RIRCA recomienda: ficciones del salvaje oeste (I)
Siete años después de que los Lumière provocaran una crisis ansiosa dominada por el pavor en los espectadores parisinos al ver cómo un tren parecía que iba a salir directamente de la pantalla y arrollarlos en su L’Arrivée d’un train en gare de La Ciotat (1896), Justus D. Barnes apuntaba y disparaba directamente a cámara con una pistola cargada —poniendo, simbólicamente, la vida de los espectadores en peligro— en la The Great Train Robbery (1903) de Edwin S. Porter, la que llevaría a nuevas cotas de popularidad los esfuerzos anteriormente llevados a cabo por figuras como Sagar Mitchell y James Kenyon, con su Kidnapping by Indians (1899), para sistematizar el patrón del género que hoy en día conocemos como western. El éxito del trabajo de Porter implicaría la entrada del western dentro de un peculiar panteón de estimación al convertirse en uno de los grandes géneros de la era del cine mudo. Nombres como el de Tom Mix —The Man from Texas (Tom Mix, 1915), The Heart of Texas Ryan (E. A. Martin, 1917)— o William S. Hart —The Bargain (Reginald Barker, 1914), Tumbleweeds (King Baggot, 1925)— harían del western toda una institución dentro del cine de la etapa muda.
Sin embargo, llegaría el sonido al séptimo arte y cómo bien han sabido plantear la Sunset Blvd. (1950) de Billy Wilder y la Singin’ in the Rain (1952) de Gene Kelly y Stanley Donen, no todos los elementos de la nómina cinematográfica sabrían adaptarse al que probablemente sea el mayor evento revolucionario de su historia. El western, en esta línea, sufriría un proceso que bien podríamos llamar de “desinstitucionalización” en la década de los 30. Mientras los Wyler, Cukor y Felming escalaban posiciones con sus dramas, musicales y comedias, el género que enaltecía ese mítico salvaje oeste se veía relegado a un segundo plano al considerarse un mero entretenimiento pulp: simpático, pero intrascendente. Por suerte, no tardaría en llegar una caballería muy especial que no solo reviviría el género con productos tan eternos como Dodge City (Michael Curtiz, 1939) o Stagecoach (John Ford, 1939) —nótese que ambas películas, así como otras tantas, se estrenaron en 1939, año clave para la revitalización del western—, sino que también sentaría las bases de la representación del género que veríamos desarrollarse a lo largo de lo que la crítica ha acertado en bautizar como la edad de oro del western, una que desarrollaría sus bases temáticas —la acción, la dialéctica sangrienta entre indios y vaqueros, el código de honor—. Sería en estas inmediaciones temporales, que median entre 1939 y prácticamente los últimos años de la década de los 60, cuando los grandes filmes del salvaje oeste estadounidense se producirían en mano de nombres tan relevantes para la historia del cine como John Ford —The Searchers (1956), The Man Who Shot Liberty Valance (1962)—, Howard Hawks —Red River (1948), Rio Bravo (1959)— o Nicholas Ray —Johnny Guitar (1954)—, entre tantísimos otros.
En este mismo período sería cuando también se desarrollaría una de las iteraciones más simpáticas e internacionales del género con el nacimiento del spaghetti western. En ocasiones visto como un subgénero que buscaba la desmitificación del género canónico estadounidense, tan centrando en la estipulación de un juego de buenos y malos y el establecimiento de un canon masculinista en el que el hombre se aseguraba su propia hegemonía, el spahgetti western se levantaba, ya no tanto como una contestación por parte de sus productores, sino más bien como una apropiación de los códigos simbólicos desarrollados durante la época dorada del género para recontextualizarlos en la pasional cultura hispánico-italiana de las décadas de los 50 y 60. De entre todos los que cultivaron el subgénero a lo largo de su historia, destaca la gigantesca figura de un Sergio Leone que nos regaló la trilogía más célebre del spaghetti western con la «trilogía de los Dólares»: A Fistful of Dollars (1964), For a Few Dollars More (1965) y The Good, the Bad and the Ugly (1966), todas protagonizadas por un Clint Eastwood en plena efervescencia de su peculiar y estoico estilo interpretativo.
