde su director demuestra un dominio ejemplar, ya no solo de las obras del bardo, sino de la relación entre medios es en cómo la película comienza siendo una suerte de obra de teatro filmada —público incluido— y, poco a poco, nos va cambiando la gramática propia de lo teatral para ir mezclándola de forma cada vez más notoria con la esfera cinematográfica. En román paladino, Olivier está llevando a cabo, prácticamente en riguroso directo, un fenómeno de adaptación al traducir la estética teatral al argot naturalizado del cine. Lejos de ser esto un capricho estilístico gratuito por parte del director, Olivier nos indica con esto que reconoce los intríngulis propios del teatro y del cine, y, simultáneamente, remarca la suspensión de la credibilidad que señala el Coro en su primera aparición:

«Pero todos vosotros, nobles, espectadores, perdonad al genio sin llama que ha osado llevar a estos indignos tablados un tema tan grande. Este circo de gallos, ¿puede contener los vastos campos de Francia? O ¿podríamos en esta O de madera hacer entrar solamente los casos que asustaron al cielo en Agincourt? ¡Oh!, perdón, ya que una reducida figura ha de representaros un millón en tan pequeño espacio, y permitidme que contemos como cifras de ese gran número las que forje la fuerza de vuestra imaginación. Suponed que dentro de este recinto de murallas están encerradas dos poderosas monarquías, a las cuales el peligroso y estrecho océano separa las frentes, que se amenazan y se disponen a chocar. Suplid mi insuficiencia con vuestros pensamientos»

Los que asistan a una representación del Henry V tendrán que depender de su propia capacidad de fabulación para hacer ver que esto que sucede sobre las tablas es, en realidad, diez veces más grande de lo que a simple vista parece. En el cine, esa misma cuestión se resuelve favorablemente en clave épica al permitir un planteamiento mucho más vasto y, en lugar de pedir al espectador que se lo imagine, más bien se lo ofrece. Curiosamente, con esta traslación que lleva a cabo Olivier de la obra de teatro, parece estar proponiendo el medio cinematográfico como una esfera que ensancha las posibilidades expresivas de este trabajo en particular al introducir al espectador en un universo en el que no tiene que hipertrofiar el músculo imaginativo para rellenar los huecos que, de forma inevitable, se presentan en una representación teatral. Si seguimos esta lógica, no es baladí que Olivier, excelente actor tanto sobre el escenario como en la silver screen, escogiera este Henry V como su primera incursión shakesperiana en calidad de director, productor y actor principal, en tanto que se manifiesta como el ejemplo perfecto para recortar las distancias entre el teatro y el cine, y, a la vez, enaltecer el séptimo arte como un medio de grandes posibilidades expresivas todavía por descubrir.

Perdido en la niebla: Hamlet (1948) y los laberintos de Elsinore

El director se sirve de la estética gótica y romántica para dibujar una versión de la gran obra de Shakespeare con un notable componente expresionista.
El director se sirve de la estética gótica y romántica para dibujar una versión de la gran obra de Shakespeare con un notable componente expresionista.

¿Hace falta explicar la historia del Hamlet de Shakespeare? Dudo que haya alguien que a estas alturas del juego no sepa algo, por nimio que sea, del galimatías existencial del príncipe eterno y de las consecuencias que ello trae para todos aquellos que habitan las inmediaciones del castillo de Elsinore. Esto ya no es solo producto de la popularidad escénica de la obra, sino también su innegable omnipresencia en los currículos académicos a la hora de estudiar literatura extranjera o universal. La segunda adaptación cinematográfica de las obras del bardo que lleva a cabo Olivier busca engrosar el número de representaciones llevadas a cabo del Hamlet, solo que esta vez el medio de expresión no será sobre un escenario, sino en la gran pantalla. Como en el caso de Henry V, la gramática esencial del teatro tendrá que reestructurarse para encajar en las demandas del séptimo arte, pero tampoco por ello debemos esperar un proceso de traslación in situ como el llevada a cabo en la anterior película de Olivier. Al fin y al cabo, ya hizo lo propio con Henry V, ¿por qué repetirse? En su lugar, su Hamlet puede pasar enteramente como una película de facto en la que la teatralidad —entendida como una limitación de la acción y un juego con el espectador— no resulta la principal de las preocupaciones para el inglés.

