Representación, Ideología y Recepción en la Cultura Audiovisual

RIRCA recomienda: metaficciones (I)

Decía Johan Huizinga en su libro Homo ludens, publicado en 1938, que el ser humano es lúdico por naturaleza. No juega necesariamente para aprender; juega para entretenerse. Y, aun así, de todo juego se desprende algún tipo de rasgo cultural o social del que podemos aprender. Esa es la paradoja humana. Jugamos al ajedrez por entretenimiento, pero aprendemos estrategia militar en el proceso. Jugamos al rol para divertirnos, pero aprendemos, al convertirnos en otro, a entender formas de pensar ajenas o latentes en nosotros mismos. Si llevamos el juego al terreno de la ficción, creamos la metaficción. En ella, jugamos con las bases narrativas comunes para construir nuevas formas de entretenimiento, pero también desafiamos los tropos que configuran las artes narrativas. Así, explorar los entresijos del ser humano se convierte en una tarea no solo de la ficción, sino también del juego que es la metaficción. Ambas son expresiones artísticas del homo ludens.

Las metaficciones existen en la ficción universal desde hace siglos. Si bien se considera el siglo XX como el crisol literario de la metaficción, basta acudir a la segunda parte del Quijote (1615) para encontrar ya un claro ejemplo. En ella, Miguel de Cervantes no solo implementó el éxito de la primera parte en la segunda, donde los propios Quijote y Sancho son ahora famosos gracias a la publicación del libro, sino que también hizo alusiones (y críticas) directas a la versión de Avellaneda, publicada en 1614. También Jane Austen (Northanger Abbey, 1818), Laurence Sterne (Vida y opinones del caballero Tristram Shandy, 1759-1767) y William Makepeace Thackeray (La feria de las vanidades, 1847-1848) hicieron uso de la metaficción para, correspondientemente, legitimizar sus novelas, hacer conscientes a los lectores de la artificiosidad del texto y reflexionar en torno al valor de la historiografía ficcional. Un hecho une la metaficción de todos estos autores: una intencionalidad tan juguetona como significativa.

Ya en la década de 1960 comenzaron a sembrarse las semillas de un posmodernismo metaficcional con nombres tan conocidos como los de Vladimir Nabokov (Pálido fuego, 1962), Kurt Vonnegut (Matadero cinco, 1969) o John Fowles (La mujer del teniente francés, 1969). Lo literario poco a poco fue penetrando en el mundo del cine: Federico Fellini (8½, 1963), Ingmar Bergman (Persona, 1966) o Woody Allen (Annie Hall, 1977) fueron incluyendo de una manera u otra elementos metaficcionales como núcleos narrativos de sus películas. Para finales del siglo XX y principios de este XXI, la metaficción existía ya en el imaginario popular, hasta tal punto que las rupturas de la cuarta pared en cine o las apelaciones directas al jugador en el videojuego son el pan de cada día.

En una época donde el posmodernismo ha entrado en debate con nuevas corrientes (el pospostmodernismo, el metamodernismo…), es común ver a directores de cine como Michel Gondry, Charlie Kaufman, Spike Jonze o Wes Anderson explorar las posibilidades de la metaficción, mientras que el siempre adelantado Hideo Kojima (especialmente en Metal Gear Solid 2: Sons of Liberty, 2001), Shigesato Itoi (Mother 3, 2006), Toby Fox (Undertale, 2015) o Davey Wreden (The Stanley Parable, 2013; The Begginer’s Guide, 2015) hacen lo propio con los videojuegos. En estas dos entradas dedicadas a la metaficción repasaremos algunos de estos nombres y otros menos conocidos, pero igualmente productivos.

Aitor Fernández de Marticorena Gallego: The Stanley Parable: Ultra Deluxe (Crows Crows Crows, 2022)

En su núcleo, The Stanley Parable no es más que un comentario sobre la libertad dirigida. Acuñado por Víctor Navarro Remesal en el libro homónimo de 2016, este término se refiere a una característica inherente al medio videolúdico: la irónica sensación de libertad a los mandos en un medio donde cada movimiento está previsto y, por tanto, programado en el código. En base a esta paradoja, Davey Wreden, creador de The Stanley Parable, construye un entramado de múltiples finales posibles, interacciones metanarrativas y mucho humor ácido. Lo primero que sorprende de The Stanley Parable es su particular inicio: el avatar del jugador, Stanley, existe por y para el trabajo. En una oficina más de una empresa cualquiera, el feliz Stanley recibe instrucciones para pulsar botones en su teclado. Un día, después de muchos años, las órdenes dejan de llegar y el trabajador decide salir de su oficina, cuya puerta se abre sin su mediación. Desde el momento en que el jugador se pone a los mandos, puede decidir qué hacer: seguir la pauta indicada por el Narrador, extender su estancia en el pequeño despacho o, directamente, cerrar la puerta. Sin embargo, todas las decisiones llevan a una nueva narración de esa voz en off omnipresente durante todo el juego.

En su cuidadoso comentario sobre las limitaciones del videojuego, The Stanley Parable tiene programados finales, líneas de diálogo y secuencias narrativas enteras para cada decisión que tome el jugador, incluso si estas aprovechan errores en la programación del juego. Todo apunta hacia una misma idea: que, independientemente de lo que trate de hacer, la persona a los mandos no es diferente del propio Stanley. Este es feliz pulsando botones, y un jugador es feliz interactuando con los inputs en un mando o teclado y observando su output en el videojuego. En algunos videojuegos, aquellos con listas infinitas de tareas (como algunos MMORPG o muchos de los productos de Ubisoft), llega un punto en que la interacción se produce por inercia, sin disfrute. Un trámite semejante a la interminable burocracia del mundo empresarial. The Stanley Parable emite una pregunta: ¿qué razón hay para continuar? Cuando el jugador busca libertad, es castigado. Cuando sigue el camino preestablecido, es recompensado, pero la historia está destinada a comenzar de nuevo. Es ahí donde la frase inicial, «esta es la historia de un hombre llamado Stanley», se resignifica de manera trágica.

Paradójicamente, The Stanley Parable es un juego divertido. Su núcleo puede ser algo desesperanzador, una reflexión sobre lo efímero de la existencia humana y la futilidad de las recompensas en el videojuego (y, por extensión, en la vida diaria), pero todo pasa por el filtro del humor. El Narrador —prácticamente el único personaje vocal del juego e interpretado por un excelente Kevan Brighting—, siempre tiene algún comentario sardónico para con las acciones del jugador o el estado de la industria del videojuego. Las situaciones, cada una más hilarante que la anterior, dan pie a interacciones entre un silencioso Stanley y un Narrador vanidoso que, ocasionalmente, parece bordear el enfado o la locura. En función de las decisiones —si pueden llamarse así— del jugador en cada partida, sale a relucir una nueva faceta de este Narrador, ora un completo sociópata capaz de cualquier cosa para asegurarse la compleción de su historia, ora un personaje trágico sin rumbo ni capacidad de decisión.

Especialmente meritorios son los añadidos a la edición más reciente de The Stanley Parable, que ya desde su subtítulo (Ultra Deluxe) parece arremeter contra las tendencias más hiperbólicas de la industria. En esta edición, el juego amplía su universo referencial y actualiza sus críticas para hablar de las secuelas innecesarias, los logros y coleccionables como estrategia de manipulación del jugador, la referencialidad artificiosa y otras tácticas de engagement. Siempre, por supuesto, con el humor como vehículo principal. En The Stanley Parable: Ultra Deluxe, lo metaficcional pasa a un primer plano donde la narrativa clásica, la historia pensada por el Narrador, apenas es una secuencia más dentro de horas y horas de contenido siempre fresco. El jugador o jugadora termina saliendo de la experiencia pensando no solo en la futilidad existencial o los mayores males de la industria videolúdica, sino también, y por algún motivo, en museos liminales, 4 horas de llantos de bebé, easter eggs espeluznantes, un tal Gambhorra’ta, canciones en el fondo de salas de control mental, y baldes. Especialmente baldes.

Patricia Trapero: Adaptation (Spike Jonze, 2002)

Si algo caracteriza al tandem formado por Spike Jonze y Charlie Kaufman es la experimentación narrativa. Así se aprecia en las producciones conjuntas o por separado con muestras como Being John Malkovich (Jonze, 1999), Eternal Sunshine of the Spotless Mind (Gondry, 2004 con guion de Kaufman), Synecdoche New York (Kaufman, 2008), Where the Wild Things are (Jonze, 2009), Her (Jonze, 2013) o I’m thinking of ending things (Kaufman, 2020) en las que el mind game y la metaficción en el sentido más amplio del término constituyen sus ejes centrales narrativos. 

Tal es el caso de Adaptation (2002) que nos presenta a Charlie Kaufman (Nicholas Cage), un guionista de Hollywood a quien se encarga la adaptación de la novela The Orchid Thief de Susan Orlean (autora real del texto publicado en 1998 e interpretada por Meryl Streep) donde se narra la historia real del  horticultor John Laroche (Chris Cooper, ganador del Oscar, el Golden Globe y el Bafta por su interpretación) arrestado en 1994 por traficar con especies de orquídeas protegidas en Florida.  De este modo, se presenta el primer nivel metaficcional del film en el que un ficcional Kaufman empieza a trabajar sobre un texto real. Este esquema evidente  se complica de manera extraordinaria durante el proceso del trabajo de Kaufman: Susan Orlean no solo es la autora del texto consultada por el guionista sino que se convierte en personaje ficcional en la escenificación de fragmentos de la novela donde mantiene una relación con un Laroche, traficante no solo de orquídeas que son su pasión sino también de otras sustancias no tan espirituales como las flores. Por consiguiente, la propuesta del Charlie Kaufman real personifica los personajes de la novela convirtiéndolos en ambiguos y complejos, realmente brumosos como los pantanos en los que se desarrolla la novela que el Kaufman ficticio debe convertir en guion. La estructura dramática presentada en forma de mise en abîme es, pues, una filigrana conceptual en la que subyace el complejo y agónico trabajo de la escritura en la que el guionista debe aportar un valor añadido o una lectura epistemológica personal a un texto ajeno.

Pero la propuesta narrativa no solamente es esta ya que Charlie tiene un hermano gemelo, Donald (interpretado también por Cage) quien se traslada a Hollywood con la intención de escribir su primer guión. A diferencia de Charlie, Donald no parece tener ningún problema creativo ya que sigue escrupulosamente las indicaciones del gurú Robert McKee (encarnado en una escena por Brian Cox) confeccionando un blockbuster de acción prototípico que vende a la industria sin ningún problema. La crítica  a la mecanización de los esquemas de escritura  basados en métodos aparentemente infalibles es más que evidente y la creación de la metaficción hasta cierto punto sarcástica también ya que el guion del film está firmado por Charlie y Donald Kaufman quienes fueron nominados al Oscar de 2003 por Adaptation de modo que es el único caso de nominación al premio de una persona inexistente. Así, la figura del doppelgänger como doble fantasmagórico o pseudo real está presente en el film como parte del proceso creador y su desaparición, implícita en las narrativas duales, conduce, como no podía ser de otro modo, a una nueva estructura dramática como parte final del esquema metaficcional. Así, Adaptation es una película absolutamente imprescindible en la que las  líneas argumentales y los personajes forman un auténtico rompecabezas, una especie de cubo de Rubik cuya resolución no está en manos del espectador exactamente sino en que éste asimile las distintas etapas del juego que Charlie Kaufman nos propone.

 

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