Sería tras esta época que comenzaría un tipo de western destinado a difuminar las robustas líneas duales trazadas por la praxis simplificadora del género canónico. Ya sea de mano de un George Stevens seducido por lo psicológico —Shane (1953)—, del Peckinpah más acérrimo a la deconstrucción —The Wild Bunch (1969)— o de la entrada alucinógena y ácida del siempre controvertido Jodorowsky —El Topo (1970)— o del Alex Cox más enrabietado —Walker (1987)—, las voces cantantes de la industria fílmica de Hollywood parecían estar dedicándole muchos esfuerzos a la sepultación de un género que, quizás desde la perspectiva de una época que comenzaba a gustar mucho de los incipientes estudios culturales y revisionistas, representaba una romantización de una etapa que no debería celebrarse tanto, por lo menos no desde el punto de vista que se llevaba cultivando desde prácticamente los inicios del género. Y bien: ¿ha sucedido, verdaderamente, esta inhumación del género? La historia del cine habla y parece que la salud del western, si bien no tan vigorosa como antaño, goza de buenas lecturas médicas. Simplemente, tenemos que partir de la base de que la hibridación de géneros es un fenómeno francamente común en la actualidad y que los productos representativos del western se han descentralizado de los páramos desérticos estadounidenses y se han reubicado en países de todo el mundo. Seguimos teniendo las iteraciones más canónicas del héroe trágico de estas películas, principalmente traídas a colación por uno de sus representantes más icónicos, esto es, Clint Eastwood —Gran Torino (2008), Cry Macho (2021)—, pero también tenemos ejemplos que atentan contra cualquier idea de hegemonía genérica, como la queer y celebérrima Brokeback Mountain (Ang Lee, 2005), la poética Jauja (Lisandro Alonso, 2014) o la superheroica Logan (James Mangold, 2017). Sea como fuere, desde RIRCA queremos recomendaros toda una serie de westerns que consideramos que deben ser vistos y valorados desde una luz positiva.
Gerard Bibiloni Isern: The Great Silence (Sergio Corbucci, 1968)
Casi cincuenta años antes de que Tarantino llevara el argumento de su The Hateful Eight (2015) a las estepas nevadas de Wyoming, Sergio Corbucci localizaba la fábula de su aclamada The Great Silence (1968) en una nevadísima Utah para contarnos la historia de Silencio (Jean Louis Trintignant), un pistolero mudo y solitario que es contratado por una viuda (Vonetta McGee) para vengar la muerte de su marido, asesinado a sangre fría a cambio de unos pocos dólares por unos cazarrecompensas liderados por Loco (Klaus Kinski). La película supondrá una entrada de lleno a un universo en el que no tenemos que fiarnos de la pureza blanca de la nieve caída y reposada, pues las inquinas y sus sucesoras venganzas supondrán la pieza clave para que la relación entre todos los protagonistas avance hasta su inevitable desenlace.
Localizable en el curioso y subversivo marco del spaghetti western, esta notable pieza de Corbucci puede atribuirse el ser uno de los pocos westerns que verdaderamente entiende el modus operandi de los bandidos y forajidos del oeste estadounidense. En una época en la que todavía quedaba pendiente la configuración de un verdadero código moral que alejara al ciudadano estadounidense medio del eterno mito del «salvaje oeste» —que se convertirá en uno de los temas centrales de la película de Corbucci, esto es, la erradicación del arquetipo del cowboy y todo lo que trae consigo—, en el juego entre buenos y malos necesariamente no siempre tenía que ganar el bueno. E, incluso, la película llega a preguntarse si el «bueno» es realmente bueno o si solo se beneficia de un tipo de legislación chabacana que se fundamento en un principio primitivo de reciprocidad: tú me pegas, entonces yo te pego más fuerte.
The Great Silence tiene presencia, ya no solo por la subversión del concepto oeste en lo que a puro espacio se refiere —la arena se sustituye por nieve, las tormentas pasan a ser ventiscas—, sino también por un magnífico elenco con una personalidad arrolladora que exprime cada una de las escenas en las que aparecen y que nos ha regalado el dúo Trintignant-Kinski, uno de los más brutales e icónicos de la historia del western en general. Si bien el tiempo está colocando la película en un lugar de mayor prestigio —los comienzos fueron duros para The Great Silence—, no podemos perder esta ocasión para recomendar y reivindicar uno de los filmes más opacos y pesimistas que nos dio el subgénero del spaghetti western en la década de los 60.
Aitor Fernández de Marticorena Gallego: Meek’s Cutoff (Kelly Reichardt, 2010)
Ligeramente basada en hechos reales, la cinta de Kelly Reichardt se estrenó en 2010 para el 67º Festival Internacional de Cine de Venecia sin mucho éxito. Trata un evento histórico de 1845 protagonizado por Stephen Meek, famoso cazador y explorador del Oeste, quien dirigió una caravana por el desierto de Oregón en un camino que recibiría en el futuro el nombre de Meek Cutoff.
En lugar de acudir a los lugares comunes del western, la obra de Reichardt parte de una perspectiva distinta sobre el género que se apoya en sus raíces para explorar nuevos territorios, más psicológicos y meditativos. No hay acción, solo contemplación. La figura del hombre de los áridos, representada por Meek, no impone respeto; suscita miedo y disgusto. Para ello, Reichardt rechaza cualquier ensalzamiento del liderazgo de Meek, acudiendo siempre a la propia figura histórica. El título es ya un juego con este hecho: no es «El Atajo Meek», sino «El Atajo de Meek». La obra hace responsable al protagonista del viaje de todo lo negativo que sucede durante el mismo. En la cinta, Meek dice ser perfecto, estar conectado con la naturaleza y tener un ángel de la guarda en ella minutos antes de lanzar discursos sobre los peligros de la inmigración y la repugna a los indígenas. La naturaleza lo acepta siempre y cuando solo sea a él. Esta deconstrucción del protagonista clásico del western encuentra su máximo exponente en una frase de Meek: las mujeres son caos y los hombres, destrucción. Sin embargo, Meek es ambos al mismo tiempo. El grupo se pierde por su culpa, un hombre inocente muere a sus manos. Caos y destrucción.