De hecho, parece que con su Hamlet Olivier está intentado aprovechar al máximo la capacidad expresiva del cine en tanto que habilitador de espacios que no solo pueden tender a la épica, sino también al onirismo. Si Henry V juntaba la lingüística del medio teatral y cinematográfico, Hamlet hace lo mismo con varias épocas de forma simultánea: un texto renacentista isabelino visto desde una perspectiva romántica y gótica que no duda en beneficiarse de momentos estéticos que recuerdan al expresionismo y, curiosamente, al cine noir. Todo ello busca la explotación laberíntica de un castillo de Elsinore levantado entre la niebla —¿o es que, dada su altura, eso son nubes?— conformado prácticamente de forma íntegra por escaleras que no parecen llevar a ninguna parte. Es una forma excelente de crear un enlace entre la psicología de un desgraciado y confuso Hamlet, y el espacio que sus devaneos ocupan. A través de un ejercicio magistral de filigranas y voces interiores, el interrogante principal que ronda la mente de nuestro príncipe y que escopetea el que sea quizá el monólogo más célebre de la historia del teatro parece evocar a ese romántico caminante de la obra maestra de Caspar David Friedrich, solo que en lugar de estudiar las nubes como un velo que cubre los misterios de la creación, en el caso de Hamlet se investiga el absurdo existencial y la frágil membrana que separa la vida de la muerte para una mente perturbada. El mundo físico parece estar al servicio de la subjetividad del príncipe en esta magnífica adaptación de Olivier, hecho —junto a tantos otros— que la posiciona como una de las mejores adaptaciones al medio cinematográfico de cualquier obra literaria y, simultáneamente —y para un servidor—, como la mejor adaptación que llevó a cabo Olivier en el marco de su trilogía.

Un invierno desventurado: Richard III (1955) y un colofón algo desmerecedor

El vibrante y llamativo uso del color, elevado por esa memorable pátina del Technicolor, es una de las mejores bazas que tiene Olivier para esta película.

Si entramos en dinámicas y preguntas del tipo: «¿qué obra de Shakespeare podría resonar de forma más candente con la ficción actual a juzgar por su popularidad?«, quizás Richard III no quedaría muy abajo en la clasificación. Basta prestar atención a la popularidad de cosas como Game of Thrones (HBO, 2011-2019) o Succession (HBO, 2019-2023) para entender la buena salud de la que gozan las claves del drama histórico shakesperiano en la actualidad. Y es que, al igual que los Targaryen con el Trono de Hierro en la adaptación televisiva de las populares novelas de George R. Martin o la estirpe Roy con el conglomerado Waystar RoyCo en la creación de Jesse Armstrong, el Ricardo de Richard III solo busca maneras de escalar a través de las espinosas enredaderas de la nobleza y hacerse con el trono inglés. Como es de esperar, sobre todo tratándose del bardo, la historia que le espera al espectador está colmada de maquiavelismos, traiciones, ríos de sangre y guerras multitudinarias que conseguirán que nuestro protagonista, Ricardo, mire espantado a su alrededor rogando: «¡Mi reino por un caballo!«.

Es una verdadera lástima que, a pesar de la popularidad de la que goza temáticamente en el presente, esta tercera iteración shakesperiana de su traductor cinematográfico principal resulte ser, a todas luces, la menos memorable y fina de las que integran la trilogía. En Richard III no tenemos la traslación orgánica del escenario a la película que existe en Henry V o la tan psicológica como física laberíntica de las escaleras y pasillos del castillo de Elsinore de Hamlet. En su lugar, Richard III parece haberse concebido desde un registro un tanto más convencional, sin grandes aspavientos que pretendan resaltar una marcada estética o un acercamiento filosófico determinado a la idea de llevar las creaciones de Shakespeare al medio cinematográfico. No es que Olivier se haya olvidado por completo de la sintaxis teatral. De hecho, la película está repleta de apartes en los que Ricardo mira directamente a cámara y nos hace partícipes de su vena conspiracionista homicida. Sin embargo, uno echa de menos esa capacidad expresionista y ese intríngulis transmediático que hace de sus dos anteriores películas shakesperianas piezas tan memorables.

Lo que sí diremos sobre Richard III es que goza de una actuación protagonista tan bizarra como cautivadora. La nasalidad de nuestro jorobado protagonista y esos andares renqueantes le confieren una personalidad basada, en cierta manera, en lo grotesco y monstruoso, cualidades remarcadas por ese hincapié que se hace en la sombra como primer elemento físico que vemos entrar, en muchas ocasiones, antes que el propio personaje. Mucho podría decirse en la actualidad de lo poco considerada que es esta película con aquellos que sufren los mismos males, pero en la época de Shakespeare, tiempo caracterizado por unos cánones de belleza casi tan marcados como los de la actualidad, uno no puede pedir demasiada compasión para el extrarradio. La expresividad de la que Olivier se sirve para enmarcar algunos aspectos de sus personajes, especialmente su protagonista, eleva el texto y puntualiza cada palabra para que llegue exitosamente al espectador. Esto es algo que ya vemos de forma prístina en ese primerísimo y genial monólogo de Ricardo («Ahora el invierno de nuestra desventura, / se ha tornado, un verano radiante…»), cuyo progreso temático y sintáctico resulta correlativo a juegos de luces y sonidos. No es la mejor ni la más interesante, pero eso no quiere decir que entre los confines de Richard III no haya momentos de una calidad bárbara y de una capacidad para la narración encomiable.

 

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