Representación, Ideología y Recepción en la Cultura Audiovisual

RIRCA recomienda: los mejores musicales (I)

El género musical es inequívocamente norteamericano. Así, los comienzos del cine sonoro van ligados al nombre de Al Jolson y el musical The Jazz Singer. A partir de aquí, los estudios cinematográficos empezaron con producciones emblemáticas y personalidades que marcaron los años dorados del musical: el renovador Busby Berkey con sus casi anuales Broadway Melody, Fred Astaire y sus distintas parejas de baile para RKO, Judy Garland con su Wizard of Oz o The Pirate con Gene Kelly, auténtico renovador del género juntamente con Stanley Donen. Musicales, los de la década de los 40-50 que suelen tener características comunes: la intercalación de canciones en argumentos sencillos que pueden tener una relación efectiva o simplemente como lucimiento de un «artista-no-necesariamente-actor», un desarrollo no excesivo de los personajes, la inclusión de un número espectacular y un final más o menos precipitado. Un planteamiento que fue modificándose en la década de los 60 con musicales extraordinarios, con un desarrollo argumental y construcción de personajes importante, así como su puesta en escena; siendo muchos de ellos, traslaciones a la pantalla de éxitos teatrales de Broadway —o la inversa en algunas ocasiones— que siguen siendo emblemáticos: West Side Story, Camelot, The Sound of Music, My Fair Lady, Hello Dolly o Funny Girl. Sin embargo, la producción de musicales fue decayendo hasta el punto de que las productoras solo financiaron proyectos puntuales como Cabaret o All That Jazz de Bob Fosse, además de filmes puntuales, muchos de ellos éxitos teatrales como Hair o Jesuschrist Superstar del más que prolífico Andrew Lloyd Weber.

Un género que parece haber resucitado en la actualidad en la que no solo se recuperan las traslaciones teatrales con la más que reciente Matilda, se homenajea al género recuperando y/o releyendo su esencia como es el caso de La La Land, o se realizan biopics de figuras de la música desde perspectivas diferentes que van desde la hagiografía evidentemente relacionada con su mitificación  hasta el relato de un periodo conflictivo de su vida. Los nombres, entre otros, Judy Garland, Tina Turner, Elvis Presley o Freddie Mercury. Y también la miniserie Fosse/Verdon (FOX, 2019) o Glee (FOX, 2009-2015)

En estas coordenadas se mueven las recomendaciones que os presentamos, aún sabiendo que nos dejamos muchas producciones  y nombres que deberían formar de estos posts.

Patricia Trapero: Kiss Me Kate (George Sidney, 1953)

En 1953 se estrenaba Kiss me Kate dirigida por George Sidney, uno de los nombres asimilados al género musical norteamericano entre 1940 y 1960 con títulos tan dispares como Bathing Beauty con la nadadora Esther Williams, Show Boat con Ava Garner y Howard Keel, Anchors Aweight con Gene Kelly, Pal Joey con Frank Sinatra y Rita Rayworth o Living Las Vegas con Elvis Presley. La cinta de Sidney es una traslación a la pantalla del musical de Bella y Samuel Spewack estrenado en Bradway en 1948 con música de Cole Porter.

El argumento se centra en la producción del espectáculo musical Kiss me Kate basado en la obra The Taming of the Shrew de William Shakespeare de manera que la pugna entre el soberbio Petruccio y la indómita Catalina son idénticas a las relaciones entre el director-productor-actor del espectáculo Fred Graham (Howard Keel) y su ex mujer-diva del musical Lili Vanessi (Kathryn Grayson). Un esquema de espejo que esconde un juego metaficcional que también alcanza al origen de la producción teatral basada en hechos reales, por llamarlo de algún modo. De esta manera, la cinta se inicia con una escena en la que Graham está con Cole Porter en su apartamento preparados para convencer a Lili de que acepte el papel de Catalina. Una presencia simbólica de Porter que se abandonará rápidamente pero que sirve para configurar a los personajes y sus relaciones. La película, desde este momento, se centra ya en la representación de la obra y en los constantes enredos y situaciones equívocas que se producen entre el escenario y el backstage de manera que estas últimas se reflejan en la representación. Como no podría ser de otro modo, la enemistad de ambos protagonistas se verá interferida por la subtrama sentimental protagonizada por la actriz Lois Lane (Anne Miller) que encarna a Bianca, hermana de Catalina y su novio Bill (Tommy Rall) quien introduce una línea de «noirness» utilizado como comic relief en la película.