La visión de Meek como instigador de los problemas nace del revisionismo del western desde una perspectiva moderna. La cinta critica el colonialismo y ensalza a la mujer como un agente tanto o más importante que Meek en el viaje de la caravana. En este revisionismo cabe también la crítica a las doctrinas cristianas de la época, con la Biblia a modo de fisicalización del tema principal: la moralidad de los actos protagonistas, que nace de la xenofobia estructural de las enseñanzas cristianas.
En lo técnico, Reichardt organiza su cinta a través de secuencias largas, planos claustrofóbicos y diálogos inaudibles. La relación de aspecto, el formato académico, replica la estética de muchos westerns mientras, al tiempo, evita cualquier tipo de widescreen asociada a su vertiente más épica. Todo el aparato audiovisual declara las intenciones de la directora: introducir al espectador en el tedio de un viaje lento, desesperanzador y liderado por un hombre falto de empatía. Con estos atributos, no debería de sorprender si la obra resulta para algún espectador opaca, de lentitud extrema, como tratando de imitar el estilo de aquella Picnic at Hanging Rock (Peter Weir, 1975) sin terminar de capturar su poesía onírica. Con todo, hay profundidad en sus formas y propósito en cada escena. En Meek’s Cutoff, una secuencia tan sencilla como el personaje de Paul Dano conversando con un indígena puede encontrarse llena de significado en su dirección y guion. Hay aquí mucho del estilo que permea a Claire Denis y su Beau Trevail (1999); fans de aquella obra encontrarán aquí una perpetuación de ese nicho fílmico tan interesante.
Nuria Vidal: Trigun (Madhouse, 1998)
Uno de los mayores rasgos definitorios de la animación japonesa es el riesgo que asumen en sus producciones. La época de los 90 es extremadamente prolífera en este sentido: series que experimentan con la forma y la narración que, décadas más tarde, se han convertido en animes de culto. En este contexto ubicamos la recomendación de hoy. Siendo la adaptación del manga de Tasuhiro Nightow, Trigun (Madhouse, 1998), es una rareza dentro de la producción de finales de los años 90 que mezcla elementos del género western con características propias de la ciencia ficción. Una hibridación genérica que se ha denominado space-western y que tiene a otros animes como Cowboy Bebop (1998), Outlaw Star (1998) y Coyote Ragtime Show (2006) como sus máximos exponentes.
Ambientada en un futuro lejano, más concretamente en el siglo XXXII, la trama nos ubica en un planeta ficcional llamado “No Man’s Land” en un contexto de desabastecimiento de recursos naturales y ciudades prácticamente deshabitadas. La serie sigue durante 26 episodios a Vash La Estampida, un forajido con la recompensa más grande de la galaxia sobre su cabeza a quien todos quieren dar caza; en especial, la banda Gung-Ho Guns y los asesinos que la componen. La fama que precede a la peligrosidad de “El Hurcán Humanoide” que causa destrucción por donde pasa se ve truncado por su viaje por los diferentes rincones del planeta y por su complicidad con los personajes que se encuentra. Principalmente, con Meryl “The Derringer” Stryfe y “Stungun” Milly Thompson, dos empleadas de una compañía de seguros que lo persiguen para minimizar los daños; y de Nicholas D. Wolf, un hábil pistolero-predicador. Por tanto, la premisa narrativa de la serie gira en torno a los tropos e iconografía del neo-western. Desde el planteamiento de Vash como un héroe crepuscular atormentado por su pasado, pero con una personalidad pacifista; hasta la aparición de sheriffs, de los enemigos de turno y de sus compañeros de viaje.
Así, el mayor aliciente de la serie es el planteamiento de una trama híbrida que se maneja a la perfección entre el western y la space-opera distópica. Durante el trascurso de la serie nos movemos por un entorno hostil del planeta desértico con sus saloons, ciudades desoladas y extensas llanuras arenosas combinadas con plantas de energía renovables, naves espaciales y trenes de vapor y turbinas. En definitiva, en Trigun, el salvaje oeste se encuentra con la estética steampunk. Trigun es un anime con un carisma único que la ha llevado a considerarse en una serie indispensable. Un éxito que también se refleja en sus continuaciones con el largometraje Trigun: Badlands Rumble (2010) y su reciente reboot Trigun Stampede (2023) que demuestra que el universo space-western de Vash La Estampida se encuentra en plena forma.
Nuestro trabajo tiene como objetivo el análisis de la construcción de la ficción audiovisual y su significado cultural. Desde planteamientos transversales e interdisciplinarios, nuestras investigaciones reflexionan acerca de los mecanismos narrativos y la puesta en escena de las ficciones audiovisuales en distintas plataformas (cine, televisión, anime, videojuegos y transmedia). Así, entendemos estos productos como elementos esenciales para comprender nuestra identidad cultural y como herramientas de diálogo y debate con la sociedad.