«God of War: Ragnarök» (Santa Monica Studio, 2022): la rehumanización de la bestia
Bien es sabido que, en los últimos años, se han ido pavimentando las nuevas formas narrativas del videojuego. Naughty Dog nos hizo vivir el episodio de invierno en The Last of Us (2013), Toby Fox sorprendió a todos con el juego metanarrativo y cómplice para con el usuario en Undertale (2015), Yoko Taro lleva más de una década subvirtiendo la narrativa tradicional con elementos específicos del medio (el Yokoverso formado por las sagas Drakengard y NieR) y las obras de From Software han forjado un tipo de narrativa basada en trasfondos de ítems en el inventario y sutiles elementos del escenario. Hay, hasta cierto punto, un patrón: en el panorama independiente, con sus Firewatch (2016), What Remains of Edith Finch (2017), Celeste (2018), Sayonara Wild Hearts (2019) e Inscryption (2021), entre los muchos que podrían mencionarse, se tiende a romper con las bases del medio videolúdico. Por otra parte, los juegos más mainstream (los dos Red Dead Redemption, 2010-2018; The Witcher III, 2015; los dos Horizon, 2017-2022) presentan, en la mayoría de ocasiones, narrativas cercanas a la sensibilidad del cine. Las cinemáticas son la hoja de ruta y el jugador suelta el mando mientras sucede la historia. Quizás hay un mínimo sistema de decisiones que fomenta la interactividad, pero es más bien la excepción.
God of War Ragnarök se inserta en la segunda categoría, al menos en su historia principal. Siempre ha sido así en la franquicia de Santa Monica Studio, desde aquel Kratos en caída libre por un precipicio, desprovisto de cualquier esperanza. Sin embargo, como ya ocurría en su primera entrega dentro del soft reboot que supone God of War (2018), Ragnarök hace uso de un recurso magistral que aprovecha las posibilidades del medio: el plano secuencia. Y es que películas grabadas íntegramente en plano secuencia como puedan ser 1917 (Sam Mendes, 2019) o Rope (Alfred Hitchcock, 1948) son portentos técnicos, sí, pero con trampa y cartón. Hay artificio en obras donde resulta, por otra parte, natural que sus agentes no puedan entregar un rodaje de dos horas repletas de maestría interpretativa y coordinativa. Los videojuegos resuelven este problema inmersivo (sin desmerecer, por supuesto, los logros titánicos de Mendes y Hitchcock) desde su base. Como programas ejecutables, con sus líneas de código y procesos continuos, pueden construir una obra de casi 30 horas de duración en su historia principal sin un solo corte, llegando a las 60-70 si se le añade el contenido secundario. El plano secuencia conduce a la inmersión: seguimos a Kratos y Atreus desde el principio hasta el final de su viaje. Vivimos cada segundo, cada acción, cada gesto, cada conversación. En consecuencia, Ragnarök diluye la falta de interactividad enmarcando sus cinemáticas entre secciones de gameplay continuo. Ante todo, el jugador controla a Kratos/Atreus y tan solo se ve desprovisto del control para descansar de la miríada de inputs, sea para disfrutar del espectáculo o para profundizar en los personajes, enfocando la cámara en sus expresiones.
Los personajes son, en efecto, el foco de Ragnarök. Si, en 2005, alguien hubiese dicho a los jugadores del primer God of War que Kratos sería un buen padre, dispuesto a mejorar como persona y reposar las armas, el comentario habría sido recibido con carcajadas. Ahora, en 2022, hemos presenciado ese mismo hecho con todo lujo de detalles. Y, ante todo, nos ha resultado creíble. Ragnarök hereda al Kratos de 2018, pero no olvida el legado de la franquicia. Principio y final cobran igual importancia. Al fin y al cabo, el arco de personaje del blanquecino semidiós no se ha detenido nunca desde su primera entrega.
Kratos empezó como aquel espartano protagonista de una tragedia griega, abandonado por los dioses en el lejano God of War (2005). Con las siguientes entregas numeradas, God of War II (2007) y God of War III (2010), se truncaría en una versión más violenta de sí mismo. A medida que pasaban los juegos, los usuarios eran testigos de un descenso a los infiernos tanto literal como metafórico. Kratos terminaba su historia en Grecia como una bestia salvaje, un criminal que había llevado su venganza demasiado lejos. Incluso después de haber contemplado en primera fila el sufrimiento del semidiós ante un panteón egocéntrico y malvado, se creaba una desconexión entre jugador y personaje a medida que avanzaba la tercera entrega. Desde aplastar entre engranajes a una mujer inocente hasta decapitar dioses y teñir de rojo la pantalla con la sangre de Zeus, quedaba claro que no existía redención posible para Kratos. El ser humano había dado paso al animal.