Si bien Kiss me Kate se enmarca en los cánones del género de los años 50, en la película subyace una dramaturgia  musical y coreográfica muy bien delimitada: los personajes protagonistas no tendrán ninguna intervención musical fuera de la trama que están representando sobre la escena ya que su linea de trabajo es la traslación de la relación Fred/Petruccio con Lili/Catalina; los personajes secundarios Lois y Bill tienen coreografías específicas contemporaneizadas, por llamarlo de algún modo, de manera que no solo tienen su momento de lucimiento personal —especialmente Anne Miller, que es de lo mejor del film juntamente con la intervención de Bob Fosse como Hortensio, uno de los pretendientes de Bianca— sino también ofrecen un dinamismo al film como musical. Finalmente, a ellos se unen los números e intervenciones cómicas protagonizadas por los gángsters torpones Slug y Gremio quienes se asimilan a los códigos del vaudeville popular norteamericano. Justamente este, además del elemento metaficcional, es el valor añadido de Kiss me Kate, una película de final precipitado  —como muchas de las producciones de la época— y más que discutible conceptualmente como la misma obra de William Shakespeare.

Una película recomendable. Y un musical que algo debe tener cuando todavía se está reponiendo aunque, eso sí, no en circuitos estadounidenses.

Nuria Vidal: Víctor o Victoria (Blake Edwards, 1982)

Si nos trasladamos a la cinematografía de los años 80, seguramente no destaque por la producción de musicales; aunque se trate de una década de bandas sonoras icónicas. La vitalidad que gozaba el género en los 50-60s solo la recuperaban estrellas de la talla de Barbra Streisand o Julie Andrews en cuyas figuras aún resonaba el eco de la gran época del musical clásico. En este contexto de enmarca Víctor o Victoria, largometraje dirigido por Blake Edwards en 1982 y que pretende recuperar cierta magia y esplendor de los musicales de décadas pasadas. A pesar de que, sinceramente, la elección de esta recomendación surja de mi fascinación por su protagonista, Julie Andrews, la película despliega una serie de temáticas que fueron muy avanzadas para su época. Sobre todo, si contemplamos la pretensión de la película por evocar un sentimiento nostálgico hacia los musicales clásicos en la forma de tratar su estructura y tono; que no su contenido.

La trama se ubica en París de los años 30 en el que seguimos a Victoria Grant (Julie Andrews) una joven cantante con problemas económicos que asiste, sin fortuna, a audiciones. Una gran ocasión se le presenta cuando Carroll (Robert Prestton), un compañero de profesión le propone una especie de engaño: Victoria se hará pasar por un hombre (bajo el nombre de Víctor) que, a la vez, es un transformista que interpreta el rol de una mujer. El éxito de “Víctor” como cantante lo sitúa como uno de los artistas más solicitados de la ciudad gracias a su “forma de interpretar con fidelidad a una mujer”, lo que llama la atención del Sr. Marchand (James Garner), un empresario americano. Si bien la premisa ya resulta estrafalaria de partida, las situaciones que desarrolla la película siguen esa estela. Siendo la adaptación de la cinta alemana de 1933 Viktor und Viktoria, la película se construye a partir de enredos cómicos que giran en torno a las identidades de género. La historia explora y cuestiona las identidades sexuales a través de la artista y su alter ego, Víctor/Victoria, en el que la homosexualidad y la bisexualidad están en el centro de la trama. Algo que, si bien se abandona en ciertos momentos para centrarse en un discurso que sigue siendo heteronormativo en su conclusión, fue atrevido para el momento de su producción y la época donde se sitúa la película. Poner en un aprieto de identidad sexual a un galán como James Garner era un sinónimo claro de transgresión. Así, la cinta no explota ni se mofa de los cambios de roles de género ni de la transexualidad. En este sentido, se siente alejada de las controversias de Tootsie (curiosamente, ambas del 1982), pero también muy lejana del final de Some Like it Hot donde, al final, “nadie es perfecto”.

