Representación, Ideología y Recepción en la Cultura Audiovisual

RIRCA recomienda: ficciones policiales (II)

Continuamos con nuestras recomendaciones de ficciones policiales o police procedurals.

Gerard Bibiloni: Cure (Kiyoshi Kurosawa, 1997)

Demonios deformes, apariciones fantasmales, espíritus vengativos. Son muchas las entidades que pueden protagonizar una historia de terror japonés, subgénero que de forma cada vez más notable se ha ido labrando un nombre en la cultura narrativa universal por lo particular y peculiar de sus características. Las historias que conforman el cómputo de productos culturales del género acostumbran a seguir una lógica psicológica, normalmente basadas en el suspense, que se dejan llevar por el imaginario irracional de lo sobrenatural y espectral. Si bien el terror japonés se ha cultivado a lo largo de toda la historia cultura de su país de origen, especialmente a partir de los períodos Edo y Meiji, y conectándolo ya con el séptimo arte, será con motivo de los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki cuando veamos una explosión particularmente cruenta de películas centradas en la exploración genérica de este terror japonés. Desde Godzilla (Ishiro Honda, 1954) hasta Exte (Sion Sono, 2007), pasando obligatoriamente por las celebradas Onibaba (Kaneto Shindo, 1964), Kwaidan (Masaki Kobayashi, 1965), Ring (Hideo Nakata, 1998) y The Grudge (Takashi Shimizu, 2004), el terror japonés contemporáneo ha explorado cuestiones tan escamosas como el trauma —tanto individual como colectivo—, las dinámicas de poder y la desazón existencial a través de mecanismos narrativos fuertemente arraigados a su folclore.

Entre ese generoso paréntesis temporal que planteábamos, la película Cure (Kiyoshi Kurosawa, 1997) guarda un lugar especial por lo particular de su género —una hibridación entre el ya mentado terror japonés y la narrativa detectivesca— y por cómo supone una actualización de los preceptos del llamado “J-Horror” para adecuarlos a la sensibilidad de mediados y finales de la década de los 90. El argumento de Cure nos invita a seguir al detective Kenichi Takabe (Koji Yakusho) en la investigación de una serie de terribles asesinatos en los que un símbolo en forma de “X” es grabado en los cuellos de cada una de las víctimas. Más allá de este detalle, ¿qué es lo verdaderamente extraño del asunto? Pues que el asesino en cuestión siempre se halla junto a la víctima y asegura no recordar nada relacionado con el crimen. Kiyoshi Kurosawa nos lleva a plantearnos preguntas de profundidad pasmosas acerca de la naturaleza del mal y cómo este es capaz de encontrar huéspedes comprometidos con llevar a cabo la fechoría. Propone una lectura epidémica del fenómeno maligno, uno del que nadie parece quedar impune.

Grabada con una sensibilidad especial hacia la captación de atmósferas atrapantes y angustiantes, y encabezada por una interpretación del personaje protagonista magnífica por parte de Yakusho, Cure supone uno de los proyectos más refinados y excelentes de la historia del cine de terror, no solo en su terreno patrio nipón, sino también a nivel global.

Guillermo Amengual: El infierno del odio (Akira Kurosawa, 1963)

El señor Gondo, un adinerado empresario que forma parte de una de las fábricas de zapatos más afamadas de Japón, está a punto de realizar una importante inversión que le hará tener el control absoluto de su empresa. Sin embargo, una llamada a la noche lo cambia todo. Al otro lado del teléfono, una voz afirma haber secuestrado a su hijo. Para rescatarlo deberá entregar una cuantiosa suma de dinero a los criminales. Todo parece una broma cuando aparece el primogénito del señor Gondo en la casa, pero la pronto aparece el fiel chofer del empresario consternado porque no sabe dónde está su hijo; con quien estaba jugando a indios y vaqueros el hijo del patrón. Es ese niño quien ha sido secuestrado.

Esta es la premisa de El infierno del odio (1963), una de las obras maestras del cine policiaco y del cineasta japonés Akira Kurosawa. El film -cuyo título original se traduciría como El cielo y el infierno– sigue la tensa situación que vive el empresiario Gondo al tener que decidir si invertir en la empresa que le llevará a convertirse en un multimillonario o perder gran parte de su patrimonio al ayudar a pagar el rescate del hijo de su fiel chofer. Paralelamente, una patrulla de policías comandada por el detective Tokura trabaja por descubrir el paradero del secuestrador y entender las motivaciones que le han conducido a cometer el crimen. Ambas líneas argumentales exploran la sociedad japonesa de los años 60, todavía marcada por los estragos de una Segunda Guerra Mundial que tan solo ha hecho que la brecha entre ricos y pobres se haga cada vez más grande.