A continuación vienen spoilers. En Ragnarök, salvando la década de distancia en tiempo real con el trágico desenlace del semidiós en Grecia, el animal vuelve a ser humano. La última entrega de la historia nórdica de Kratos es una rehabilitación. No hay venganza, no hay gloria en la guerra, no hay victoriosos. Solo el sufrimiento de quienes siguen adelante a pesar de la masacre. En su recta final, Ragnarök culmina el proceso de sanación de un Kratos doliente. Y lo hace acompañado. De la renovada amistad de Freya, del leal Mimir, pero, sobre todo, de su hijo Atreus.
Si en God of War III, Gaia era un vehículo para canalizar la destrucción de Kratos en el asalto al Olimpo, aquí el propio Ragnarök es símbolo de errores pasados. El inicio bombástico de la tercera entrega percibe una subversión afín a los temas de la obra en el final de Ragnarök; el juego nos recibe con una tonada trágica que avecina los horrores de la guerra. Cuando Atreus, siempre bueno y empático, reflejo de lo que Kratos podría ser, lamenta las muertes de inocentes midgardianos en el campo de guerra, sucede el momento: el tan repetido mantra de Kratos, “close your heart to it”, se transforma en otras cinco palabras. No hay música por todo lo alto ni interrupciones. Tras tantos, tantísimos juegos mostrando a un Kratos afectado por el síndrome postraumático, incapaz de aceptar la realidad de sus crímenes, escuchamos de su boca: “Today we will be better”. Conocemos el resultado: en la misión secundaria de la liberación del Lyngbakr («Weight of Chains»), queda claro que intentar arreglar los errores del pasado no suele llevar a lo que uno quiere, pero al menos puede servir de alivio para los damnificados. Ragnarök aclara que hay valor en dar el primer paso y enfrentarse a uno mismo, pero también que el primer paso es tan solo el comienzo. Los importantes son los siguientes, huellas horadadas con esfuerzo y dedicación.
A lo largo de la aventura por los Nueve Reinos, los jugadores hemos experimentado el cambio en Kratos al pausado ritmo que el estudio buscaba. El paternal gesto del hombre con su hijo al final de God of War (2018) ya había preparado el terreno para lo que ha terminado siendo, sin duda, uno de los arcos de personaje más elaborados en la historia de los videojuegos. Se trabaja poco a poco, detalle a detalle. La introspección a la que Kratos se somete al ver lo que sus acciones han resultado para la salud mental de Freya. Su dolor al despojarse de toda arma y armadura, observarse los brazos y recordar sus cicatrices en ambas sagas. El primer abrazo sentido a Atreus, la persona que tanto le recuerda a su esposa y que significa todo su mundo. Su reconciliación en Hel, cargada de sentimiento y perdón. Los recuerdos con Faye y la seguridad de que amar es lo más importante que puede ocurrirle a una persona, aun si su final definitivo es el dolor (“The culmination of love is grief”). Todo para llegar a esas cinco palabras que cambian por completo la perspectiva sobre el Kratos que conocíamos. Es la encarnación del tema principal de Ragnarök: aunque el destino esté escrito, forjamos nuestros propios caminos. No importa que Kratos haya sido bautizado “Dios de la Guerra” durante tanto tiempo; por primera vez, sabe que “war is not the only way”, que no está en su mano decidir las vidas de los demás y que ser padre también significa ser un modelo de vida. Lo dice su última batalla contra Thor y sus decisiones en el Ragnarök.
Pero la decisión más dura a la que se enfrenta Kratos es la última: dejar que su hijo abandone el nido. Los minutos finales de Ragnarök son a su vez los más punzantes. La culminación del arco de personaje y, en palabras de Faye, la culminación del amor. Esta vez, sin embargo, Kratos sabe cómo encararla: “Loki will go, Atreus remains”. Ya no volverá a cerrar su corazón a sentir. Está acompañado, aunque sea en lo más recóndito de su ser. No necesita espiar cada conversación de su hijo y, por primera vez, lo ve charlando con Angrboda sin escuchar una sola palabra.
God of War Ragnarök cierra con una promesa a futuro, un nuevo camino para recorrer. Quién sabe si Kratos realmente será venerado por el pueblo, si el “Dios de la Guerra” se convertirá en el “Dios de la Paz”, pero basta con la seguridad de que el Fantasma de Esparta ha muerto. Ahora, Kratos es un hombre nuevo, mejorado, rehabilitado. Es un modelo a seguir no a pesar de sus errores pasados, sino precisamente por ellos, por aceptarlos y esforzarse en compensarlos. God of War Ragnarok nos enseña una lección muy valiosa: que debemos tratar de ser mejores. Que debemos albergar esperanza y luchar para hacerla prevalecer. Y eso, en una franquicia como God of War, tiene mérito.
Graduado en Lengua y Literatura Españolas por la Universidad de las Islas Baleares (UIB). Titulado en el Máster en Lenguas y Literaturas Modernas (Estudios Culturales y de Género) y el Máster de Formación de Profesorado, ambos en la misma UIB. Apasionado por la cultura y yokotarado de corazón, salgo en busca de esas obras que remueven una parte de mi interior. Sea literatura, videojuegos, películas o series, todo puede ser un diálogo si se encuentra el verbo adecuado.