También cabe reivindicar la figura de Julie Andrews que realizó esta interpretación en un momento de su carrera – a los 47 años – muy alejada de su época dorada de éxitos musicales. El retorno de Julie Andrews después de sus comienzos sobre las tablas con los estrenos en Broadway en My Fair Lady en 1956 y Camelot en 1960 y de hacer roles más dulces como Mary Poppins (1964) o The Sound of Music (1965), supone un aliciente a destacar en Víctor o Victoria. Una energía y magnetismo que ya la hizo triunfar en otros musicales menos conocidos como Star! (1968) y Thoroughly Modern Millie (1967) y que recupera en esta película. Igualmente, en 1995 se estrenó el libreto de Victor/Victoria en Broadway nuevamente interpretado por Julie Andrews. Esta vez, a sus 60 años, se atrevió a cantar y bailar en los icónicos números “Le Jazz Hot” y “The Shady Dame From Seville” en un papel que ya es parte de la historia de los musicales.

Laura Taltavull: All that jazz (Bob Fosse, 1979)

La famosa crítica de danza Arlene Croce en su crítica al muscial Chicago (Fosse & Ebb, 1975) escribió: «Muchas personas del espectáculo buscan profundamente en sí mismas algo que decir y descubren que el único tema que conocen es el mundo del espectáculo«. La observación se aplica con igual relevancia y melancolía a All That Jazz, la película autobiográfica en la que el cineasta y coreógrafo Bob Fosse adapta hechos de su agitada vida profesional y amorosa, concretamente, en el intenso período de trabajo durante la edición su película Lenny y la preparación del musical Chicago.

Una fina capa de ficción cubre el musical de Fosse, quien se reemplaza por Joe Gideon, encarnado por Roy Scheider. Fumando un cigarrillo tras otro y acostándose con las bailarinas que conquista, comienza el día escuchando a Vivaldi, poniéndose gotas en los ojos y medicándose para poder mantener su ritmo de trabajo. Mientras lucha contra sus productores por la dirección creativa del musical y por encontrar satisfacción con la edición de su película, su novia Katie Jagger, su exmujer Audrey Paris y su hija Michelle (las tres maravillosamente interpretadas por Leland Palmer, Ann Reinking y Erzsébet Földi) tratan de sosegarlo, pero su cuerpo está exhausto

En sus sueños, coquetea con un ángel de la muerte llamado Angélique (Jessica Lange). En esa serie de secuencias, ambos mantienen conversaciones conmovedoras y reveladoras en las que Gideon intenta justificar o arrepentirse de sus desastrosas elecciones vitales. Esta presentación no realista, ubicada en algún lugar entre la teatralidad y la fantasía, se da desde temprano y continúa a lo largo de la película. Una forma muy audaz de presentar la historia a una audiencia estadounidense típicamente enganchada al realismo.

Su condición física empeora y sufre una angina de pecho. Pasada esta crisis, Joe regresa a su trabajo, pero los médicos le advierten que está arriesgando su vida y le ordenan reposo estricto. Como consecuencia, su show es postergado, pero Joe no abandona los excesos, ni siquiera dentro del hospital. En consecuencia, y tras enterarse de que su película ha recibido malas críticas, sufre un infarto agudo de miocardio y tiene que ser sometido una operación de urgencia. En su lecho del hospital, su muerte está cerca y va a experimentarla como si fuera un monumental show en el cual él es la estrella.