Akira Kurosawa demuestra una vez más su versatilidad con todos los tipos de géneros cinematográficos. A El infierno del odio le anteceden otros tantos noirs como Perro rabioso (1949) o Los canallas duermen en paz (1960), pero es esta cinta -protagonizada por un magistral tándem actoral formado por Toshirō Mifune (el señor Gondo) y  Tatsuya Nakadai (el detective Tokura)- la que supone un antes y un después en la historia del género. Todo ello gracias a historia con un guion perfecto y una dirección sublime donde la colocación de la cámara y de los personajes se ejecuta con una gran precisión de cirujano para construir una narración que gira en torno a las contradicciones de la vida, el equilibrio entre ambas y las desigualdades. Temas como el bien y el mal, la pobreza y la riqueza, el perdón y el resentimiento se ven representados en cada uno de los planos del film. A esta película le debe mucho la afamada Parásitos (Bong Jon-Hoo, 2019), donde también existe una dialéctica sobre la lucha de clases y la codicia. También en películas españolas como Que Dios nos perdone (Rodrigo Sorogoyen, 2016) vemos claras influencias que beben del film de Kurosawa.

Además, aunque es con Dodes’ka-den (1970) cuando Akira Kurosawa decide realizar una película por primera vez en color, en El infierno del odio, pese a tener uno de los blancos y negros más bellos de la historia del cine, hay una escena donde se hace uso del color como elemento simbólico dentro de la narración. La escena se convierte en el precedente de la etapa final de Kurosawa donde desarrollará un uso del color muy significativo convirtiendo sus fotogramas en cuadros impresionistas.

Laura Taltavull: El silencio de los corderos (Jonathan Demme, 1991)

Estrenada en 1991, El silencio de los corderos es un referente del género de terror psicológico y el thriller policial que dejó una huella imborrable en el cine. Dirigida por Jonathan Demme y basada en la novela de Thomas Harris, esta película es una exploración escalofriante de la mente humana, con actuaciones icónicas, una narrativa finamente entretejida y una tensión atmosférica inolvidable. En el corazón del filme se encuentran las extraordinarias actuaciones de Jodie Foster, como Clarice Starling, y Anthony Hopkins, como el Dr. Hannibal Lecter. Foster aporta profundidad y vulnerabilidad a su interpretación de Clarice, una aprendiz del FBI encargada de entrevistar al brillante y monstruo Dr. Lecter, interpretado, incomparablemente, con su escalofriante encanto, por Hopkins. Su admirable actuación le valió al personaje ser recordado en los anales de la historia del cine.

La fuerza de la película reside en su intensidad psicológica. Desde las inquietantes entrevistas entre Clarice y Lecter hasta la guerra psicológica que se erige entre ellos, El silencio de los inocentes profundiza en los rincones más oscuros de la mente humana. El juego del gato y el ratón entre el FBI y el esquivo Buffalo Bill, un asesino en serie suelto, aumenta el suspenso, creando una atmósfera de tensión palpable que mantiene a los espectadores al borde de la incertidumbre. Clarice es una protagonista convincente por su complejidad e inteligencia. Su viaje, tanto personal como profesional, añade una capa de profundidad a la narrativa. Además, la joven y ambiciosa aprendiz del FBI enfrenta desafíos de género dentro de un mundo dominado por hombres. Sin embargo, su determinación y resiliencia la convierten en un personaje destacado y pionero en la representación de mujeres en thrillers policiales.

La dirección de Jonathan Demme y la destreza general de la película contribuyen significativamente a su impacto. El uso de primeros planos durante las intensas conversaciones entre los personajes, realza inmensamente el peso emocional y psicológico de las escenas. La meticulosa atención al detalle de la película, desde las investigaciones forenses hasta la descripción de los entornos de prisión y asilo, aumenta su calidad inmersiva. Finalmente, la inquietante música de Howard Shore acaba de complementar la atmósfera de suspenso de esta experiencia cinematográfica inolvidable. El silencio de los corderos sigue siendo un tour de force cinematográfico, una película que trasciende su género para convertirse en una piedra de toque cultural, siendo su impacto inconmensurable. Con sus actuaciones estelares, profundidad psicológica y artesanía cinematográfica, más de tres décadas después de su estreno, conserva intacto su poder para cautivar y aterrorizar al público.

 

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