Representación, Ideología y Recepción en la Cultura Audiovisual

Personajes imprescindibles de la ficción: Freya, de «God of War»

La paternidad recorre las venas narrativas de God of War en sus últimas dos entregas, una suerte de soft reboot de la saga que construye, sobre las violentas andanzas de Kratos en Grecia, una historia de sanación. El mes pasado abordamos en profundidad la rehumanización de Kratos, pero el foco en un solo personaje obligó a dejarnos en el tintero a otros tan memorables como Mimir, Atreus o, la que aquí nos ocupa, Freya. Dedicamos así este espacio a una de las personalidades más fascinantes de la historia reciente del medio videolúdico. Al igual que con el análisis de God of War: Ragnarok, habrá spoilers de ambas entregas.

Freya es una diosa. Es una guerrera y superviviente de una relación tóxica con Odín. Por encima de todo, es una madre. Baldur, su único hijo de sangre, es el receptáculo de todo su afecto. Lo quiere más que a su propia vida y sabe que su muerte la desgarraría hasta el punto de preferir unirse a él antes que sobrevivir a una existencia lejos de su hijo. Para prevenir este caso, y ante el conocimiento de una profecía mortal, ya mucho tiempo atrás colocaría en Baldur una protección contra todos los seres de la naturaleza para que nada pudiera provocarle daño. En cierto modo, el control que una vez ejerciera Odín sobre Freya se traduce en una sobreprotección de esta hacia Baldur. Como la mayoría de las acciones divinas en God of War (2018) y God of War: Ragnarok, la historia termina condenando la decisión de Freya. Se cumplirían sus designios a cambio de volver a Baldur inmortal e insensible. El primer encuentro del jugador con Baldur es violento y bombástico, la voluntad de un hombre capaz de sobrepasar cualquier límite moral o físico con tal de poder sentir una mínima fracción de dolor, de terminar así con su locura.

Primer enfrentamiento de Kratos con Baldur, incapaz de sentir dolor

Puede verse que Freya es una madre, sí, pero con mucho camino por recorrer. El final de God of War (2018) pone a Freya en la tesitura de una madre que ha perdido a su hijo, y la forma en que canaliza el dolor se dirige hacia una violencia desmedida. Por una parte, no es para menos: Kratos es verdugo de Baldur, su vitalidad un recuerdo constante del crimen contra el hijo. Sus actos, aun originados en la protección de Freya, son a ojos de la diosa la irrupción de un completo desconocido en la intimidad familiar. Por la otra, la transmutación del dolor en deseos de venganza perpetúa el ciclo de la violencia, donde ningún bando aprende nada y la sangre tiñe las visiones de sus afectados. Freya, hasta la mitad de God of War: Ragnarok, es incapaz de racionalizar las consecuencias de sus actos: matar a Kratos haría de Atreus un huérfano doliente y su conclusión sería, muy probablemente, una nueva historia de venganza. Cadáveres apilados en un foso sin límite.

Introducción de una Freya consumida por la venganza en God of War: Ragnarok

Hasta este punto de la trama, Freya es un personaje memorable por méritos propios. Su dolor invita a la empatía, su actitud guerrera puede resultar inspiradora y su conexión con la naturaleza, alejada de reyertas, es todo un modelo de vida. Si a ello sumamos un diseño de personaje característico, unas vestimentas tradicionales que invitan al cosplay y una Danielle Bisutti a la cabeza de una de las mejores interpretaciones vocales en el medio videolúdico, es natural que el personaje de Freya haya transpirado a las redes como todo un icono femenino. Sin embargo, lo que eleva verdaderamente a Freya por encima de la mayoría de personajes en la historia reciente del videojuego es su profundo arco de redención.

La saga nórdica de God of War es, como he dicho al inicio, una historia de sanación. Esta historia se extiende a todos los personajes y se ramifica en una saga familiar. Todos los agentes principales en el Ragnarok cuentan, sin excepción, con una historia personal. Algunos tienen un propósito fijo, otros lo buscan sin rumbo; algunos se redimen, otros no abandonan jamás su estilo de vida. Freya es todas esas personas al mismo tiempo.

Para ilustrar este hecho, me gustaría dirigir la atención hacia una escena en particular de la segunda entrega. El contexto: Atreus se reencuentra con un Kratos airado, comienzan a discutir y ambos ven su discusión interrumpida por un grupo de enemigos. Cuando la persona a los mandos cree haber terminado el combate, a la espera de una escena tensa entre Kratos y Atreus, aparece un script que muchos supervivientes a los combates más duros de God of War (2018) reconocerán con cierto pavor: la animación de agarre de las valquirias. Al final del enfrentamiento, todo un reencuentro con este particular enemigo, se descubre que Freya está detrás del atuendo valquirio. Así, el combate recibe una reescritura: ya no es solo el recuerdo de un duro rival, sino también el recuerdo de los actos cometidos por Kratos al final de la primera entrega. En este punto, Freya tiene a Kratos y Atreus entre la espada y la pared, a punto para ejecutar su venganza. Sucede la escena: Freya grita. No ataca, no hiere, no avanza hacia ellos; tan solo grita. Y envaina su espada con las palabras “Maybe, for the moment, you’re of more use to me alive”.

Freya recapacitando antes del grito

El grito de Freya se presta a múltiples lecturas. Son cinco los motivos que justifican el grito y la decisión de Freya. Por una parte, siente que necesita la ayuda de un hombre que odia (1), ha vuelto a ser salvada por ese mismo hombre (2) y, para colmo, le recuerda su amistad con la frase sincera de Kratos a Atreus “She’s our friend”, cuyo único propósito es calmar su forma bestial (3). Solo estos motivos podrían ser suficientes, pero si algo sabe cualquiera que haya completado God of War: Ragnarok es que siempre logra ir a más. Freya, en el fondo, sabe que la muerte de Baldur no fue culpa de Kratos. Baldur quería la muerte, la buscó y se la encontró al intentar matar a su madre (4). No solo eso: Freya se ve reflejada en Kratos ayudando a su hijo y sabe que dañarlo a él sería dañar a Atreus (5). Una mezcla de propósito y falta de rumbo lleva a Freya a buscar un equilibrio entre la redención por su violencia y la recuperación de su estilo de vida anterior.

Al igual que con los motivos, esta escena, por sí sola, bastaría para acceder a la profundidad emocional de Freya, pero la historia todavía tiene varios ases en la manga. Misiones secundarias como la del jardín de Astrid demuestran su recuperación como diosa, y cualquier jugador tiene la oportunidad de descubrir la historia de abuso que acaeció a su matrimonio o la siempre tensa relación con su hermano Freyr. Tras todas estas historias, que perfilan todavía más al personaje, llega la esperada redención de Freya. Sucede al vencer a Nidhogg: Freya recupera su vínculo mágico, cumple su renovado propósito y se encuentra con el vacío de alguien que ya no sabe hacia dónde dirigir su ira. Porque sabe que ni el dolor ni su ira cesarán jamás, pero también que Kratos no es el mismo hombre que conoció. Kratos ahora sabe que lo que hizo estuvo mal, no por proteger a Freya, sino por desproveerla de cualquier elección sobre la vida de su hijo. La complejidad de la situación de Baldur permite hacer la concesión al videojuego: no se trata de que el hijo no tenga libertad sobre su vida y que solo una madre pueda controlarla, sino que Baldur deseaba la muerte y Kratos se la concedió sin consultar antes con su persona más allegada. La disculpa de Freya a Kratos es la última conexión en una intrincada red de emociones difícil de desgranar en su complejidad, pero que una vez separada en partes, brinda la recompensa de quien ha salido de ella siendo mejor persona, comprendiendo los vínculos empáticos, los distintos puntos de vista y habiendo encontrado una solución equilibrada para todos los afectados.

Freya acepta la disculpa de Kratos

Esta es la magia de Freya, sinécdoque de todo el reparto principal de God of War: Ragnarok. No son ni sus runas ni sus flechas encantadas; es su profundo arco de personaje en el que todos podemos vernos reflejados. Unos en su maternidad, otros en su actitud siempre luchadora, muchos en su dolor vital y algunos en la toxicidad de su relación. Pero hay un elemento común que los une a todos: la voluntad por hacerlo mejor, por ser más que el cúmulo de nuestros problemas y por siempre intentar dar con la solución correcta. No para nosotros, sino para todos.

 

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