No se puede hablar de All That Jazz sin mencionar su edición. Todo está filmado con nitidez y con un impecable sentido del ritmo. No se desperdicia una escena. Nada se siente demasiado corto o abrupto. Está perfectamente escenificada y poderosamente interpretada. En términos de técnica y habilidad es casi insuperable. Por eso es para muchos una de las mejores películas estadounidenses jamás realizadas.

Guillermo Amengual: Los paraguas de Cherburgo (Jacques Demy, 1964)

A pesar de que los inicios del cine musical estuviesen ligados a la industria cinematográfica norteamericana, en Europa, como ha ocurrido en múltiples ocasiones a lo largo de la historia del séptimo arte, han sido muchos los realizadores que han tomado las claves del género para reinterpretarlas y adaptarlas a su contexto y visión autoral.

Jacques Demy, cineasta francés y marido de la gran Agnès Varda, es reconocida como una de las figuras más importantes del cine y uno de los mejores realizadores de musicales cinematográficos. Su opera prima Lola -inspirada en  el personaje homónimo de Marlene Dietrich en El ángel azul (Josef Von Stenberg, 1930)- fue prueba de su virtuosidad a la hora de manejar la cámara y la puesta en escena, así como la maestría al construir un guion lleno de personajes y vidas cruzadas que persiguen un destino que difícilmente llegan a alcanzar. Pero su fama y reconocimiento llegaron con la obra maestra que es Los paraguas de Cherburgo (Les parapluis de Cherburg) por la que recibió la Palme d’Or del Festival de Cannes en 1964.

Podríamos haber señalado otras grandes obras de Demy como Las señoritas de Rochefort (1967) o Piel de asno (1970), pero lo cierto es que Los paraguas de Cherburgo es -indudablemente- la obra perfecta para adentrarse en el universo del director francés. Si bien puede que nos despiste su puesta en escena manierista, llena de color y de escenarios barrocos, o su propia esencia como musical, esta obra podría ser considerada como un film clave del movimiento de la Nouvelle Vague, pues sin duda Demy es moderno y revolucionario en la puesta en escena y, en su perfecto guion, se desarrolla un trasfondo de crítica contra la nación en la que la Guerra de Argelia sera un elemento clave en el devenir de la trama; igual que sucedía en cintas de sus compañeros Varda, Truffaut, Godard o Chabrol.

El film, cuyos diálogos son todos cantados y acompañados de la magistral música de Michel Legrand, nos narra la historia de Geneviève, una joven que trabaja en la tienda de paraguas de su madre y que se enamora de Guy, un joven y simpático mecánico al que ama incondicionalmente. Los planes de boda de los enamorados se verán truncados tras el estallido de la Guerra de Argelia, que ocasionará que Guy deba marcharse a combatir. A partir de ese punto no solo será la vida del joven la que esté en riesgo, sino también la relación de ambos y la promesa del amor incondicional y eterno que se irá disipando a medida que pase el tiempo.

El estilo pomposo y naif de la cinta se convierte en el contrapunto de una historia clásica y trágica en la que se cuestiona la importancia que le damos al amor y su capacidad por «curarlo todo» y por ser eterno e inmutable. Catherine Deneuve hace uno de los papeles más icónicos y deslumbrantes de su carrera. Su personaje es delicado, inocente y influenciable. Teme defraudar a la gente que le rodea: a Guy y, sobre todo, a su madre, que intenta imponerse por encima de los deseos de su hija.

Ver Los paraguas de Cherburgo es una experiencia única. Todo en ella está realizado con mucho detalle, cuidado y mimo: la música, las coreografías, las letras/diálogos, las interpretaciones, los movimientos de cámara, los decorados, la iluminación… todo conforma una obra musical que nos hace quedarnos pegados a la pantalla y dejarnos llevar por una de las mejores películas de la historia del cine.

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *